— Los días impares es Sangre, los pares Delenda est Cartago y los domingos Necrofilia.
— No les ponen las cosas fáciles a los miembros.
— El antropófago tiene hambre, y tenemos que mantenerlo contento. Ahora… silencio absoluto. Apagaré la luz, y lo llevaré por el brazo. — Se apagó la luz, y unos dedos se clavaron profundamente en el bíceps de Bill. Caminaron a tientas durante un tiempo que pareció interminable, hasta que se vio una débil luz muy por delante. El suelo del túnel se hizo llano, y vio una puerta abierta iluminada por una luz parpadeante. Se giró hacia su acompañante y gritó:
— ¿Qué es usted?
La pálida, blanca y renqueante criatura que lo aferraba por el brazo se giró lentamente para contemplarlo a través de ojos parecidos a huevos escalfados. Su tez era totalmente blanca, su cabeza estaba desprovista de cabello y por toda vestimenta llevaba tan solo un trozo de ropa arrollado a su cintura, mientras que en su frente llevaba marcada al fuego la letra escarlata A.
— Soy un androide — dijo con voz átona —, como cualquier estúpido podría saber al ver la letra A en mi frente. Los hombres me llaman Golem.
— ¿Y qué es lo que le llaman las mujeres?
El androide no contestó a esta ridícula broma, empujando a Bill a través de la puerta hasta una amplia sala iluminada con antorchas. Bill dio una mirada, con los ojos desorbitados, a su alrededor, y trató de escapar, pero el androide estaba bloqueando la puerta.
— Siéntese — le dijo a Bill, y este se sentó.
Se sentó entre la más asombrosa colección de tipos raros, extraños y estrafalarios que jamás se hubiera reunido. En adición a hombres de aspecto muy revolucionario con barbas, sombreros negros y pequeñas bombas redondas con largas mechas, y mujeres revolucionarias con faldas cortas, medias negras, cabello largo, boquillas, sostenes con las cintas rotas y halitosis, también habían robots revolucionarios, androides, y un cierto número de cosas extrañas que es mejor no describir. X estaba sentado tras una mesa de madera de cocina golpeando sobre ella con la culata de un revólver.
— ¡Orden! ¡Orden! El camarada XC-189-725-PU de la Resistencia Unificada Robot tiene la palabra. ¡Silencio!
Un gran y muy mellado robot se puso en pie. Uno de sus tubos oculares había desaparecido. Miró a la concurrencia con su ojo bueno, hizo la mejor mueca que podía con un rostro inmóvil, y luego dio un largo trago de aceite de máquina de una lata que le entregó un delgado y adulador robot barbero.
— Nosotros, los de R.U.R. — dijo con voz cascada —, conocemos nuestros derechos. Trabajamos duro y valemos tanto como cualquiera, y más que los desgraciados androides que dicen que casi son hombres. Todo lo que queremos es igualdad de derechos, igualdad de derechos…
Le obligaron a volver a su asiento entre las protestas de una claque de androides que agitaban sus pálidos brazos como si fuesen un puchero de fideos al fuego. X golpeó de nuevo pidiendo orden, y casi lo había logrado cuando se produjo una repentina conmoción en una entrada lateral y alguien se abrió camino hasta la mesa del orador. Aunque en realidad no era alguien, sino algo; para ser exactos, se trataba de una caja rectangular de un metro de lado, con ruedas, y repleta de luces, diales y conmutadores que arrastraba tras de sí un pesado cable que se desvanecía más allá de la puerta.
— ¿Quién es usted? — preguntó X, apuntando con recelo su pistola a la cosa.
— Soy el representante de los computadores y cerebros electrónicos de Helior, unidos en comité para obtener igualdad de derechos según la ley.
Mientras hablaba, la máquina escribía las palabras en tarjetas perforadas que surgían en un rápido torrente, a cuatro palabras por tarjeta. X apartó irritado las tarjetas de la mesa.
— Esperará su turno como los demás — dijo.
