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— Un centenar, eso suena a mucho.

— Pero solo a un estúpido como tú. Eso son diez por diez kilómetros, y tal vez sean dos kilómetros cuadrados más de lo que capturamos en los primitivos aterrizajes.

Se oyó un chapoteo de cansados pies, y unos agotados y embarcados hombres comenzaron a arrastrarse al interior de las chozas. El Sargento Ferkel se alzó trabajosamente y le dio un largo soplido a su silbato.

— De acuerdo, los nuevos, oíd esto. Habéis sido asignados a la escuadra B que ahora está formándose, escuadra que irá al pantano y acabará la tarea que estos insolentes cebollones de la escuadra A han comenzado esta mañana. Trabajaréis como los buenos allá afuera. No voy a apelar a vuestra lealtad, vuestro honor y vuestro sentido del deber… — sacó su pistola atómica de la funda y abrió de un tiro un boquete en el techo, por el que de inmediato comenzó a gotear la lluvia —. Tan solo voy a apelar a vuestro instinto de supervivencia, porque a todo aquel que se escabulla, se haga el remolón o no dé todo de sí, le volaré la tapa de los sesos. Ahora, afuera.

Con los dientes desnudos y las manos temblando, parecía lo bastante enfermo y de mala uva como para hacerlo. Bill y el resto de la escuadra B se apresuraron a salir bajo la lluvia y a formar filas.

— Coged las hachas, coged los picos, sacad el uranio — rugió el cabo de la guardia armada mientras se peleaban con el barro camino de la puerta de la empalizada. La escuadra de forzados, llevando sus herramientas, iba en el centro, mientras que la guardia armada iba en la parte exterior. La guardia no estaba allí para impedir que algún prisionero escapase, sino para darles una relativa protección contra el enemigo. Se arrastraron lentamente a lo largo del sendero de árboles abatidos que serpenteaba por el pantano. De pronto, se oyó un silbido en lo alto y pasaron relampagueantes transportes pesados.

— Hoy tenemos suerte — dijo uno de los prisioneros más veteranos —, envían la infantería pesada otra vez. No sabía que les quedase alguna.

— ¿Quieres decir que capturarán más territorio? — preguntó Bill.

— Ni hablar, todo lo que consiguen es que los maten. Pero, mientras los aniquilan, nos presionarán menos y tal vez podamos trabajar sin perder demasiados hombres.

Sin que se lo ordenasen, se detuvieron todos para mirar como la infantería pesada caía como lluvia en los pantanos de enfrente… y se desvanecía con la facilidad de las gotas de agua. De tanto en tanto se oía un «buum» y se veía un resplandor cuando una bomba atómica mediana estallaba, atomizando posiblemente algunos venianos, pero habían billones de enemigos esperando su turno. A lo lejos chasquearon las armas cortas y restallaron las granadas. Luego vieron como por sobre los árboles se aproximaba una rebosante e insegura figura. Era un infante pesado con su escafandra acorazada y casco hermético, con bombas atómicas y granadas sujetas por todas partes, un verdadero polvorín andante, o mejor dicho saltante, ya que con toda la chatarra que llevaba encima no habría podido caminar ni por una carretera asfaltada, por lo que se movía a saltos, usando dos cohetes atornillados a sus caderas. Sus saltos se hacían más y más bajos a medida que se acercaba. Cayó a unos cincuenta metros o así de distancia y se hundió lentamente hasta la cintura en el pantano, mientras sus cohetes siseaban al tocar el agua. Luego saltó de nuevo, mucho menos esta vez, con sus cohetes disparando en falso y apagándose, y lanzó el casco por el aire.

— Hey, chicos — dijo —. Los malditos chingers me dieron en el tanque de combustible. Casi se me han apagado los cohetes, no puedo saltar mucho más. ¿Verdad que le echaréis una mano a un compañero…? — golpeó el agua con un gran salpicón.

— Sal de ese traje de lata y te sacaremos — le gritó el cabo de la guardia.

— ¿Estás mochales? — gritó el soldado —. Lleva una hora el meterse o salir de esta cosa.

