– Entregué una realización brillante -rugió Henri-. ¿Cómo puedes negarlo?
– Cuida tus modales, Henri. Aquí somos todos amigos, ¿sí?
Sí. Amigos en un proyecto estrictamente comercial en el que un grupo de camaradas controlaba la pasta. Y ahora Horst le decía que sus compinches no estaban conformes. Querían más. Más enredos en la trama. Más acción. Más aplausos al final de la película.
– Usa tu imaginación, Henri. Sorpréndenos.
Le pagarían más, desde luego, por servicios adicionales. Al cabo de un rato, la perspectiva de ganar más dinero atemperó el mal humor de Henri sin modificar básicamente su desprecio por el Mirón.
«Conque quieren más, ¿eh? Vale.»
Cuando terminó su segunda taza de café, había elaborado un nuevo plan. Sacó un teléfono inalámbrico del bolsillo y empezó a hacer llamadas.
9
Esa noche nevaba en Cascade Township, el suburbio boscoso de Grand Rapids, Michigan, donde vivían Levon y Barbara McDaniels. Dentro de la eficaz pero acogedora casa de ladrillos de tres dormitorios, los dos hijos varones dormían profundamente bajo las mantas.
Pasillo abajo, Levon y Barbara yacían espalda contra espalda, tocándose la planta de los pies sobre la divisoria invisible de su cama Sleep Number, y su contacto de veinticinco años no parecía romperse ni siquiera en sueños.
La mesilla de Barbara estaba abarrotada de revistas y periódicos a medio leer, carpetas de análisis y memorándums, una multitud de suplementos vitamínicos alrededor de su frasco de té verde. «No te preocupes, Levon, y por favor no toques nada. Yo sé dónde está todo.»
La mesilla de Levon congeniaba con su cerebro izquierdo, así como la de Barbara con el derecho: su pulcra pila de informes anuales, el ejemplar anotado de Against All Reason, una pluma, una libreta y una hueste de adminículos electrónicos (teléfonos, ordenador portátil, reloj meteorológico), todos alineados a diez centímetros del borde de la mesilla, enchufados en una toma de corriente detrás de la lámpara.
La nevisca había envuelto la casa en un silencio blanco y el ruido del teléfono despertó sobresaltado a Levon. Sus palpitaciones se aceleraron y su mente fue presa de un pánico instantáneo. ¿Qué sucedía?
El teléfono volvió a sonar, y Levon cogió el aparato de línea.
Miró el reloj: las tres y cuarto de la mañana. Quién demonios llamaría a esas horas… Luego lo supo. Era Kim. Estaba cinco horas retrasada respecto de ellos, y sin duda se había olvidado de la diferencia horaria.
– ¿Kim? ¿Cariño?-dijo Levon.
– Kim no está -respondió una voz masculina.
A Levon se le encogió el pecho y no pudo recobrar el aliento. ¿Estaba sufriendo un infarto?
– Disculpe, ¿cómo ha dicho?
Barbara se incorporó en la cama y encendió la luz.
– Levon, ¿qué sucede?-preguntó.
Levon alzó una mano, indicando que aguardara.
– ¿Con quién hablo? -preguntó, frotándose el pecho para aliviar el dolor.
– Sólo tengo un minuto, así que escuche con atención. Llamo desde Hawai. Kim no está. Ha caído en malas manos.
¿Qué significaba aquello?
– No le entiendo. ¿Está herida?
Ninguna respuesta.
– ¿Oiga?
– ¿Escucha lo que le digo, señor McDaniels?
– Sí. ¿Quién es usted, por favor?
– Sólo lo diré una vez.
Levon se tiró del cuello de la camiseta, sin saber qué pensar. ¿El hombre mentía o decía la verdad? Conocía su nombre, su número de teléfono, sabía que Kim estaba en Hawai. ¿Cómo sabía todo eso?
– ¿Qué sucede, Levon? -insistió Barbara-. ¿Se trata de Kim?
– Kim no se presentó para la filmación ayer por la mañana -dijo el hombre-. La revista ha tapado el asunto. Esperan tener suerte, esperan que ella regrese.
– ¿Han llamado a la policía? ¿Alguien ha llamado a la policía?
