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— ¡Terminaron con la número dieciocho! — gritó ante un micrófono el viejo, asiendo un bloc de notas y corriendo por entre la humedad hacia una herrumbrosa y descuidada acera rodante que gruñía y gemía a lo largo de las cañerías. Bill lo siguió, chillándole al hombre, que lo ignoraba completamente. Mientras la acera, traqueteando y estremeciéndose, se los llevaba, Bill comenzó a preguntarse adónde se dirigían las cañerías, y al cabo de un minuto, cuando se le aclaró lo bastante la cabeza, la curiosidad lo dominó y se tendió para ver qué eran las misteriosas protuberancias que se apreciaban a lo lejos. Lentamente, pudo observar que eran una hilera de gigantescas espacionaves, cada una de las cuales estaba conectada a una de las cañerías. Con inesperada agilidad, el viejo saltó de la acera y corrió hacia la nave situada en el punto dieciocho, en el que las diminutas figuras de los trabajadores, muy en lo alto, estaban desconectando las uniones de la cañería a la nave. El viejo copió los números de un contador colocado en la tubería mientras Bill observaba como una grúa giraba llevando el final de un grueso tubo flexible que emergía desde la porción de la superficie en donde se hallaban. Estaba unido a la válvula de la parte superior de la espacionave. Una vibración agitaba el tubo, y de alrededor de la unión con la nave emergían nubecillas de humo negro que flotaban sobre la sucia llanura metálica.

— ¿Podría decirme qué infiernos está pasando aquí? — preguntó suplicante Bill.

— ¡La vida! ¡La vida imperecedera! — graznó el viejo, surgiendo desde las profundidades de su depresión hasta llegar a las alturas de la alegría maníaca.

— ¿Podría ser algo más específico?

— Aquí tenemos un mundo forrado en metal — golpeó con su pie, y se oyó un bump apagado —. ¿Qué es lo que esto significa?

— Significa que el mundo está forrado de metal.

— Correcto. Para ser un soldado, tiene usted una inteligencia bastante notable. Así que uno toma un planeta y lo forra con metal, y consigue un planeta en el que las únicas cosas verdes que crecen son los Jardines Imperiales y un par de macetas de ventana. ¿Qué es lo que pasa entonces?

— Que se muere todo el mundo — dijo Bill, pues después de todo era un muchacho campesino, y se creía todas aquellas estupideces de la fotosíntesis y la clorofila.

— Correcto de nuevo. Usted y yo y el Emperador y un par de billones de otros imbéciles estamos ocupados en transformar todo el oxígeno en bióxido de carbono, y sin plantas que lo transformen de nuevo en oxígeno tan solo sería cuestión de tiempo el que respirásemos hasta matarnos.

— ¿Entonces esas naves traen oxígeno líquido?

El viejo afirmó con la cabeza y saltó de nuevo sobre la acera rodante. Bill lo siguió.

— Afirmativo. Lo consiguen gratis en los planetas agrícolas. Después de que lo dejan aquí, son cargadas con el carbón extraído a elevado costo del bióxido de carbono, y se remontan con él hasta los mundos industriales, en donde es usado como combustible, como fertilizante, o para sacar de él innumerables plásticos y otros productos…

Bill descendió de la acera rodante en el ascensor más cercano, mientras el viejo y su voz se desvanecían entre el vapor. Y acurrucándose, con la cabeza martilleándole por la excesiva proporción de oxígeno, comenzó a hojear furiosamente su Plano. Mientras estaba esperando el ascensor, encontró donde estaba mediante el número de código de la puerta, y comenzó a planear un nuevo camino hacia los jardines de Palacio.

Esta vez no permitió que se le distrajese. Comiendo tan solo barras de caramelo y sorbiendo bebidas carbónicas de las máquinas tragaperras que encontró en su camino, evitó los peligros y distracciones de los restaurantes; manteniéndose despierto, logró no perderse ninguna conexión. Con ojeras y los dientes podridos, se tambaleó saliendo de un pozo gravitatorio y, con el corazón palpitante, vio por fin un signo iluminado, y oloroso, en forma de colores, que decía: JARDINES COLGANTES. Había un torniquete de entrada y una taquilla.

