Uno de los dos hombres era el usual bruto de casco rojo, porra y pistola, con forma humana. Pero el otro tan solo podía ser Deseomortal.
— ¿Conoce al prisionero? — preguntó el sargento primero.
Deseomortal bizqueó, recorriendo con sus ojos todo el cuerpo de Bill.
— Conocí a un trasteafusibles de sexta clase llamado Bill, pero tenía dos manos que se complementaban. Hay algo bastante extraño aquí. Le atizaremos un poco en el cuerpo de guardia y ya le haremos saber lo que confiese.
— Afirmativo. Pero cuidado con el brazo izquierdo. Es de un amigo mío.
— No lo tocaremos.
— ¡Pero yo soy Bill! — gritó Bill —. Ese soy yo, el que está en mi tarjeta. Puedo probarlo.
— Es un impostor — dijo el sargento, y señaló a los controles de su escritorio —. Los archivos dicen que el técnico en fusibles de primera clase Bill partió de aquí hace ocho días, y los archivos no mienten.
— Los archivos no pueden mentir, o no existiría el orden en el universo — dijo Deseomortal, atornillando profundamente su porra en las tripas de Bill y empujándolo hacia la puerta —. ¿Aún no han llegado esos aprietapulgares que reclamamos? — le preguntó al otro PM.
Tan solo pudo ser la fatiga lo que llevó a Bill a hacer lo que hizo. La fatiga, la desesperación, y el miedo combinados que le dominaron, pues en lo más profundo de su corazón era un buen soldado, y había aprendido a ser Bravo, y Limpio, y Reverente, y Heterosexual, y todo lo demás. Pero cada hombre tiene su punto de rotura, y Bill había llegado al suyo. Tenía fe en la imparcialidad de la justicia, pues no le habían enseñado la verdad, pero en realidad era el pensamiento de la tortura lo que le molestaba. Cuando sus ojos, enloquecidos por el miedo, vieron el cartel que decía LAVANDERIA, una sinapsis se cerró, sin volición consciente por su parte, y saltó hacia adelante, arrancándose con su repentina y desesperada acción de la mano que lo aferraba por el brazo. ¡Huida! Tras la portezuela basculante en la pared, debía de haber una caída hasta la lavandería con un hermoso montón de suaves sábanas y toallas al fondo que amortiguarían su caída. ¡Podría escapar! Ignorando los terribles y bestiales gritos de los PM, se zambulló de cabeza por la abertura.
Cayó un metro y medio, dio de cabeza, y casi se la abrió. No era una caída, sino una profunda caja metálica de recogida.
Tras él, los PM golpeaban la portezuela basculante, pero no podían moverla ya que las piernas de Bill la habían bloqueado e impedían que se abriese.
— ¡Está cerrada! — gritó Deseomortal —. ¡Nos la ha jugado! ¿Adónde va a parar esa caída de lavandería? — cometiendo la misma equivocación de Bill.
— No lo sé, yo también soy nuevo aquí — jadeó el otro hombre.
— ¡Serás nuevo en la silla eléctrica si no encontramos a ese cerdo!
Las voces disminuyeron mientras las pesadas botas corrían alejándose, y Bill se estremeció. Su cuello estaba doblado en un ángulo raro y le dolía, sus rodillas le apretaban el pecho, y estaba medio sofocado por la ropa contra la que se aplastaba su rostro. Trató de extender las piernas y empujar la tapa de metal, pero se oyó un click cuando algo se abrió y cayó hacia adelante, al abrirse la caja de recogida al corredor de servicio al otro lado de la pared.
— ¡Ahí está! — dijo una odiada voz familiar, y Bill se tambaleó alejándose. Las botas que corrían estaban pisándole los talones cuando llegó a un tubo gravitatorio y de nuevo se zambulló de cabeza, con bastante más éxito esta vez. Cuando los apoplécticos PM saltaron tras él, el mecanismo automático los separó unos buenos cinco metros unos de otros. Era una caída lenta y suave, y la visión de Bill se aclaró finalmente. Miró hacia arriba, y se estremeció a la vista de la fisonomía repleta de colmillos de Deseomortal flotando tras él.
— Viejo amigo — sollozó Bill, juntando sus manos en una actitud de ruego —. ¿Por qué me persigue?
