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— Un actor… ¿Qué otra cosa te imaginabas? ¿Creías que iban a hacer que el verdadero Emperador les diese medallas a los soldados? Apuesto a que solo se las da a los mariscales. Pero hacen ver como si lo fuera de verdad, y así algún estúpido, como tú, se emociona. Estuviste magnífico.

— Aquí tienen — dijo un hombre, entregándoles copias de metal estampado de las medallas que llevaban y arrebatándoles los originales.

— ¡A sus puestos! — la amplificada voz del director retumbó —. Tenemos tan solo diez minutos para ensayar lo de la Emperatriz besando a los sextillizos aldebarianos para el Programa de la Fertilidad. Traed a esos niños de plástico aquí, y echad a esos malditos espectadores.

Se empujó a los héroes al corredor, y la puerta se cerró tras ellos con un seco golpe.

DOS

— Estoy cansado — dijo el artillero y además me duele la quemadura.

Había tenido un cortocircuito durante una acción en la Vieja Taberna de los Soldados, prendiéndose fuego.

— Venga, vamos — insistió Bill —. Tenemos pases por tres días antes de que salga nuestra nave, y estamos en Helior, el Planeta Imperial. Hay maravillas que ver: los Jardines Colgantes, las Fuentes del Arco Iris, los Palacios Enjoyados. No puedes perdértelo.

— Ya verás si no. Tan pronto como haya recuperado algo del sueño que llevo atrasado, regresaré a la Vieja Taberna. Si tienes tanta necesidad de llevar a alguien de la mano mientras haces el turista, coge al sargento.

— Aún está borracho.

El sargento de infantería era un bebedor solitario que no creía en los ritos sociales. Ni tampoco se preocupaba por las disoluciones o por gastar dinero en bellos envoltorios. Había gastado todo su dinero en sobornar a un enfermero, y había obtenido dos bidones de alcohol puro de noventa y nueve grados, un barril de glucosa y una solución salina, una aguja hipodérmico y un trozo de tubo de goma. La mezcla de todo ello en los bidones había sido colocada sobre una repisa encima de su litera, con el tubo conectado a la aguja y ésta clavada en una inyección intravenosa. Ahora estaba quieto, bien alimentado y completa y absolutamente borracho todo el tiempo, y, si no le cortaban el fluido, podría permanecer borracho durante dos años y medio.

Bill dio un retoque al brillo de sus botas y cerró el cepillo en su taquilla con el resto de sus cosas. Tal vez regresase tarde: era fácil perderse aquí en Helior sin un Guía. Les había llevado casi todo un día el encontrar el camino desde el estudio hasta su alojamiento, aun cuando llevaban al sargento, un hombre experto en mapas, dirigiéndoles. Mientras permanecían cerca de su propia área, no había problema; pero Bill ya estaba harto de los placeres previstos para los guerreros. Quería ver Helior, el verdadero Helior, la primera ciudad de la galaxia. Si nadie quería ir con él, iría solo.

A pesar del Plano, era realmente difícil el decir exactamente a qué distancia estaba cualquier cosa en Helior, ya que los planos eran todos diagramáticos y no tenían escala. Pero el viaje que planeaba parecía ser largo, ya que uno de los trozos más largos en que tendría que tomar un medio de transporte: un coche magnético evacuado túnelinear, atravesaba al menos ochenta y cuatro submapas. ¡Su destino podía muy bien hallarse en el otro lado del planeta! ¡Una ciudad tan grande como un planeta! ¡El concepto era casi demasiado amplio como para poderlo abarcar! De hecho, cuando pensó en ello, el concepto le resultó demasiado amplio como para abarcarlo.