– Ahora colgaré -dijo la voz-. Pero si yo fuera usted, abordaría el primer avión a Maui. Con Barbara.
– ¡Aguarde! Por favor, aguarde. ¿Cómo sabe que ella ha desaparecido?
– Porque lo hice yo, amigo mío. La vi. Me gustó. La tomé. Buenas noches.
10
– ¿Qué quiere? ¡Dígame qué quiere!
Levon oyó un chasquido seguido por el tono de marcación. Pulsó el botón del directorio y leyó «desconocido» donde tenía que figurar el número de la llamada.
Barbara le tironeaba del brazo.
– ¡Levon! ¡Dime qué pasa!
Barbara siempre decía que ella era el lanzallamas de la familia y que él era el bombero, y esos papeles se habían fijado con el tiempo. Así que Levon comenzó a contarle lo que había dicho aquel hombre, pero eliminó el temor de su voz y se atuvo a los hechos.
El rostro de Barbara reflejaba el terror que llameaba dentro de Levon como una fogata. La voz le llegaba como desde lejos.
– ¿Y le has creído? ¿Te ha dicho dónde estaba Kim? ¿Te ha contado lo que ha ocurrido? Por Dios, ¿de qué estamos hablando?
– Sólo que ha desaparecido…
– Nunca va a ninguna parte sin el móvil -dijo Barbara con voz entrecortada, sufriendo un ataque de asma.
Levon se levantó bruscamente, tiró cosas de la mesilla de Barbara con su mano trémula, derramando píldoras y papeles en la alfombra. Encontró el inhalador entre aquel batiburrillo, se lo dio a Barbara y la miró mientras ella aspiraba largamente.
Las lágrimas le perlaban la cara.
Él le tendió los brazos, ella se dejó abrazar y lloró en su pecho.
– Por favor… llámala.
Levon cogió el teléfono de la manta y marcó el número de Kim. Contó los interminables tonos, dos, tres, mirando el reloj, haciendo el cálculo. En Hawai eran poco más de las diez de la noche.
Oyó su voz.
– ¡Kim! -gritó.
Barbara se pasó las manos por la cara con alivio, pero Levon comprendió su error.
– Es sólo un mensaje -le dijo a Barbara, al oír la voz grabada de Kim: «Deja tu nombre y tu número y responderé a tu llamada. ¡Chao!»
– Kim, soy tu padre. ¿Estás bien? Nos gustaría tener noticias tuyas. No te preocupes por la hora. Sólo llama. Aquí están todos bien. Te quiero, cariño.
Barbara sollozaba «Dios, santo Dios», estrujando las mantas y apretándoselas contra la cara.
– Aún no sabemos nada, Barbara -dijo Levon-. Podría ser un imbécil con un morboso sentido del humor…
– Dios mío. Llama a la habitación del hotel.
Sentado en el borde de la cama, mirando la grumosa alfombra entre sus pies, Levon llamó a información. Anotó el número, colgó y llamó al Wailea Princess de Maui.
Cuando atendió el operador, pidió hablar con Kim McDaniels, oyó cinco tonos distantes en una habitación que estaba a diez mil kilómetros de distancia y luego una voz grabada contestó: «Por favor, deje un mensaje para el ocupante de la habitación 314, o pulse cero para hablar con un operador.»
Levon volvió a sentir dolores en el pecho y se quedó sin aliento.
– Kim -le dijo al auricular-, llama a papá y mamá. Es importante. -Apretó el botón del cero, hasta que la voz cantarina del operador del hotel, al otro lado del mundo, apareció en la línea.
Le pidió que llamara a la habitación de Carol Sweeney, la representante de la agencia de modelos, que había acompañado a Kim a Hawai y debía estar allí para cuidarla.
Tampoco hubo respuesta en la habitación de Carol. Levon dejó un mensaje.
– Carol -dijo-, soy Levon McDaniels, el padre de Kim. Por favor, llámame cuando recibas este mensaje. No te preocupes por la hora. Estamos despiertos. Éste es el número de mi móvil…
Luego volvió a comunicarse con el operador.
– Necesitamos ayuda -dijo-. Por favor, póngame con el gerente. Es una emergencia.