— ¿Qué diablos quieres decir con eso de naturalmente? Yo no quiero aniquilar a nadie. Tan solo quiero volver a casa y ser un Operador Técnico en Fertilizantes.
— Bueno, no me refería a ti personalmente, por supuesto. ¡Je, je! — Ansioso abrió un nuevo bote de crema con manos tiznadas de púrpura, e introdujo sus dedos en el interior — Me refiero a la raza humana. Así es como hacemos las cosas. Si no los aniquilamos, serán ellos quienes lo hagan con nosotros. Naturalmente, ellos dicen que la guerra va contra su religión, y que tan solo luchan para defenderse, y que jamás han realizado ningún ataque. Pero no podemos creerlos aunque sea cierto. Podrían cambiar su religión o cambiar de idea algún día, y entonces ¿qué pasaría? La mejor respuesta es aniquilarlos ahora.
Bill desenchufó la afeitadora y se lavó la cara con la tibia y herrumbroso agua.
— No obstante, me sigue pareciendo insensato. De acuerdo, la hermana que yo tengo no debe de casarse con ninguno de ellos, pero ¿qué hay de eso? — señaló a lo pintado en las paredes:
MANTENGA LIMPIA LA DUCHA — EL ENEMIGO LE ESCUCHA.
— O eso — el rótulo sobre el urinario que decía:
ABRÓCHESE LA BRAGUETA — EL ENEMIGO NADA RESPETA.
— Si es que olvidamos por un momento el hecho de que no tenemos aquí ningún secreto por el que valga la pena recorrer ni un kilómetro, y mucho menos veinticinco años-luz, ¿cómo podría ser espía un chinger? ¿Qué clase de disfraz podría hacer pasar a un lagarto de dos metros diez por un recluta? Ni siquiera se podría enmascarar a uno para que se pareciese a Deseomortal Drang, aunque ya se parezcan bastante…
Las luces se apagaron y, como si el pronunciar su nombre lo hubiera conjurado como un demonio del infierno, la voz de Deseomortal resonó por los barracones:
— ¡A las literas! ¡A las literas! ¿Es que no sabéis, sucios mamones, que estamos en guerra?
Bill se tambaleó por entre la oscuridad de los barracones, en los que la única iluminación era el rojo brillo de los ojos de Deseomortal. Cayó dormido en el mismo instante en que su cabeza tocó la almohada de carborundo, y le pareció que tan solo había pasado un momento cuando la diana lo hizo saltar de su litera. En el desayuno, mientras estaba cortando trabajosamente su sucedáneo de café en trozos lo bastante pequeños como para poder ser tragados, las telenoticias informaron de duras luchas en el sector de Beta Lira con crecientes bajas. Un rugido recorrió el comedor cuando se anunció esto, no por un exceso de patriotismo, sino porque las malas noticias hacían que las cosas se pusieran aún peor para ellos. No sabían como se podía lograr esto, pero estaban seguros de que así sería. No se equivocaban. Como aquella mañana era algo más fresca de lo usual, el desfile del lunes se retrasó hasta el mediodía, cuando la pista de entrenamiento, de ferroconcreto, se hubo calentado lo bastante como para producir el mayor número posible de desvanecimientos por el calor. Pero esto tan solo era el comienzo. Desde donde se encontraba Bill, en posición de firmes cerca del final, podía ver como se había montado la garita con aire acondicionado en la tribuna de revista. Eso significaba jefazos. La guarda del gatillo de su rifle atómico le hizo un agujero en el hombro, y una gota de sudor se formó y luego cayó desde la punta de su nariz. Por los rabillos de sus ojos podía ver un continuo movimiento mientras otros reclutas se derrumbaban, entre las apretadas filas, de a millares, y eran arrastrados por los enfermeros hasta las ambulancias que los esperaban. Una vez allí, se los ponía a la sombra de los vehículos hasta que revivían y podían ser devueltos a sus puestos en la formación.
