El delicioso olor de la clorofila asada animó a Bill, que miró a su alrededor con interés. A la parpadeante luz de las llamas vio que se encontraba en una inmensa cámara que se desvanecía por todos los lados en la oscuridad. Unos gruesos pilares soportaban el techo y la ciudad de encima, y entre ellos se alzaban inmensas pilas y montones de todos los tamaños. El viejo, Sporco, caminó hasta el montón más cercano y arrancó algo. Cuando regresó, Bill pudo ver que llevaba hojas de papel, que comenzó a echar una a una al fuego. Una de las hojas cayó cerca de Bill, y este vio, antes de echarla a las llamas, que se trataba de un impreso gubernamental de algún tipo, amarillento por la edad.
Aunque a Bill nunca le habían gustado las supercloras, le encantaron ahora. El apetito servía de salsa, y el papel ardiendo les daba un nuevo sabor. Ayudaron a pasar las salchichas con herrumbrosa agua de un cubo colocado bajo una gotera de una tubería, con lo que tuvieron un festín de reyes. Esta es la buena vida, pensó Bill, sacando otra super del fuego y sorbiendo: buena comida, buena bebida, buenos amigos. Un hombre libre.
Litvok y el viejo ya estaban durmiendo sobre camas hechas con papel arrugado, cuando el otro, Schmutzig, se acercó a Bill.
— ¿Has encontrado mi tarjeta de identidad? — preguntó con un hueco suspiro, y Bill se dio cuenta de que el hombre estaba loco. Las llamas se reflejaban en forma extraña en los astillados cristales de sus gafas, y Bill pudo ver que tenían montura de plata, y que en otro tiempo debieron de ser muy caras. Alrededor del cuello de Schmutzig, medio ocultos por su descuidada barba, se encontraban los restos de un cuello de camisa, y jirones de lo que en otro tiempo fue una elegante corbata.
— No, no he visto tu tarjeta de identidad — dijo Bill En realidad, no he visto la mía desde que el sargento primero se la llevó y se olvidó de devolvérmela. — Bill comenzó a sentirse compasivo hacia sí mismo de nuevo, y las asquerosas salchichas estaban pesando como plomo en su estómago. Schmutzig ignoró su respuesta, inmerso como estaba en su mucho más interesante monomanía.
— Soy un hombre importante, ¿sabes?: Schmutzig von Drek es un nombre que cuenta, ya se enterarán. Creen que pueden salirse con la suya, pero no podrán. Dijeron que era un error, un simple error, que la grabación en los archivos se rompió, y cuando la repararon tuvieron que cortar un trocito chiquito, y que allí era donde estaba la información acerca de mí. La primera noticia que tuve de ello fue cuando a final de mes no llegó mi paga, y fui a verlos y pareció que nunca habían oído hablar de mí. Pero todo el mundo ha oído hablar de mí, von Drek es un apellido muy antiguo. Ya era jefe intermedio antes de cumplir los veintidós, y tenía trescientos cincuenta y seis operarios bajo mis órdenes en la División de Grapas y Clips para Papel de la 89.11 Ala de Abastecimiento para Oficinas. Así que no podían hacerme creer que jamás habían oído hablar de mí, aunque hubiera olvidado mi tarjeta de identificación en casa, en otro traje. Ni tenían razón para llevarse todo lo que había en mi departamento mientras yo estaba fuera de él tan solo porque estaba arrendado a lo que ellos llamaban una persona imaginaria. Podría haber probado que era quien decía si hubiera tenido mi tarjeta de identidad… ¿Has visto mi tarjeta de identidad?
Ahora me toca a mí, pensó Bill. Y dijo en voz alta:
— Eso suena a mala pasada. Te diré lo que haré: te ayudaré a buscarla. Me iré por ahí a ver si la encuentro.
Antes de que la confusa cabeza de Schmutzig pudiera pensar una respuesta, Bill ya se había escabullido por entre los montañosos montones de viejos archivos, muy contento consigo mismo por haber logrado ser más listo que un loco de mediana edad. Se sentía placenteramente repleto, y cansado, y no quería ser molestado de nuevo. Lo que necesitaba ahora era una buena noche de descanso, y luego, por la mañana, ya pensaría en todo este lío, y hasta quizá encontrase cómo salir de él. Tanteando su camino por entre los atiborrados pasadizos, recorrió una larga distancia, separándose de los otros desplanados, antes de subir a un tambaleante montón de papel y, de ahí, subir a otro aún más alto. Suspiró aliviado y arregló un mantoncito de papel para que le sirviera de almohada, y cerró después los ojos.