— No me llames amigo, espía chinger. Ni siquiera eres un buen espía: tus brazos no concuerdan — mientras caía, Deseomortal sacó la pistola de la funda y la apuntó directamente entre los ojos de Bill —. Muerto mientras tratabas de escapar.
— Tenga piedad — rogó Bill.
— Muerte a los chingers — apretó el gatillo.
CUATRO
La bala surgió lentamente de entre la nube de gases en expansión, y planeó medio metro hacia Bill antes de que el zumbante campo gravitatorio la detuviese. La simple mente del mecanismo automático tradujo la velocidad de la bala como masa y asumió que otro cuerpo había entrado en el tubo gravitatorio, y le dio una posición. La caída de Deseomortal se detuvo hasta que se halló a cinco metros por detrás de la bala, mientras que el otro PM también asumía la misma posición relativa tras él. El vacío entre Bill y sus perseguidores era ahora el doble, y aprovechó esto, saliendo por la abertura del siguiente nivel. Un elevador abierto lo atrajo hacia sí, y se metió en su interior y cerró la puerta antes de que el blasfemante Deseomortal pudiera surgir del tubo.
Tras esto, la escapatoria fue simplemente cuestión de enmarañar su rastro. Utilizó diferentes métodos de transporte, al azar, y durante todo el tiempo estuvo huyendo hacia niveles inferiores como si buscase, cual un topo, escapar horadando un hueco. Lo que finalmente lo detuvo fue el agotamiento, haciéndole caer al suelo, apoyado contra una pared y jadeando como un triceratops en celo. Gradualmente, tuvo conciencia de sus alrededores, dándose cuenta de que estaba a profundidades mayores de las que jamás había alcanzado. Los corredores eran tétricos y antiguos, manufacturados con planchas metálicas ribeteadas. Pilares masivos, algunos de ellos de más de una treintena de metros de diámetro, rompían la aridez de las paredes, grandes estructuras que soportaban la masa del mundo-ciudad de encima. La mayor parte de las puertas que veía estaban cerradas y atrancadas, con complejos candados colgando de ellas. También se dio cuenta de que había menos luz, mientras arrastraba cansadamente sus pies buscando algo que beber: su garganta ardía como fuego. Delante de él, en la pared, se hallaba un dispensador de bebidas, diferenciándose de la mayor parte de los que había visto porque el frontis del mecanismo estaba reforzado con gruesas barras de acero, y adornado con un gran cartel que decía: Esta máquina está protegida por alarmas tipo los-cuece-vivos. cualquier intento de abrir el mecanismo hará pasar cien mil voltios por el culpable. halló las monedas suficientes en su bolsillo para pagar una heroína-cola doble, y se echó cuidadosamente hacia atrás, fuera del radio de acción de cualquier chispa, mientras se llenaba el vaso.
Se sentía mucho mejor tras bebérsela, hasta que miró su billetero y entonces se sintió mucho peor. Tenía ocho pavos imperiales, y cuando se le acabasen: ¿entonces qué? La piedad por sí mismo logró atravesar el bloque que el cansancio y las drogas establecían sobre sus sentidos, y lloró. Se daba cuenta, en forma vaga, de que ocasionalmente pasaba alguien, pero no prestaba atención. No, hasta que tres hombres se detuvieron frente a él y dejaron que un cuarto cayera al suelo. Bill los contempló, y luego apartó la mirada, mientras sus palabras llegaban vagamente a sus oídos, sin que esto registrase significado, pues se lo estaba pasando mucho mejor hundiéndose en su lacrimosa desesperación.
— Pobre viejo Golph. Parece que está acabado.
— Seguro. Está teniendo la agonía más bonita que jamás he oído. Dejadlo aquí para que lo recojan los robots de limpieza.
— ¿Pero qué hay del trabajo? Tenemos que ser cukoo para que salga bien.
— Demos una mirada a este desplanado.
Una pesada bota golpeando al costado de Bill lo hizo rodar y llamó su atención. Parpadeó, contemplando el círculo de hombres, todos ellos similares en sus andrajosas ropas, sucias pieles y barbudos rostros. Todos eran diferentes en su tamaño y forma, aunque todo tenían algo en común: ninguno de ellos llevaba un Plano, y todos ellos parecían extrañamente desnudos sin los pesados volúmenes colgantes.