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Les llevó una hora, por tobogán, escalera mecánica, as. censor, neumocar, mula, monorraíl, acera rodante y barra deslizante, el alcanzar la habitación 62. Mientras estaban sentados en el tobogán, habían asegurado las cadenas de sus planos a sus cinturones, pues hasta Bill empezaba a darse cuenta del valor de una guía en esta ciudad del tamaño de un mundo. En la puerta de la habitación 62, el Guía aulló tres veces, y luego rodó alejándose antes de que pudieran atraparlo.

— Debíamos habernos dado mejor maña — dijo el sargento —. Esas cosas valen su peso en diamantes.

Abrió una puerta, para descubrir a un tipo obeso sentado frente a un escritorio y gritándole a un visiofono:

— ¡No me importa un pimiento cual sea su excusa, tengo excusas a millares! Todo lo que sé es que tengo un programa y las cámaras están dispuestas a rodar, y ¿dónde están los actores? Se lo pregunto, ¿y qué es lo que me contesta? — los miró, y comenzó a chillar —: ¡Fuera! ¡Fuera! ¡¿No pueden ver que estoy ocupado?!

El sargento se adelantó y lanzó el visiofono contra el suelo, y luego lo pateó hasta reducirlo a humeantes restos.

— Tienes una forma muy directa de conseguir que te atiendan — le dijo Bill.

— Dos años de combate le hacen a uno ser muy directo en todo — dijo el sargento, rechinando los dientes en una forma molesta y ruidosa. Luego —: Aquí estamos, Ratt. ¿Qué es lo que hacemos?

El productor Ratt se hizo camino a puntapiés por entre los restos, y abrió una puerta situada tras el escritorio.

— ¡A sus puestos! ¡Luces! — gritó.

Y hubo un inmenso correteo y una repentina luz deslumbrante. Los veteranos que iban a ser honrados lo siguieron a través de la puerta hasta un inmenso estudio que resonaba con un caos organizado. Cámaras sobre plataformas motorizadas rodaban alrededor del plató, en el que decorados y utilería simulaban el extremo de una sala real del trono. Las ventanas de celosías brillaban por una imaginaria luz solar, y un rayo de sol dorado de un reflector iluminaba el trono. Guiados por las instrucciones gritadas del director, una manada de nobles y de funcionarios de alto rango tomaron posiciones frente al trono.

— ¡Los ha llamado desgraciados! — se atraganto Bill. — ¡Lo fusilarán!

— Mira que eres estúpido. Esos son actores. ¿Crees acaso que pueden conseguir nobles para algo como eso? — dijo el artillero, desenrollando un cable de su pierna derecha y enchufándolo para recargar sus baterías.

— Tan solo tenemos tiempo para ensayar esto una vez antes de que llegue el Emperador, así que nada de errores. — El director Ratt subió los peldaños y se arrellanó en el trono — Haré el papel del Emp. Vosotros, los principales, tenéis los papeles más fáciles, y no quiero que la pifiéis. No tenemos tiempo para repeticiones. Os pondréis ahí, en línea, y cuando diga «se rueda» os ponéis firmes, como os han enseñado, a menos que los contribuyentes hayan estado malgastando su dinero. Usted, el tipo de la izquierda metido en una pajarera, apague los motores, está estropeando la banda sonora. Si hace rechinar las marchas otra vez más, le arrancaré todos los fusibles. Afirmativo. Estén firmes hasta que digan sus nombres, den un paso al frente y saluden. El Emperador les clavará la medalla; saluden, pónganse firmes otra vez y den un paso atrás. ¿Me entienden, o es demasiado complicado para sus pequeñas mentes indoctrinadas?

— ¡Váyase a reventar por ahí! — rugió el sargento.

— Muy listo. De acuerdo… ¡Hagamos un intento!