Los bocadillos que había comprado en el automático del cuartel se le acabaron antes de llegar a medio camino, y su estómago, ajustándose ansiosamente a la comida sólida de nuevo, rugió protestas hasta que abandonó el tobogán en el Area 9266-L, Nivel algo u otro, o dondequiera diablos que se hallase, y buscó una cantina. Evidentemente estaba en un Area de mecanografiado, porque las multitudes estaban compuestas casi totalmente por mujeres de hombros redondeados y largos dedos. La única cantina que pudo hallar estaba repleta de ellas, y se sentó en medio de la charloteante y chillona multitud, y se obligó a comer un menú compuesto de la única comida que se podía obtener allí: sándwich de queso pasado con pasta de anchoa en pan dulce, puré de patatas con uvas y salsa de cebolla, pasados con té de hierbas servido tibio en tazas del tamaño de un pulgar. No le habría sabido tan mal si el automático no hubiera cubierto inevitablemente todo con salsa de manteca amarga. Ninguna de las chicas pareció fijarse en él, ya que todas estaban bajo suave hipnosis durante las horas de trabajo para disminuir sus porcentajes de error. Trabajó con la comida, sintiéndose como un fantasma mientras charlaban y chillaban a su alrededor, con sus dedos, si no los empleaban en comer, golpeando compulsivamente lo que decían en los bordes de las mesas mientras hablaban. Finalmente logró escapar, pero la comida le produjo un efecto deprimente, y fue probablemente por ello por lo que cometió un error, abordando un vehículo equivocado.

Como los mismos número de Nivel y Bloque se repetían en cada Area, era posible llegar a un Area equivocada y pasar una buena cantidad de tiempo acabando de perderse antes de darse finalmente cuenta del error. Bill lo hizo, y tras el usual astronómico número de cambios y variedades de transporte, abordó un ascensor que terminaba, o así pensó, en los renombrados en toda la galaxia Jardines de Palacio. Todos los demás pasajeros salieron a niveles inferiores, y el robo-ascensor tomó velocidad mientras se abalanzaba hacia el piso superior. Bill se alzó en el aire mientras frenaba, deteniéndose, y sus oídos restallaron con el cambio de presión, y cuando las puertas se abrieron salió a un viento cargado de nieve. Boqueó incrédulo y, tras él, las puertas se cerraron y el ascensor se desvaneció.

Las puertas se habían abierto directamente a una llanura metálica que constituía el nivel más exterior de la ciudad, ahora oscurecido por los torbellinos de nieve. Bill tanteó buscando el botón para llamar de nuevo al ascensor, cuando una oleada de aire apartó la nieve y un cálido sol cayó sobre él desde un cielo sin nubes. Era imposible.

— Esto es imposible — dijo Bill, con genuina indignación.

— Nada es imposible si yo lo deseo — dijo una voz rasposa por encima del hombro de Bill —. Pues yo soy el Espíritu de la Vida.

Bill resbaló hacia un lado como un robocaballo homeostático, llevando sus ojos hasta el pequeño hombre de patillas blancas con nariz respingona y ojos enrojecidos que había aparecido silenciosamente tras él.

— Tiene una pérdida en su tanque de pensamiento — saltó Bill, irritado consigo mismo por ser tan asustadizo.

— Uno tiene que estar loco para seguir en este trabajo — sollozó el hombrecillo, y apartó un carámbano que le colgaba de la nariz —. Medio helado, medio asado, y medio borracho la mitad del tiempo. El Espíritu de la Vida — dijo con voz temblorosa —. Mío es el poder…

— Ahora que lo menciona — las palabras de Bill fueron ahogadas por un súbito torbellino de nieve —, yo también me siento algo borracho. ¡Uau…!

El viento cambió de dirección y se llevó las nubes de nieve que cubrían la vista, y Bill se asombró ante el repentinamente surgido paisaje.

Nieve y charcos de agua constelaban el suelo hasta el mismo horizonte. La capa dorada se había desgastado, y el metal era gris y carcomido bajo ella, recorrido por pequeños arroyuelos de óxido. Hileras de grandes tuberías, cada una de ellas del grosor de la altura de un hombre, se aproximaban hacia él desde más allá del horizonte, terminando en bocas similares a chimeneas. Las chimeneas estaban oscurecidas por torbellinos de vapor y nieve que saltaban por el aire en un rugido apagado, aunque una de las columnas de vapor se desplomó y la nube se dispersó mientras Bill la contemplaba.