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— ¿Y no protestarán?

— Naturalmente que protestarán, pero ¿de qué les va a servir? Le echaremos las culpas a un error departamental, y les diremos que envíen la protesta a través de los canales habituales; y, en este planeta, los canales habituales son realmente complicados. Uno tiene que acostumbrarse a un retraso de diez a veinte años en la mayor parte de los trámites. Aquí está tu oficina — señaló a una puerta abierta —. Ponte cómodo y estudia los archivos, y mira a ver si se te ocurre alguna idea para el turno siguiente.

Se alejó a toda prisa.

Era una oficina pequeña, pero Bill se sintió orgulloso de ella. Cerró la puerta y admiró los archivadores, el escritorio, la silla giratoria, la lámpara, todo ello construido con una gran diversidad de botellas viejas, potes, cajas, bandejas y desperdicios. Pero ya habría mucho tiempo para disfrutar de ello. Ahora tenía que ponerse a trabajar. Abrió el cajón superior de un archivador y se quedó mirando al cadáver de ropa negra, barba espesa y rostro blanco que estaba allí metido. Lo cerró de un golpe y se retiró rápidamente.

— Venga, venga — se dijo a sí mismo con firmeza —. Soldado, ya has visto los suficientes cadáveres antes como para que te pongas nervioso al ver a este.

Regresó, tiró de nuevo del cajón, y el cadáver abrió unos ojos perlinos y gomosos y lo contempló fijamente.

SEIS

— ¿Qué es lo que está haciendo usted en mi archivador? — le preguntó Bill al hombre cuando este salió del interior, estirando sus agarrotados músculos. Era bajito, y su traje mugriento y pasado de moda estaba muy arrugado.

— Tenía que verle… en privado. Esta es la mejor forma, lo sé por experiencia. ¿Está usted descontento?

— ¿Quién es usted?

— La gente me llama Equis.

— ¿X?

— Lo ha cogido en seguida, es usted inteligente — una sonrisa pasó por su rostro, dejándole contemplar por un instante los restos ennegrecidos de sus dientes, desvaneciéndose luego tan rápidamente como había llegado —. Es usted el tipo de hombre que necesitamos en el Partido, un hombre que promete.

— ¿Qué partido?

— No pregunte mucho o se meterá en líos. La disciplina es estricta. Pínchese en la muñeca para poder hacer el Juramento de Sangre.

— ¿Para qué? — Bill lo contempló muy fijamente, al tanto de cualquier movimiento sospechoso.

— Usted odia al Emperador que lo esclavizó en su ejército fascista; usted es un hombre libre, amante de la libertad y temeroso de Dios, dispuesto a perder su vida para salvar a sus seres queridos; usted está dispuesto a unirse a la lucha, a la gloriosa revolución que liberará…

— ¡Fuera! — aulló Bill, cogiéndolo por las ropas y empujándolo hacia la puerta. X se escapó de su apretón y corrió tras el escritorio.

— Ahora es tan solo un lacayo de los criminales, pero libere su mente de las cadenas, lea este libro — algo revoloteó hasta el suelo —, y piense. Volveré.

Cuando Bill saltó sobre él, X hizo algo a la pared y se abrió un panel, tras el que se desvaneció. Se cerró con un click, y cuando Bill lo miró de cerca no pudo hallar ni marca ni señal en la superficie, aparentemente sólida. Con dedos temblorosos recogió el libro y leyó el título: SANGRE, UNA GUIA PARA EL AFICIONADO A LA INSURRECCION ARMADA; luego, con rostro pálido, lo echó a un lado. Trató más tarde de quemarlo, pero las páginas eran ininflamables. Tampoco pudo romperlas, las tijeras se embotaron sin poder cortar una sola hoja. Desesperadamente, acabó por tirarlo detrás del archivador y tratar de olvidar que estaba allí.

Tras la calculada y sádica esclavitud del servicio, el trabajar honestamente por sus basuras le representó un gran placer para Bill. Se zambulló en sus tareas, y estaba tan concentrado que ni notó que se abría la puerta, por lo que se asustó cuando el hombre habló:

— ¿Es este el Departamento de Limpieza? — Bill alzó la mirada para ver a la rubicunda faz del recién llegado contemplándole por encima de la inmensa pila de bandejas de plástico que agarraba entre sus extendidos brazos. Sin mirar atrás, el hombre cerró la puerta de una patada y, bajo la pila de bandejas, apareció otra mano con una pistola —. Un movimiento y lo mato — amenazó.

