Выбрать главу

— Deseo denunciar un robo.

— ¿Grave o leve?

— No lo sé. Me han robado mi Plano.

— Leve. Vaya a la estación de policía más cercana. Este es el circuito de emergencia y lo está ocupando ilegalmente. La pena por ocupar ilegalmente un circuito de emergencia es… — Bill apretó con fuerza el botón y la pantalla se oscureció. Se volvió al cajero robot.

— No se devuelve el dinero — dijo este. Bill dio un bufido de impaciencia.

— Cállate. Todo lo que quiero saber es dónde está la estación de policía más cercana.

— Soy un robot cajero y no de información. No tengo ese dato en mi memoria. Le sugiero que consulte su plano.

— ¡Pero si me han robado mi plano!

— Le sugiero que hable con la policía.

— Pero… — Bill se puso rojo y pateó irritado la taquilla.

— No se devuelve el dinero — dijo una voz desde su interior, mientras se alejaba.

— Traguitos, traguitos para que se ponga mona — dijo un robot-bar, acercándose y susurrándole al oído. Luego emitió el sonido de cubos de hielo sonando en un vaso helado.

— Es una estupenda idea. Una cerveza. Grande. — Metió unas monedas en la ranura, y agarró la jarra que cayó por el dispensador, evitando apenas que cayese al suelo. Lo refrescó y lo restauró, y le calmó la irritación. Contempló el letrero que decía: «AL PALACIO ENJOYADO» —. Iré al Palacio. Le daré una mirada, y buscaré a alguien allí que pueda guiarme hasta una estación de policía. ¡Ay!

El robot-bar le había arrancado la jarra de la mano, casi llevándosela el dedo índice en el proceso, y con una impecable precisión robótica la había arrojado a la abierta boca de una rampa de desperdicios, situada a diez metros de distancia, que salía de una pared.

El Palacio Enjoyado parecía ser casi tan accesible como los Jardines Colgantes, y decidió dar cuenta del robo antes de pagar la entrada al recinto verjado que circundaba a una respetable distancia el palacio. Cerca de la entrada había un policía, sacando tripa y haciendo girar su porra, que debía saber dónde se hallaba la estación de policía.

— ¿Dónde está la estación de policía? — preguntó Bill.

— No soy ninguna central de información… Use su Plano.

— Pero — dijo a través de apretados dientes —, no puedo. Me han robado el plano, y es por eso por lo que deseo… ¡Auggh!

Bill había dicho ¡auggh! porque el policía, con un movimiento bien aprendido, le había clavado la porra en el sobaco y acorralado con ella contra un rincón.

— Yo fui soldado antes de lograr pagar mi licencia — dijo el policía.

— Apreciaría mejor sus reminiscencias si me sacara la porra del sobaco — gimió Bill, y luego suspiró agradecido cuando esta desapareció.

— Como fui soldado, no me gustaría ver a un compañero poseedor del Dardo Púrpura con la Nebulosa del Saco de Carbón meterse en líos. Por otra parte, soy un policía honesto y no acepto sobornos, pero si un compañero me prestase veinticinco pavos hasta el día de cobro, le estaría muy agradecido.

Bill había nacido estúpido, pero estaba aprendiendo. El dinero apareció y se desvaneció rápidamente, y el policía se relajó, golpeando con la punta de su porra sus amarillentos dientes.

— Muchacho, déjame que te diga algo antes de hablarte oficialmente en virtud de mi cargo, ya que ahora hemos estado hablando de compañero a compañero. Hay un montón de formas en que meterse en líos aquí en Helior, pero la más fácil es perder el Plano. En Helior eso se paga con la horca. Sé de un chico que fue a la estación para informar que alguien le robó el Plano y lo espesaron antes de que hubieran transcurrido diez segundos, tal vez cinco. Y ahora, ¿qué es lo que querías decirme?

— ¿Tiene lumbre?

— No fumo.

— Entonces, adiós.

— Tómatelo con calma, muchacho.