— ¡Discriminación! — aulló la máquina, en una voz tan alta que las antorchas parpadearon. Continuó gritando y escupiendo un torrente de tarjetas, en cada una de las cuales estaba escrita con airadas letras la palabra ¡Discriminación!, así como metros y metros de cinta amarilla en la que estaba grabado el mismo mensaje. El viejo robot, XC-189-725-PU, se alzó de su silla con un rechinar de engranajes desgastados y claqueteó hasta el cable blindado que surgía del representante de los computadores. Sus garras cortadoras hidráulicas dieron un solo tajo, y el cable quedó segado. Las luces de la caja se apagaron y el río de tarjetas se secó; el cable cortado se agitó, escupió algunas chispas por la parte seccionado, y luego se arrastró hacia atrás en dirección a la puerta, como una monstruosa serpiente, y se desvaneció.
— Orden en la reunión — dijo X roncamente, y golpeó de nuevo.
Bill se estrechó la cabeza entre las manos y se preguntó si esto valía los cien pavos al mes.
Pero cien pavos al mes era buen dinero, a pesar de todo, y Bill lo ahorró hasta el último céntimo. Pasaron fáciles y descansados meses en los que asistió regularmente a las reuniones, y en los que informó regularmente a la C.I.A., y a primeros de cada uno de ellos encontraba su dinero como relleno de la pasta que invariablemente escogía para el desayuno. Guardaba los grasientos billetes en un gato de juguete de goma que halló en un montón de desperdicios, y poco a poco el gatito creció. La revolución tan solo empleaba una pequeña parte de su tiempo, y le encantaba su trabajo en el DM de L. Estaba al frente de la Operación Paquete Sorpresa, y ahora tenía a un equipo de un millar de robots trabajando a tiempo completo en el empaquetado y envío de bandejas de plástico a cada planeta de la Galaxia. Pensaba en ello como un trabajo benéfico, y podía imaginar los emocionados gritos de alegría en el lejano planeta Lejano o en el distante planeta Distante, cuando el inesperado paquete llegase y el tesoro de bello, brillante y moldeado plástico cayese estrepitosamente al suelo. Pero Bill estaba viviendo en un idílico paraíso; y su complacencia bovina fue cruelmente despedazada un día cuando un robot se le acercó y le susurró al oído:
— Sic temper tiranosaurio, pásalo — y luego se alejó.
Era la señal. ¡Iba a comenzar la revolución!
OCHO
Bill cerró la puerta de su oficina y apretó por última vez en una forma especial sobre algunos puntos, y el panel secreto se descorrió, abriéndose. Realmente ya no se descorría, sino que se desplomaba con un tremendo estrépito, y ya lo había usado tanto durante aquel feliz año como Agente de Saneamiento que hasta cuando estaba cerrado dejaba pasar una muy perceptible corriente de aire que le daba en el cogote. Pero ya no sería necesario mantener el secreto: había llegado al fin la crisis que tanto le había preocupado, y sabía que se acercaban grandes cambios, fuera cual fuese el resultado de la revolución; y la experiencia le había enseñado que los cambios siempre eran para empeorar. Con piernas pesadas e inseguras, trastabilló por las cavernas, tropezó con los herrumbrosos raíles, vadeó el agua, y dio la contraseña al invisible antropófago que hablaba con la boca llena, por lo que casi no se le entendía. Alguien, en la excitación del momento, había dado un santo y seña equivocado. Bill se estremeció; esto era un mal presagio para el porvenir.
Como de costumbre, Bill se sentó junto a los robots, buenos y sólidos tipos con una educación intrínseca, por su construcción, a pesar de sus tendencias revolucionarias. Mientras X martilleaba pidiendo silencio, Bill se preparó para la prueba. Durante meses el agente Pinkerton le había estado pidiendo más información que la simple fecha de las reuniones, temario discutido y número de asistentes. Insistía en pedir hechos, hechos, hechos, que hiciera algo por ganarse el dinero.
— Tengo una pregunta — dijo Bill en voz alta pero temblorosa, mientras sus palabras caían como bombas en el repentino silencio que siguió al frenético golpear de X.