— Así es como se le vería — murmuró el sargento a su oído — una vez hubiera subido por las escaleras del éxito. Seguro que le gustaría probarse un uniforme. ¡Sastre!
Cuando Bill abrió su boca para protestar, el sargento le había introducido en ella un grueso cigarro, y antes de que pudiera sacárselo el sastre robot había llegado a su lado, corrido un brazo provisto de cortina a su alrededor, y lo había desnudado.
— ¡Hey! ¡Hey… ! — dijo.
— No le hará ningún daño — dijo el sargento, introduciendo su enorme cabeza entre las cortinas y sonriendo ante la musculoso visión del cuerpo de Bill. Clavó un dedo en un pectoral (como una roca) y luego se retiró.
— ¡Huy! — dijo Bill cuando el sastre extendió un frío metro y lo palpó con él, tomando sus medidas. Algo hizo chung dentro de su torso tubular, y una brillante chaqueta roja comenzó a surgir por un orificio en el frente. En un instante se la hubo colocado a Bill, abotonándole los brillantes botones dorados. Unos lujosos pantalones de piel gris aparecieron luego, y más tarde unas lustrosas botas altas y negras. Bill se tambaleó cuando la cortina fue apartada y un alto espejo motorizado rodó frente a él.
— Oh, cómo les gustan los uniformes a las chicas — dijo el sargento —. Y uno no puede culparlas por ello.
Una memoria de la visión de las blancas lunas gemelas de Inga-María Calyphigia oscureció la vista de Bill por un momento, y cuando esta se hubo aclarado se dio cuenta de que tenía aferrada una estilográfica y estaba a punto de firmar el contrato que el sargento reclutador mantenía frente a él.
— No — dijo Bill, un poco asombrado ante su propia firmeza de mente —. En realidad no lo deseo. Como Operador Técnico en Fertilizantes…
— Y no solo recibirá este bello uniforme, una paga de alistamiento y un examen médico gratuito, sino que también se le concederán estas magníficas medallas. — El sargento tomó una caja plana que le ofrecía un robot, y la abrió para mostrar un deslumbrante conjunto de pasadores y cintas —. Esta es la Honorable Medalla del Alistamiento — entonó con voz grave, clavando una nebulosa incrustada de joyas, colgando de una ancha banda de color chartreuse en el amplio pecho de Bill —. Y el Cuerno Chapado de Congratulaciones del Emperador, la Explosión Solar de Adelante Hacia la Victoria, la Alabemos a las Madres de los Victoriosos Caídos, y la Cornucopia que Siempre Mana, que no significa nada pero que luce bonita y puede ser usada para llevar anticonceptivos. Dio un paso atrás y admiró el pecho de Bill, que ahora estaba repleto de tiras, metal brillante y deslumbrantes joyas de plástico.
— Es que no puedo — dijo Bill —. Gracias de todas formas por la oferta, pero…
El sargento sonrió, preparado hasta para esta resistencia de última hora, y apretó el botón de su cinto que ponía en funcionamiento la grabación hipnótico programada en el interior del tacón de la bota de Bill. La potente corriente neural surgió por los contactos, y la mano de Bill saltó y se agitó, y cuando la momentánea neblina se alzó de su vista vio que había firmado con su nombre.
— Pero…
— Bienvenido a las Tropas Especiales — voceó el sargento, dándole una palmada en la espalda (como una roca) y recuperando su pluma —. ¡A formar! — gritó con voz más fuerte, y los reclutas surgieron tambaleantes de la taberna.
— ¡Qué le han hecho a mi hijo! — gimió la madre de Bill, apareciendo en la plaza del mercado, apretándose el pecho con una mano y arrastrando a su hijo pequeño Charlie con la otra. Charlie comenzó a llorar y orinarse en los pantalones.
— Su hijo es ahora un soldado para la mayor gloria del Emperador — dijo el sargento, empujando a los boquiabiertos y decaídos reclutas hacia la formación.
