Выбрать главу

Al fin el coche enfiló lo que parecía un camino privado, bordeado por matojos morados y florecientes. Dejaron atrás una cascada artificial y pararon ante la suntuosa entrada portecochère del Wailea Princess Hotel.

Había fuentes azulejadas a ambos lados del coche, y a un lado, estatuas de bronce de guerreros polinesios que emergían del agua con lanzas; en el otro, embarcaciones con batanga llenas de orquídeas.

Los botones, con camisa blanca y pantalones cortos rojos, corrieron hacia el coche. Marco abrió su portezuela y Levon, mientras rodeaba el sedán para ayudar a Barbara, oyó que repetían su apellido por doquier.

Reporteros con cámaras y micrófonos corrían hacia la entrada del hotel.

Corrían hacia ellos.

17

Diez minutos después, Barbara, aturdida y desorientada por el largo viaje, entró en una suite que en otras circunstancias habría considerado majestuosa. Si hubiera mirado la tarjeta colgada detrás de la puerta, habría visto que la habitación costaba más de tres mil dólares diarios.

Entró en el salón como una sonámbula, mirando la alfombra de seda anudada a mano sin verla, un dibujo de orquídeas sobre un fondo color melocotón, los muebles tapizados, el enorme televisor de pantalla plana.

Fue a la ventana y miró la belleza también sin verla, buscando sólo a Kim.

Había una estupenda piscina con forma complicada, como un cuadrado superpuesto sobre un rectángulo, jacuzzis circulares en la parte baja, una fuente semejante a una copa de champán en el medio, derramando agua sobre los chiquillos que jugaban debajo.

Escrutó las filas de cabañas inmaculadamente blancas que rodeaban la piscina, buscando a una joven en una tumbona bebiendo un trago, buscando a Kim sentada por allí. Vio a varias muchachas, delgadas, gordas, altas y bajas. Ninguna era Kim.

Más allá de la piscina vio un pasaje cubierto, escalones de madera que conducían a la playa tachonada de palmeras, frente al mar azul zafiro, sólo agua entre esa orilla y las costas de Japón.

¿Dónde estaba Kim?

Quiso decirle a Levon que sentía la presencia de su hija allí, pero cuando se giró él no estaba. Reparó en un exuberante cesto de frutas en la mesa cercana a la ventana y fue hacia allí. Oyó el ruido del retrete mientras levantaba la nota, que era una tarjeta de presentación con un mensaje en el dorso.

Levon, su querido esposo, con ojos vidriosos detrás de las gafas, se le acercó.

– ¿Qué es eso, Barbara?

– «Estimados señor y señora McDaniels -leyó ella en voz alta-, llámenme, por favor. Estamos aquí para ayudar en todo lo posible.»

La tarjeta estaba firmada por «Susan Gruber, Sporting Life», y bajo el nombre había un número de habitación.

– Susan Gruber -dijo Levon-. Es la jefa de redacción. La llamaré de inmediato.

Barbara sintió renovadas esperanzas. Gruber estaba al mando. Ella sabría algo.

Quince o veinte minutos después, la suite de los McDaniels se había llenado con una pequeña multitud de personas.

18

Barbara estaba sentada en un sofá, las manos entrelazadas sobre el regazo, esperando que Susan Gruber, la enérgica ejecutiva neoyorquina, con su fulgurante dentadura de dentífrico y su rostro afilado como una navaja, les dijera que Kim había tenido una riña con el fotógrafo, o que no había salido bien en las fotos, así que le habían dado tiempo libre o cualquier otra cosa, algo que aclarase la situación, que les confirmara que Kim sólo estaba ausente, no desaparecida, ni secuestrada ni en peligro.

Gruber usaba un traje con pantalones aguamarina y muchos brazaletes de oro, y sus dedos estaban gélidos cuando le estrechó la mano a Barbara.

Del Swann, el director artístico -tez oscura, pelo platinado, alhajas en una oreja-, vestía tejanos desteñidos a la moda y una camiseta negra y ceñida. Parecía a punto de sufrir un colapso mental, y Barbara sospechó que sabía más de lo que declaraba, o quizá se sentía culpable porque había sido el último en ver a Kim.