Entonces la banda inició los compases de ¡ADELANTE, ESPACIONAUTAS, Y VENCERÉIS A LOS CHINGERS!, y la señal radiada a cada tacón de bota les hizo presentar armas al mismo tiempo, y los millares de rifles brillaron al sol. El vehículo de mando del general comandante, reconocible por las dos estrellas pintadas en él, se acercó a la garita de revista, y una pequeña y obesa figura se movió rápidamente por entre el horneado aire hasta el confort del recinto. Bill nunca lo había visto tan de cerca, al menos por delante, aunque en una ocasión, cuando regresaba a altas horas de su trabajo en la cocina, había visto al general metiéndose en su coche cerca del teatro del campo. Al menos, Bill pensó que lo era, pues lo único que había visto fue una rápida visión posterior. Por lo tanto, tenía una imagen mental del general que era la de una amplia parte posterior sobrepuesta a una figura similar a la de una hormiga. Pensaba en los oficiales en esos mismos términos generales, ya que, naturalmente, los reclutas no veían para nada a los oficiales durante su entrenamiento. Bill había podido dar una buena ojeada a un subteniente en cierta ocasión, cerca de la sala de los ordenanzas, y sabía que tenía rostro. Y también había contemplado a aquel oficial médico a no más de diez metros de distancia, cuando les había hablado sobre los peligros de las enfermedades venéreas, pero Bill había tenido la suerte de estar detrás de un poste y había podido dormirse en seguida.
Cuando la banda se calló, los altavoces antigravitatorios flotaron sobre las tropas y el general pronunció un discurso. No tenía nada que decir que importase a nadie, y lo cerró con el anuncio de que debido a las pérdidas en el campo de batalla su programa de entrenamiento sería acelerado, que era exactamente lo que se esperaban. Entonces la banda tocó algo más, y marcharon de regreso a los barracones, se cambiaron a sus ásperos uniformes de combate y marcharon, esta vez a paso ligero, hasta el campo de tiro, en donde dispararon sus rifles atómicos a réplicas en plástico de chingers que surgían de agujeros en el terreno. Su puntería era muy mala, hasta que Deseomortal Drang surgió de uno de los agujeros, y cada soldado cambió el tiro a automático y lo alcanzó con cada disparo de cada rifle, lo cual es realmente difícil. Entonces se disolvió el humo, y dejaron de dar gritos de júbilo y comenzaron a sollozar cuando vieron que tan solo era una réplica en plástico de Deseomortal, ahora hecha pedazos, y el original apareció tras ellos y rechinó sus colmillos y los castigó a todos con un mes de cocina.
— El cuerpo humano es una cosa maravillosa — dijo un mes más tarde Caliente Brown, mientras estaban sentados alrededor de una mesa en el Club de Tropa, comiendo salchichas embutidas en plástico y rellenas de barridos de carretera y bebiendo aguada cerveza tibia. Caliente Brown era un pastor de thoats de las llanuras, y era por eso por lo que le llamaban Caliente, ya que todo el mundo sabe lo que hacen los pastores de thoats con sus thoats. Era alto, delgado y de arqueadas piernas, y tenía la piel quemada hasta el color del cuero antiguo. Pero era un gran pensador, porque la única rosa que tenía en gran cantidad era tiempo para pensar. Podía albergar un pensamiento durante días, hasta semanas, antes de mencionarlo en voz alta, y mientras lo pensaba nada podía molestarle. Hasta dejaba que lo llamaran Caliente sin protestar, mientras que si se lo llamas a cualquier otro soldado te partirá la cara. Bill y Ansioso y los demás soldados del pelotón que se hallaban alrededor de la mesa aplaudieron y gritaron, como hacían siempre cuando Caliente decía algo.
— ¡Di algo más, Caliente!
— ¡Hablas… pensé que estabas muerto!
— ¡Sigue…! ¿Por qué es el cuerpo algo maravilloso?
Esperaron en expectante silencio, mientras Caliente conseguía romper un pedazo de su salchicha y, tras un inefectivo masticar, lo tragaba con un esfuerzo que constelaba sus ojos de lágrimas. Amenguó el dolor con un trago de cerveza y habló: