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Harry Harrison

Bill, héroe galáctico

A mi camarada BRIAN W. ALDISS que consulta el sextante y marca el curso para todos nosotros.

LIBRO PRIMO

UNO

Bill no se dio nunca cuenta de que el sexo fue la causa de todo. Si aquella mañana el sol no hubiera estado quemando tanto en el luminoso cielo de Phigerinadon II, y si no hubiera entrevisto el amplio y níveo posterior de Inga-María Calyphigia mientras se bañaba en el arroyo, hubiera prestado más atención al arado que a las apremiantes presiones de la heterosexualidad, y hubiera seguido su curso hasta el otro lado de la colina antes de que sonase la seductora música a lo largo del camino. Quizá nunca la hubiera oído, y su vida hubiera sido muy, muy diferente. Pero la oyó, y dejó caer el manillar del arado conectado a la robomula, y se dio la vuelta y abrió la boca.

Desde luego, era una visión maravillosa. Abriendo la marcha iba un robot-banda, de cuatro metros de alto, espléndido en su gran morrión negro de húsar que ocultaba los altavoces de alta fidelidad. Los dorados pilares de sus piernas golpeaban rítmicamente mientras treinta brazos articulados tañían, pulsaban y tecleaban una extraordinaria variedad de instrumentos. La marcial música surgía en oleada tras inspiradora oleada, y hasta los pesados pies de campesino de Bill se agitaron en sus zuecos mientras las brillantes botas del pelotón de soldados marcaban el paso en perfecto unísono. Las medallas tintineaban en la hombría extensión de sus pechos, ataviados de escarlata, y ciertamente no podía imaginarse una visión más noble en todo el mundo. A retaguardia marchaba el sargento, resplandeciente en sus dorados y entorchados, con una nube de medallas y pasadores, espada y pistola, con la tripa enfajada y ojo de acero, que buscó a Bill allí donde este se hallaba, contemplando asombrado por encima de la valla.

La masiva cabeza hizo un gesto en su dirección, la boca de acero se dobló en una amistosa sonrisa, y hubo un guiño de complicidad. Entonces la pequeña legión hubo pasado, y apresurándose tras ella llegó un grupo de robots auxiliares cubiertos de polvo, saltando y arrastrándose o deslizándose sobre cadenas. Tan pronto como estos hubieron pasado, Bill escaló torpemente la verja de raíles y corrió tras ellos. No habían ocurrido más que dos acontecimientos interesante en los últimos cuatro años, y no estaba dispuesto a perderse lo que parecía ser el tercero.

Una multitud se había ya arremolinado en la plaza del mercado cuando llegó Bill, y estaban escuchando el entusiasta concierto de la banda. El robot se adentró en los gloriosos compases de SOLDADOS ESTELARES AVANTE HACIA EL CIELO, siguiendo luego con Los COHETES RUGEN, y casi demoliéndose a sí mismo en el tumultuoso ritmo de Los ZAPADORES CAVAN TRINCHERAS. Interpretó esta última marcha con tal energía que una de sus piernas salió disparada, elevándose hacia lo alto, pero la logró recoger antes de que cayese al suelo, y la música terminó con el robot balanceándose sobre la pierna que le quedaba y marcando el compás con la desencajada. Igualmente, tras un último redoble de los tambores, que casi destruyó los tímpanos del auditorio, la usó para señalar al otro lado de la plaza, en donde se había erigido una pantalla tridimensional y un puesto de refrescos. Los soldados habían desaparecido en el interior de la taberna, y el sargento reclutador se hallaba solo entre sus robots, enarbolando una sonrisa de bienvenida.

— ¡Escuchen esto! ¡Bebidas gratis para todos, regalo del Emperador, y algunas movidas escenas de emocionantes aventuras en climas exóticos para divertirles mientras trasegan las bebidas! — gritó con una voz inmensa y correosa.