— Uno, por favor.

— Serán diez pavos Imperiales.

— ¿No es un tanto caro? — dijo Bill en tono de reproche, sacando los billetes uno a uno de su delgado montón.

— Si es pobre, no venga a Helior.

El robot cajero tenía grabadas todo tipo de respuestas cortantes. Bill lo ignoró y se introdujo en los jardines. Eran todo lo que siempre había soñado y más. Mientras caminaba a lo largo del sendero de ceniza gris por el interior de la pared exterior, podía ver los arbustos verdes y la hierba justo al otro lado de la reja de titanio. A no más de cien metros de distancia, al otro lado de la hierba, flotaban las más exóticas plantas y flores de todos los mundos del Imperio. ¡Y allí, diminutas en la distancia, estaban las Fuentes del Arco Iris, casi invisibles al ojo desnudo! Bill introdujo una moneda en uno de los telescopios y observó cómo sus colores brillaban y desaparecían casi tan bien como si los estuviera viendo en la televisión. Siguió circulando por el interior de la pared, bañado por la luz del sol artificial situado en la parte superior del gigantesco domo.

Pero hasta los espirituales placeres de los jardines se desvanecían frente a la omnipresente fatiga que lo asía con manos de hierro. Había unos bancos de acero y se desplomó en uno para descansar un momento, y luego cerró los ojos para reposar la vista. Le cayó la cabeza hacia adelante, y antes de que se pudiera dar cuenta ya estaba totalmente dormido.

Otros visitantes pasaron a lo largo de las cenizas sin molestarle, y tampoco se enteró cuando uno de ellos se sentó en el extremo más alejado del banco.

Como Bill nunca vio al hombre, no hay necesidad de describirlo. Baste decir que tenía una tez cetrina, una nariz enrojecida y rota, ojos ferales que miraban por debajo de un siniestro entrecejo, caderas amplias y hombros estrechos, pies desiguales, delgado, huesudo, los dedos sucios, y con un tic.

Largos segundos de eternidad tictaquearon mientras el hombre permaneció allí sentado. Luego, durante unos momentos, no se vio a ningún otro visitante. Con un rápido movimiento serpentina, el recién llegado sacó un soplete atómico de bolsillo. La diminuta pero increíblemente caliente llama suspiró con brevedad, mientras lo apretaba contra la cadena que aseguraba el plano de Bill a su cinturón, justamente en el punto en que esta descansaba sobre el banco de metal. En un instante, el metal de la cadena estaba soldado al del banco. Bill seguía durmiendo.

Una sonrisa de lobo parpadeó en el rostro del hombre como los repugnantes anillos formados en el agua de una cloaca por una rata zambulléndose. Entonces, con un único y rápido movimiento, la llama atómica cortó la cadena cerca del volumen. Volviéndose a guardar el soplete de bolsillo, el ladrón se alzó, tomó el plano de Bill de su regazo, y desapareció rápidamente.

TRES

Al principio, Bill no se dio cuenta de la magnitud de su pérdida. Emergió lentamente de su sueño, con la cabeza espesa y la sensación de que algo iba mal. Tan solo después de repetidos tirones se dio cuenta de que la cadena estaba soldada al asiento y de que el libro había desaparecido. La cadena no podía ser arrancada, y al final tuvo que soltársela del cinturón y dejarla colgando. Regresando hasta la entrada, llamó en la ventanilla de la taquilla.

— No se devuelve el dinero — dijo el robot.

— Deseo denunciar un crimen.

— La policía se encarga de los crímenes. Usted quiere hablar con la policía por teléfono. Aquí hay un teléfono. El número es 111-11-111. — Se abrió una portezuela y salió despedido un teléfono que le dio a Bill en el pecho, echándolo hacia atrás. Marcó el número.

— Policía — dijo una voz, y un sargento con cara de bulldog, vistiendo un uniforme azul prusia y un rictus, apareció en la pantalla.