Había otros dos hombres. El mayor era cuarentón y vestía traje gris, y era más que obvio que pertenecía al ámbito empresarial. Barbara había conocido hombres como él en las convenciones y fiestas de negocios de Merrill Lynch a las que asistía Levon. Estaba segura de que ese sujeto y el clon más joven que tenía a la derecha eran abogados neoyorquinos a quienes habían llevado a Maui como un paquete de Federal Express, para eximir a la revista de responsabilidades.

Barbara miró a Carol Sweeney, una mujer corpulenta ataviada con un caro vestido negro, aunque anodino, la representante de la agencia que le había conseguido ese trabajo a Kim y había asistido a la filmación como escolta de la modelo. Carol tenía aspecto de haberse tragado un sapo, tan sofocada estaba.

Barbara no soportaba estar en la misma habitación que Carol.

– Tenemos un equipo de seguridad trabajando para averiguar el paradero de Kim -dijo el cuarentón (Barbara había olvidado su nombre nada más oírlo) a Levon.

Ni siquiera miraba a Barbara. Concentraba su atención en Levon, como casi todos. Sabía que ella parecía conmociona-da, frágil. Y nadie podía afirmar que no tenía buenos motivos.

– ¿Qué más puede decirnos? -le preguntó Barbara al abogado.

– No hay indicios de que le haya pasado nada. La policía supone que está haciendo turismo.

Barbara deseaba que Levon les contara todo, pero éste, antes de que llegara la gente de la revista, le había dicho: «Asimilaremos información. Sólo escucharemos. Debemos tener en cuenta que no conocemos a esta gente.» Dicho de otro modo: cualquier persona vinculada con la revista podía estar relacionada con la desaparición de Kim.

Susan Gruber apoyó los codos en las rodillas.

– Kim estaba en el bar del hotel con Del -le dijo a Levon-. Él fue al servicio y cuando regresó Kim se había ido. Nadie se la llevó. Se fue por su cuenta.

– ¿Ésa es su versión? -preguntó Levon-. Kim se fue del bar del hotel por su cuenta y nadie tuvo más noticias de ella, y se ha ido hace un día y medio, y ustedes creen que abandonó la filmación para hacer turismo. ¿Interpreto bien?

– Es una persona adulta, señor McDaniels -dijo Gruber-. No sería la primera vez que una chica abandona un trabajo. Recuerdo a una joven, Gretchen, que se esfumó en Carines el año pasado, y apareció en Montecarlo seis días después. -Habló como si estuviera en su oficina y le explicara pacientemente su trabajo a Levon-. Tenemos ocho chicas en este rodaje -añadió, y contó a cuánta gente tenía que supervisar y todos los aspectos con que debía lidiar, y que debía estar en el plató cada minuto o mirando las tomas de ese día…

Barbara sentía una presión creciente en la cabeza. Susan Gruber estaba cubierta de oro, pero no tenía sortija de bodas. ¿Tenía un hijo? ¿Sabía lo que era un hijo? Aquella mujer no entendía nada.

– Queremos a Kim -le dijo Carol Sweeney a Barbara-. Yo… yo pensaba que Kim estaba segura aquí. Estaba cenando con otra modelo. Kim es una chica tan buena y responsable que nunca creí que tuviéramos motivos para preocuparnos.

– Yo sólo le di la espalda un minuto -dijo Del Swann. Y rompió a llorar.

Barbara entendió por qué Gruber había traído a su gente a verles. A Barbara le habían enseñado a ser amable, pero ahora que había dejado de negar lo obvio, tuvo que decirlo:

– ¿Ustedes no son responsables? ¿Por eso están todos aquí? ¿Para decirnos que no son responsables de Kim?

Nadie la miró a los ojos.

– Hemos dicho a la policía todo lo que sabemos -dijo Gruber.

Levon se levantó y apoyó la mano en el hombro de Barbara.

– Por favor, llámennos si se enteran de algo -le dijo a la gente de la revista-. Ahora quisiéramos estar solos. Gracias.