La mayor parte de la gente vagó hacia allí, con Bill entre ellos, aunque algunos amargados antimilitaristas tradicionales se escaparan por entre las casas. Las bebidas refrescantes eran servidas por un robot que tenía un grifo por ombligo y una interminable provisión de vasos de plástico en la cadera. Bill sorbió alegremente el suyo, mientras seguía las emocionantes aventuras de los soldados espaciales a todo color, con efectos sonoros y subsónicos estimulantes. Había batallas, y muerte, y gloria, aunque solo morían los chingers: los soldados tan solo sufrían pequeñas y limpias heridas en sus extremidades, que podían ser cubiertas fácilmente por pequeños vendajes. Y mientras Bill estaba gozando con todo esto, el Sargento Reclutador Grue estaba gozando con él, con sus pequeños ojos porcinos brillando codiciosamente mientras se clavaban en el cogote de Bill.

¡Este es el que busco!, se regocijó para sí mismo, mientras su amarillenta lengua mojaba involuntariamente sus labios. Ya podía notar el peso del dinero de la recompensa en su bolsillo. El resto del auditorio era el habitual grupo de hombres de demasiada edad, mujeres obesas, muchachos barbilampiños y otros inalistables. Todos excepto aquel pedazo de carne de cañón electrónico de anchas espaldas, mentón cuadrado y cabello rizado. Con una mano precisa en los controles, el sargento disminuyó los subsónicos ambientales y dirigió un concentrado rayo estimulante a la parte trasera de la cabeza de su víctima. Bill se agitó en el asiento, casi tomando parte en la gloriosa batalla que se desarrollaba ante él.

Cuando murió el último acorde y la pantalla se apagó, el robot de los refrescos golpeó metálicamente su pecho y aulló:

— ¡Beban, beban, beban!

El borreguil auditorio caminó en aquella dirección, excepto Bill, que fue arrebatado de entre ellos por un poderoso brazo.

— Tenga, ya le he traído una bebida para usted — le dijo el sargento, pasándole un vaso tan cargado con drogas reductoras del ego que los sobrantes de la disolución se estaban cristalizando en el fondo —. Es usted un tipo que se distingue por encima de todos los individuos que hay por aquí. ¿No ha pensado nunca en seguir una carrera en las fuerzas armadas?

— Yo no soy ningún tipo marcial, sargento… — Bill encontró algo raro entre los dientes y escupió para librarse de ello, y se asombró de la repentina vaguedad de sus pensamientos. El solo hecho de que estuviera aún consciente tras el volumen de drogas y subsónicos que había recibido era un tributo a su físico —. No soy del tipo militar. Mi mayor ambición es ayudar, en la mejor forma posible, en la profesión que he escogido de Operador Técnico en Fertilizantes, y ya casi he terminado el cursillo por correspondencia…

— Ese es un mal trabajo para un chico brillante como usted — le dijo el sargento, mientras lo palmeaba en el brazo para comprobar sus bíceps: rocas. Resistió el impulso de abrir sus labios para mirar el estado de sus muelas; más tarde —. Deje ese trabajo a quienes les guste. No hay posibilidad de mejora en él. Mientras que en el ejército la promoción no tiene límite. ¡Pero si hasta el mismo Gran Almirante Pflunger subió por los cohetes, como se dice, desde recluta hasta gran almirante! ¿Qué le parece esto?

— Me parece estupendo para ese señor Pflunger, pero creo que trabajar con fertilizantes es más divertido. Je, je… Me está entrando sueño. Creo que me iré a casa a echar una dormida.

— No antes de que vea esto, como un favor personal hacia mí, claro — le dijo el sargento, poniéndose frente a él y señalando un gran libro que mantenía abierto un pequeño robot —. Las ropas hacen al hombre, y a la mayor parte de los hombres les avergonzaría ser vistos en un traje tan burdo como ese que lleva usted colgando, o arrastrando esas barcazas rotas que usa por zapatos. ¿Por qué ir así cuando podría ir así?

Los ojos de Bill siguieron el grueso dedo hasta el grabado en color del libro, en el que un milagro de la ingeniería mal empleada hizo que su propio rostro apareciera en la figura ilustrada ataviada con el rojo uniforme. El sargento hizo pasar las páginas, y en cada grabado el uniforme era algo más brillante, y la graduación más alta. El último era el de un gran almirante, y Bill parpadeó ante su propio rostro bajo el casco emplumado, ahora con algunas arrugas en las comisuras de los ojos y ostentando un elegante bigote canoso, pero indudablemente aún su rostro.