Entonces las luces se encendieron en hileras en el techo del almacén, y agudos silbatos de la policía sonaron por todas partes, así como gritos guturales que lo llenaron de terror.
— ¡Agarra a ese! ¡No lo dejes escapar!
— ¡Ya tengo a este ladrón!
— Vosotros, malditos desplanados, habéis robado vuestra última superclora. Os mandarán a las minas de sales de uranio de Zana-21
Y luego:
— ¿Los tenemos a todos…? — y mientras Bill seguía recostado, agarrándose desesperadamente a los impresos, y con el corazón palpitando aterrorizado, llegó por fin la respuesta:
— Sí, cuatro. Los hemos estado vigilando durante mucho tiempo, esperando agarrarlos si intentaban algo como esto.
— Pero aquí solo hay tres.
— Vi al cuarto antes: se lo llevaba un robot de limpieza, y estaba tan tieso como un palo.
— Afirmativo. Entonces vámonos.
El miedo corrió de nuevo a través de Bill. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que alguno del grupo hablase y lo delatase para mejorar su situación, diciéndole a los polis que acababan de conseguir un nuevo recluta? Tenía que irse de allí. Toda la policía parecía estar ahora reunida alrededor de donde habían asado las salchichas, y tenía que correr el riesgo. Deslizándose de la pila tan silenciosamente como pudo, comenzó a reptar en dirección opuesta. Si no había salida en aquella dirección, estaba atrapado… ¡No tenía que pensar así! Tras él sonaron silbatos, y supo que ya habían comenzado a perseguirlo. La adrenalina fluyó a raudales en su riego sanguíneo, y salió corriendo hacia adelante, mientras las ricas proteínas equinas de las salchichas añadían fuerza a sus piernas y le imprimían una carrera que era un verdadero trote. Delante de él vio una puerta, y se echó con todo su peso contra ella. Por un instante permaneció inmóvil, y luego se abrió rechinando sobre sus oxidadas bisagras. Sin reparar en el peligro, se abalanzó por una escalera en espiral, bajando y bajando, hasta llegar a otra puerta, huyendo locamente, pensando únicamente en el escape.
De nuevo, con el instinto de un animal perseguido, huyó hacia abajo. No se fijó en que las paredes estaban ahora remachadas y en algunos sitios recubiertas de óxido, ni pensó que era poco usual el que tuviera que abrir una atrancada puerta de madera: ¡madera en un planeta que no había visto un árbol en un centenar de milenios! El aire era más húmedo y a veces maloliente, y su empavorecida carrera lo llevó a través de un túnel de piedra en el que bestias innominadas huyeron frente a él con el tamborileo de malignas garras. Había largos espacios condenados a la oscuridad eterna, en donde tenía que hallar su camino a tientas, corriendo sus dedos a lo largo del repugnante y viscoso moho que cubría las paredes. Donde había luces, brillaban débilmente tras sus cargas de telarañas y cadáveres de insectos. Chapoteó a través de charcos de agua estancada, hasta que, lentamente, la extrañeza de lo que lo rodeaba le penetró y le hizo mirar a su alrededor. En el suelo, bajo sus pies, había otra puerta, y aún impelido por el reflejo de la huida la abrió, pero no llevaba a ninguna parte. En lugar de esto daba acceso a un depósito de alguna clase de metal granuloso, no muy diferente al azúcar en bruto. Aunque quizá fuese un aislamiento. Tal vez fuera comestible. Se inclinó y cogió un poco entre sus dedos, y lo aplastó con los dientes. No, no era comestible. Lo escupió, aunque había algo realmente familiar en él. Entonces recordó.
Era polvo. Tierra. Suelo. Arena. La cosa esa de que están hechos los planetas, de que este planeta estaba hecho. ¡Era la superficie de Helior, sobre la que descansaba el increíble peso de aquella ciudad que circundaba el mundo! Miró hacia arriba, y por un inenarrable momento se dio cuenta repentinamente de aquel peso, de todo aquel peso, sobre su cabeza, apretando y tratando de aplastarlo. Ahora estaba en el fondo, en el verdadero fondo, y obsesionado por una claustrofobia galopante. Dando un débil gemido, corrió por el pasillo hasta que llegó a una inmensa puerta sellada y atrancada. No había salida por allí. Y cuando miró al oscuro grosor de la puerta, decidió que realmente no deseaba continuar por aquel camino. ¿Qué innombrables horrores podían acechar tras una puerta como aquella, situada en el fondo del mundo?