Bill dobló una esquina y se aplastó contra la pared, respirando profundamente. ¿Y ahora qué? Apenas si podía hallar su camino por aquellos lugares con el plano… ¿cómo iba a hacerlo sin él? Tenía un peso en su interior que trataba de ignorar. Apartó su sensación de terror y trató de pensar, pero pensar la causaba dolor de cabeza. Parecía que hacía años desde su última buena comida, y al pensar en la comida comenzó a segregar saliva a tal velocidad que casi se ahogó. Comida, eso era lo que necesitaba, comida para poder pensar, tenía que relajarse sobre un jugoso filete, y cuando el hombrecillo interior estuviera satisfecho podría pensar claramente y hallar una forma en que salir de este lío. Tenía que haber una forma de hacerlo. Le quedaba casi un día completo antes de tener que regresar al cuartel, y eso era bastante. Dando la vuelta a una esquina, penetró en un alto túnel deslumbrante de luz, y la más brillante de las luces era un signo que decía: «EL TRAJE ESPACIAL DORADO».

— El Traje Espacial Dorado — dijo Bill —. Eso es lo que necesito. Menudo restaurante, famoso en toda la galaxia por los incontables programas de televisión en los que ha aparecido. He ahí la forma en que volver a recuperar mi antigua moral. Será caro, pero qué infiernos…

Apretándose el cinturón y arreglándose el cuello, subió por las amplias escalinatas doradas y atravesó la imitación de compuerta espacial. El maitre le hizo una seña y le sonrió, la suave música le acarició en el camino, y el suelo se abrió bajo sus pies. Arañando inerme las lisas paredes, cayó por un dorado tubo que se inclinaba gradualmente, hasta que, cuando emergió de él, cruzó el aire y cayó, de bruces, en un polvoriento callejón metálico. Frente a él, pintado en la pared con letras de medio metro de alto, se leía el imperativo mensaje: «LÁRGATE, DESGRACIADO». Se alzó y se quitó el polvo, y un robot se le aproximó y le murmuró al oído con la voz de una joven y bella muchacha:

— Apuesto a que estás hambriento, cariño. ¿Por qué no pruebas la pizza con curry al estilo neoindio de Giuseppe Sing? Estás tan solo a unos pasos de su establecimiento, tienes la dirección en la parte de atrás de la tarjeta.

El robot sacó una tarjeta de una ranura en su pecho y la colocó cuidadosamente en la boca de Bill. Era un robot barato y mal ajustado.

Bill escupió la pastosa tarjeta y la limpió en su pañuelo.

— ¿Qué pasó? — preguntó.

— Apuesto a que estás hambriento, cariño… grrr-ark — el robot cambió de grabación al oír las palabras de Bill —. Has sido expulsado de El Traje Espacial Dorado, famoso en toda la galaxia por los incontables programas de televisión en los que ha aparecido, porque eres un desgraciado sin dinero. Cuando entraste en el establecimiento te miraron con rayos X y computaron automáticamente el contenido de tus bolsillos. Como este contenido era obviamente inferior a la consumición mínima de entrada, una bebida e impuestos, te expulsaron. Pero aún estás hambriento, ¿no, cariño? — el robot lo miró de reojo y su almibarada y sexy voz surgió por entre las rendijas de su altavoz bucal —. Ven a Sing, en donde la comida es buena y barata. Prueba la fabulosa lasaña de Sing con dahl y salsa de lima.

Bill fue allí, no porque desease nada de esa repugnante concocción italobombayesa, sino porque en la parte trasera de la tarjeta había un mapa de instrucciones. Notaba una sensación de seguridad al saber de nuevo cómo ir de algún punto a otro, siguiendo las direcciones, bajando por aquella escalera, cayendo por aquel tubo gravitatorio, agarrándose como podía a las anillas deslizantes. Tras un último giro, su nariz fue tomada al asalto por una oleada de aroma de grasa rancia, ajo pasado y carne chamuscada, y supo que ya había llegado.

La comida era increíblemente cara, y mucho peor de lo que jamás podría haber imaginado que fuera, pero calmó el doloroso rugir de su estómago, por atontamiento ya que no por placentera saciación. Con una uña trató de desprender horribles trozos de ternilla de entre sus dientes, mientras miraba al hombre sentado frente a él en la mesa, que estaba quejándose en voz baja mientras se obligaba a tragar cucharadas de algo inmencionable. Su compañero de mesa estaba vestido con brillantes ropas festivas, y parecía ser un tipo gordo, amable y amistoso.