Era un infierno. Los fusibles estaban estallando como bombas, enviando silbantes partículas de mortífera cerámica a través del aire. Se oyó el restallido de un rayo cuando una plancha cortocircuito con el suelo metálico, y un horrible aullido, por suerte de corta duración, sonó mientras la descarga atravesaba el cuerpo de un técnico en fusibles. Un humo grasiento hervía y colgaba en cortinas que casi hacían imposible el ver. Bill raspó los restos de un fusible roto de los oscurecidos bornes, saltó hacia el depósito de repuestos, tomó el fusible de treinta y cinco kilos de peso en sus doloridos brazos, y acababa de girarse hacia las bancadas cuando estalló el universo…
Todos los fusibles que quedaban parecieron haber cortocircuitado al mismo tiempo, y el chirriante restallido de la electricidad atravesó toda la habitación. En su cegadora luz, y en un único momento eterno, Bill vio como la llama atravesaba las hileras de técnicos en fusibles, desparramándolos e incinerándolos como partículas de polvo caídas en las llamas. Tembo se derrumbó y se arrugó, una masa de carne asada; un trozo de plancha al rojo abrió al primera clase Bilis de arriba abajo en una única y horrible herida.
— ¡Mira qué grieta tiene Bilis! — gritó Caliente, y luego chilló cuando una bola de electricidad rodó sobre él y lo convirtió en un humeante amasijo en una fracción de segundo.
Por casualidad, por simple accidente, Bill mantenía la sólida masa del fusible frente a él cuando le golpeó la llama. Esta lamió su brazo izquierdo, que estaba en la parte exterior del fusible, y lanzó su llameante peso contra el grueso cilindro. La fuerza golpeó a Bill, lo derribó hacia atrás, contra las hileras de fusibles de reserva, y lo hizo rodar por el suelo mientras la destructora llamarada chisporroteaba a unos centímetros de su cabeza. Murió, tan repentinamente como había nacido, dejando tras ella únicamente humo, calor, el acre olor de la carne asada, la destrucción, y la muerte, muerte, muerte. Bill se arrastró dolorido hasta la compuerta, sin que nada más se moviera en toda la quemada y retorcida longitud de la sala de fusibles.
El compartimiento de abajo parecía igual de caliente, y el aire tan desprovisto de alimento para los pulmones como el que acababa de abandonar. Siguió arrastrándose, apenas consciente del hecho de que se deslizaba sobre dos rodillas llagadas y una mano ensangrentada. Su otro brazo simplemente colgaba y se arrastraba, un trozo retorcido y quemado de escoria, y tan solo la bendición de un profundo shock le evitaba el estar aullando por un dolor insoportable.
Siguió arrastrándose, sobre el umbral de una puerta, a lo largo de un pasadizo. El aire era aquí más limpio y mucho más frío: se sentó e inhaló su bendita frescura. El compartimiento le era familiar, y sin embargo no conocido. Parpadeó, tratando de comprender el porqué. Largo y estrecho, con una pared curvada de la que surgían las partes traseras de inmensos cañones. Claro, se trataba de la batería principal, los cañones que el espía chinger Ansioso Beager había fotografiado. Aunque ahora era diferente, con el techo más cercano al suelo, hundido y abollado, como si un gigantesco martillo lo hubiera golpeado desde el exterior. Había un hombre derrumbado en el asiento del artillero del arma más cercana.
— ¿Qué pasa? — preguntó Bill, arrastrándose hacia el hombre y asiéndolo por el hombro. Sorprendentemente, el artillero tan solo pesaba algunos gramos, y cayó del asiento ligero como una pluma, y con un rostro de pergamino viejo, tal y como si no le quedase una gota de líquido en su cuerpo.
— Rayo deshidratante — gruñó Bill —. Creí que tan solo existía en la televisión.
El asiento del artillero estaba acolchado, y parecía muy confortable, mucho más que el deformado suelo de acero; Bill se dejó caer en la recién abandonada posición y miró con ojos que no veían a la pantalla situada frente a él. Pequeños puntos móviles de luz.
En grandes letras, encima mismo de la pantalla, se leía:
LAS LUCES VERDES SON NUESTRAS NAVES, LAS LUCES ROJAS EL ENEMIGO. EL OLVIDAR ESTO ES UN CRIMEN QUE MERECERÁ UNA CORTE MARCIAL.