Bill podía contar tan bien como el que más, y dos manos más una hacen tres, así que decidió efectuar un movimiento que valiese la pena, o sea que largó una patada al montón de bandejas para que le pegaran al pistolero en la barbilla y lo echaran hacia atrás. Cayeron las bandejas, y antes de que la última hubiera llegado al suelo, Bill ya estaba sentado sobre la espalda del hombre, doblando su cabeza en el mortífero casi dislocamiento venusiano que podía partir una espina dorsal como si se tratase de un débil bastoncillo.

— Me rindo — gimió el hombre —. I surrender, tu m'as eu, já está bé, ti prego camerata…

— Supongo que todos vosotros, los espías chinger, habláis un montón de idiomas — replicó Bill, aumentando la presión.

— Mi ser… amigo — gorgoteó el hombre.

— Tú ser chinger, tener tres brazos.

El hombre Se estremeció un poco más y se le saltó uno de los brazos. Bill lo recogió para mirarlo mejor, dándole primero una patada a la pistola y mandándola a un apartado rincón.

— Es un brazo falso — dijo Bill.

— ¿Qué otra cosa podía…? — dijo roncamente el hombre, dándose masajes en el cuello con las dos manos auténticas — Es parte del disfraz. Muy efectivo. Puedo llevar algo y seguir teniendo aún una mano libre. ¿Cómo es que no se unió a la revolución?

Bill comenzó a sudar y a mirar subrepticiamente al archivador que ocultaba el libro peligroso.

— ¿De qué habla? Soy un leal amante del Emperador…

— Ya. Entonces, ¿cómo es que no ha informado a la C.I.A. que un hombre llamado X vino a ganarlo para su causa?

— ¿Cómo sabe eso?

— Nuestra tarea es saberlo todo. Aquí está mi identificación: agente Pinkerton, de la Comisión Intergaláctica de Averiguaciones — le pasó una tarjeta de identidad incrustada de joyas, con foto en colores y todo eso.

— Simplemente no quería líos — gimió Bill —. Eso es todo. No molesto a nadie, y no quiero que nadie me moleste.

— Un noble sentimiento… ¡para un anarquista! Muchacho, ¿es usted un anarquista? — sus aguzados ojos atravesaron una y otra vez a Bill.

— ¡No! ¡Eso no! ¡No sé ni como se escribe eso!

— De verdad que espero que sea así. Es usted un buen chico, y me gustaría que siguiese así. Le voy a dar una segunda oportunidad. Cuando vea de nuevo a X dígale que ha cambiado de idea y que quiere unirse al Partido. Lo hará y trabajará para nosotros. Cada vez que haya una reunión, me telefoneará al regresar, mi número está escrito en esta barra de caramelo — lanzó un envoltorio sobre la mesa —: Memorícelo, y después se la come. ¿Queda todo claro?

— No. No quiero hacerlo.

— Lo hará, o mandaré que lo fusilen por ayudar al enemigo antes de que pase una hora. Durante el tiempo que nos informe, le pagaremos cien pavos al mes.

— ¿Por adelantado?

— Por adelantado — el montón de billetes aterrizó en el escritorio —. Eso es por este mes. Vea de ganárselo —. Se metió el brazo extra bajo otro real, recogió las bandejas y se fue.

A medida que Bill pensaba en ello, más nervioso estaba al ver el lío en que lo habían metido. Lo último que deseaba era ser mezclado en una revolución ahora que había logrado paz, seguridad, y una cantidad ilimitada de desperdicios; pero no, no lo dejaban en paz. Si no se unía al Partido, la C.I.A. no lo dejaría en paz, y una vez descubriesen su verdadera identidad ya podía considerarse muerto. Pero aún había la posibilidad de que X se olvidase de él y no regresase, y, si no se lo pedían, ¿cómo iba a afiliarse? Se agarró a este clavo ardiendo y se sumergió en su trabajo para olvidarse de los problemas.