Ensayaron la ceremonia dos veces antes de que se oyera un tremendo resoplar de cornetas y seis generales con pistolas de rayos mortíferos firmemente empuñadas corrieran a paso ligero hasta el plató y se detuvieran de espaldas al trono. Todos los extras, cámaras y técnicos y hasta el director Ratt, hicieron una profunda reverencia mientras los veteranos se ponían firmes. El Emperador entró, subió los peldaños y se desplomó en el trono.

— Continúe… — dijo con una voz aburrida, y eructó tras su mano.

— ¡Se rueda! — aulló con todos sus pulmones el director, y se tambaleó fuera del radio de acción de las cámaras.

La música se alzó en una tremenda oleada, y comenzó la ceremonia. Mientras el Ministro de Condecoraciones y Protocolo leía la naturaleza de las heroicas acciones que los nobles héroes habían realizado para merecer la más noble de todas las medallas: el Dardo Púrpura con la Nebulosa del Saco de Carbón, el Emperador se alzó del trono y caminó mayestáticamente hacia adelante. El sargento de infantería era el primero, y Bill lo contempló con el rabillo del ojo mientras el Emperador tomaba una medalla de platino adornada con oro, plata y rubíes, de una caja que le ofrecían, y la clavaba en el pecho del hombre. Entonces el sargento dio un paso atrás hacia su posición, y fue el tumo de Bill. Como desde una inmensa distancia, oyó pronunciar su nombre con ruidosas tonalidades de trueno, y se adelantó con cada gramo de precisión que se le había enseñado en el Campo León Trotsky. ¡Allí, frente a él, se hallaba el hombre más amado de la galaxia! La larga e hinchada nariz que adornaba un billón de billetes de banco estaba apuntada hacia él. La prominente mandíbula y los salidos dientes que llenaban un billón de pantallas de televisión estaban pronunciando su nombre. ¡Uno de los imperiales ojos estrábicos le estaba mirando a él! La pasión saltó en las entrañas de Bill como grandes olas rompiéndose contra los acantilados. Hizo el mejor de sus saludos.

En realidad hizo el mejor de los saludos posibles, ya que no había mucha gente con dos brazos derechos. Ambos brazos giraron en precisos círculos, ambos codos se doblaron en perfectos ángulos, ambas palmas quedaron vibrando netamente junto a ambas cejas. Estaba bien hecho, y tomó al Emperador por sorpresa, y por un vibrante momento logró apuntar ambos ojos hacia Bill, antes de que volvieran a separarse de nuevo al azar. El Emperador, todavía algo confuso por el poco usual saludo, tomó la medalla y clavó la aguja a través de la túnica de Bill, perforando netamente su estremecida carne.

Bill no sintió ningún dolor, pero el repentino pinchazo descargó la creciente emoción que había estado corriendo por él. Abandonando el saludo, cayó de rodillas en el buen viejo estilo de los siervos campesinos tal y como se veía en la televisión histórica, que de hecho era de donde su servil subconsciente había sacado la idea, y tomó la enfermiza y deformada mano del Emperador.

— ¡Padre nuestro! — exultó Bill, besando la mano.

Con ojos de odio, la guardia personal de generales saltó hacia adelante, y la muerte batió sus negras alas sobre Bill; pero el Emperador sonrió y separó gentilmente su mano, limpiando la saliva en la túnica de Bill. Un signo casual de su dedo devolvió a la guardia a su posición, y se movió hacia el artillero, le clavó la medalla que quedaba y se echó hacia atrás.

— ¡Corten! — gritó el director Ratt — Procesen esto, es un hallazgo con ese imbécil campesino lloriqueando.

Cuando Bill se puso en pie, vio que el Emperador no había regresado al trono, sino que se hallaba entre la multitud de actores. La guardia personal había desaparecido. Bill parpadeó, asombrado, cuando un hombre le arrebató la corona de la cabeza, la metió en una caja y se marchó con ella.

— Tengo el freno atascado — dijo el artillero, saludando aún con un vibrante brazo —. Bájame esta maldita cosa, por favor. Nunca funciona bien por encima del nivel del hombro.

— Pero… el Emperador… — dijo Bill, tirando del brazo atascado hasta que los frenos chirriaron y se soltaron.