— ¡No! ¡No puede ser…! — lloriqueó la madre de Bill, arrancándose su canoso pelo —. Soy una pobre viuda, y él es mi único apoyo… No pueden…
— Madre… — dijo Bill. Pero el sargento lo empujó de nuevo a la formación.
— Sea valiente, señora — dijo —. No puede haber mayor gloria para una madre. — Le dejó caer una gran moneda reluciente en la mano —. Aquí está la paga del alistamiento, el chelín del Emperador. Sé que él desea que lo reciba usted. ¡Atención!
Con un golpeteo de tacones, los desgarbados reclutas alzaron los hombros y las barbillas. Para sorpresa suya, también lo hizo Bill.
— ¡Derecha… ar!
En un único y grácil movimiento, giraron cuando el robot de mando emitió la orden al activador hipnótico de cada bota.
— ¡De frente… ar! — y lo hicieron en perfecto ritmo, tan bien controlados que, por mucho que lo intentó, Bill no pudo ni girar la cabeza ni lanzar un último saludo a su madre. Esta desapareció tras él, y un último chillido angustiado se perdió entre el golpear de pisadas al paso.
— Sube el ritmo a ciento treinta — ordenó el sargento, contemplando el reloj colocado bajo la uña de su dedo meñique —. Tan solo hay veinte kilómetros hasta la estación, y esta noche estaremos en el campamento, muchachos.
El robot de mando incremento un tanto su metrónomo, y las botas golpearon con mayor velocidad y los hombres empezaron a sudar. Para cuando habían llegado a la estación de helicópteros ya era casi de noche; sus uniformes de papel rojo colgaban hechos girones, la purpurina se había corrido en sus botones de lata, y la carga superficial que repelía el polvo de sus delgadas botas de plástico había desaparecido. Se veían tan deprimidos, desmoralizados, polvorientos y miserables como se sentían en realidad.
DOS
No fue la grabación de una corneta tocando diana lo que despertó a Bill, sino los supersónicos que corrieron a lo largo del armazón metálico de su litera, agitándolo en tal forma que hasta los empastes se desprendieron de sus dientes. Saltó en pie, y se quedó tembloroso en la grisácea mañana. Como era verano, el suelo estaba refrigerado: no se mimaba a los hombres del campamento León Trotsky. Las pálidas y congeladas figuras de los otros reclutas se alzaron a cada lado, y cuando las vibraciones, que agitaban el alma, murieron, sacaron de debajo de las literas sus gruesos uniformes de combate hechos con tela de saco y papel de lija, se los vistieron rápidamente, introdujeron sus pies en las grandes botas púrpura de los reclutas, y trastabillaron hacia el alba.
— Estoy aquí para romperos el alma — les dijo una voz rica en amenazas; y miraron al frente, y temblaron aún más cuando contemplaron al jefe de los demonios de aquel infierno.
El suboficial Deseomortal Drang era un especialista desde las puntas de las irritadas lanzas de su cabello hasta las rugosas suelas paseantes de sus botas que brillaban como espejos. Era de amplias espaldas y delgado talle, mientras que sus largos brazos colgaban como los de algún horrible antropoide, y los nudillos de sus inmensos puños se veían agrietados por la rotura de millares de dientes. Era imposible contemplar su detestable figura e imaginar que había surgido de la tierna matriz de alguna mujer. Era imposible que hubiera nacido; debía de haber sido fabricado a la medida para el gobierno. Lo más horrible de todo era la cabeza. ¡El rostro! El cabello llegaba hasta un dedo de distancia por encima de los negros mechones de sus cejas, que estaban colocadas como unos matorrales que crecieran al borde de los negros pozos que ocultaban sus ojos, visibles tan solo como nefastos destellos rojos en la negrura estigia. Una nariz, partida y aplastada, se agazapaba sobre la boca, que era como una herida de cuchillo en el hinchado vientre de un cadáver, mientras por entre los labios surgían las grandes extremidades de los caninos, de cinco centímetros de largo como mínimo, y que descansaban en surcos del labio inferior.