— No lo olvidaré — murmuró Bill, mientras comenzaba a resbalar de la silla. Para detenerse, se agarró a una enorme palanca que se alzaba frente a él, y cuando lo hizo un círculo de luz con una x en su interior se movió en la pantalla. Era muy interesante. Puso el círculo alrededor de una de las luces verdes, y entonces recordó algo acerca de una corte marcial. Se rió un poco y lo movió hasta una luz roja, con la x justo encima de la luz. Había un botón rojo en la parte superior de la palanca, y lo apretó porque parecía del tipo de los botones hechos para ser apretados. El cañón junto a él hizo uuffle… en una forma muy tranquila, y la luz roja desapareció. No muy interesado, soltó la palanca.
— ¡Oh, eres un luchador nato! — dijo una voz, y con algún esfuerzo Bill giró su cabeza. Había un hombre con restos de galones dorados. Se adelantó —. Lo vi — exhaló —. No lo olvidaré nunca mientras viva. ¡Eres un luchador nato! ¡Qué estómago! ¡Sin miedo! ¡Adelante contra el enemigo, sin cuartel, no abandonéis la nave…!
— ¿Qué idioteces está diciendo? — preguntó pastosamente Bill.
— ¡Un héroe! — dijo el oficial, dando palmadas en la espalda de Bill, lo cual le produjo un agudo dolor, y fue la última gota para su mente consciente, que abandonó las riendas del mando y se retiró a descansar. Bill se desmayó.
OCHO
— Y ahora serás un soldadito bueno y te beberás tu comida…
Las cálidas notas de la voz se insinuaron en un sueño especialmente repugnante que Bill se complació en abandonar y, con un tremendo esfuerzo, logró forzar sus ojos a que se abriesen. Un rápido parpadeo los puso en foco, y vio ante él una jarra sobre una bandeja sostenida por una blanca mano unida a un blanco brazo que estaba conectado a un blanco uniforme relleno de pechos femeninos. Con un gutural gruñido animal, Bill apartó de un manotazo la bandeja y se lanzó sobre el traje. No logró alcanzarlo porque su brazo izquierdo estaba vendado en algo y colgaba de cables, así que giró alrededor de su cama como un escarabajo pinchado, lanzando gritos inarticulados. La enfermera chilló y escapó.
— Me alegra ver que se siente mejor — dijo el doctor arrojándolo contra la cama con un bien entrenado gesto e inmovilizando el aún ansioso brazo de Bill con un limpio golpe de judo —. Le serviré algo más de cena y se la beberá ahora mismo, y entonces dejaremos que entren sus compañeros para el descubrimiento. Están todos esperando afuera.
El dolor ya abandonaba su brazo, y pudo rodear con sus dedos la jarra. Dio un sorbo.
— ¿Qué compañeros? ¿Qué descubrimiento? ¿Qué pasa aquí? — preguntó suspicaz.
Entonces se abrió la puerta y entraron los soldados. Bill contempló sus rostros, buscando compañeros, pero todo lo que vio fueron ex-soldadores y extraños. Entonces recordó.
— ¡Caliente Brown asado! — aulló —. ¡Tembo achicharrado! ¡El primera clase Bilis destripado! ¡Están todos muertos! — se ocultó bajo las sábanas y gimió terriblemente.
— Esa no es la forma de comportarse de un héroe — le dijo el doctor, arrastrándolo hasta la almohada y arreglando las sábanas bajo sus brazos —. Eres un héroe, soldado, un hombre cuyo valor, ingenio, integridad, estricto cumplimiento de su deber, espíritu de lucha y mortífera puntería salvó la nave. Todos los escudos estaban inutilizados, la sala de máquinas destruida, los artilleros muertos, el control perdido, y el acorazado enemigo se acercaba para acabarnos cuando tú apareciste como un ángel vengador, herido y casi muerto, y con tu último esfuerzo consciente disparaste el cañonazo que escuchó toda la flota, el solitario disparo que destruyó al enemigo y salvó a nuestra nave, la vieja gran dama de la flota Fanny Girl — le pasó una hoja de papel a Bill —. Naturalmente, estoy leyéndose el informe oficial. Por mi parte, creo que fue pura suerte.