Disparó sus cohetes, pero estos tan solo hicieron puffff y se levantó un palmo en el agua, para caer de nuevo.

— ¡Se acabó el combustible! ¡Ayudadme, bastardos! ¿Es que estamos en la semana-de-joder-al-compañero…? — aulló, y luego se hundió, hasta que su cabeza estuvo bajo el agua y se vieron unas pocas burbujas y luego nada más.

— Siempre estamos en la semana-de-joder-al-compañero — dijo el cabo —. ¡Poned en marcha la columna! — ordenó, y se arrastraron hacia adelante —. Esos trajes pesan una tonelada y media, se hunden como el plomo.

Si este era un día tranquilo, Bill no deseaba ver uno ajetreado. Como todo el planeta Veniola era un pantano, no se podían realizar avances hasta que no se construía una ruta. Los soldados en solitario podían penetrar algo más allá del camino, pero para los suministros o el equipo y hasta para los hombres muy armados se necesitaba un camino. Por tanto, los forzados estaban construyendo un camino de árboles abatidos. En primera línea.

Los disparos de los átomorifles hacían hervir el agua a su alrededor, y los dardos venenosos caían tan densamente como las hojas de los árboles. Los ataques y contraataques de los dos lados eran constantes mientras los prisioneros cortaban árboles, los descortezaban y los ataban, para hacer avanzar la ruta unos centímetros más. Bill descortezó y taló y trató de ignorar los alaridos de los cuerpos que caían, hasta que comenzó a hacerse de noche. La escuadra, ahora mucho más reducida, marchó de regreso en el atardecer.

— Al menos avanzamos 30 metros esta tarde — le dijo Bill al prisionero veterano que marchaba a su lado.

— Eso no significa nada. Los venianos vienen nadando por la noche y se llevan los troncos.

Instantáneamente, Bill tomó la decisión de largarse de allí.

— ¿Tienes algo más de ese zumo de la alegría? — le preguntó el Sargento Ferkel cuando Bill se desplomó en su litera y comenzó a desprenderse parte del barro de las botas con la hoja de su cuchillo. Antes de responderle, le dio un rápido tajo a una planta que salía por entre las planchas del suelo.

— ¿Cree que podría perder un momento en darme unos consejos, sargento?

— Soy una fluida fuente de consejos una vez tengo lubrificada la garganta.

Bill se sacó una botella del bolsillo.

— ¿Cómo sale uno de este equipo? — le preguntó.

— Uno hace que lo maten — le contestó el sargento mientras se llevaba la botella a los labios.

Bill se la arrebató.

— Eso lo sabía sin su ayuda — resopló.

— Bueno, pues eso es todo lo que vas a saber sin mi ayuda — resopló en respuesta el sargento.

Sus narices se tocaban y se gruñían desde lo más hondo de sus gargantas. Habiendo probado lo valientes que eran los dos y como sabían demostrarlo, se relajaron, y el Sargento Ferkel se echó hacia atrás mientras Bill suspiraba y le pasaba la botella.

— ¿Qué tal si me diera un trabajo en la furrielería? — preguntó Bill.

— No tenemos furrielería. No tenemos oficina. Todo el mundo muere más pronto o más tarde aquí, así que, ¿para qué preocuparse en llevar archivos?

— ¿Y si le hieren a uno?

— Lo envían al hospital, lo ponen bueno, lo devuelven aquí.

— ¡Solo queda el amotinarse! — chilló Bill.

— No nos valió las últimas cuatro veces que lo intentamos. Simplemente se llevaron las naves de suministro y no nos dieron víveres hasta que aceptamos volver a combatir. La química de este lugar está mal, y toda la comida del planeta es puro veneno para nuestros metabolismos. Un par de chicos lo comprobaron por las malas. Cualquier motín que quiera tener posibilidades de éxito ha de conseguir capturar las bastantes naves como para escapar del planeta. Si tienes alguna idea de como hacerlo, te pondré en contacto con el Comité Permanente de Motines.