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— ¿No hay forma alguna en que salir de aquí?

— Ya te humm a esto humm… — le dijo Ferkel, y se desplomó borracho como una cuba.

— Ya lo veré por mí mismo — dijo Bill, mientras le sacaba la pistola de su funda al sargento y luego se deslizaba por la puerta trasera.

Reflectores blindados iluminaban las posiciones avanzadas, enfrentadas al enemigo, y Bill se dirigió en el sentido opuesto, hacia el distante resplandor de los cohetes aterrizando. El terreno pantanoso estaba moteado por barracones y almacenes, pero Bill se mantuvo alejado de ellos porque estaban todos guardados, y los guardianes tenían el disparo fácil. Disparaban contra todo lo que veían, contra todo lo que oían, y si no veían o oían nada disparaban de vez en cuando, de todas formas, para mantenerse alta la moral. Las luces brillaban fuertes al frente, y Bill reptó sobre su estómago para atisbar por encima de una mata a una alta verja iluminada por reflectores y protegida por alambres de espino que se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista.

Un disparo de un átomorifle quemó un boquete en el barro a un metro tras él, y un reflector giró, enmarcándolo en su destello.

— Saludos de su oficial de mando — atronó una voz amplificada desde los altavoces de la verja —. Esta es una grabación. Está usted tratando de salir de la zona de combate para entrar en la zona restringida al mando. Esto está prohibido. Su presencia ha sido detectada por maquinaria automática y estos mismos dispositivos tienen ahora apuntado un cierto número de armas contra usted. Dispararán en sesenta segundos si no se marcha. ¡Sea patriota! Cumpla con su deber. ¡Muerte a los chingers! Cincuenta y cinco segundos. ¿Le gustaría que su madre supiese que su hijo es un cobarde? Cincuenta segundos. Su Emperador ha gastado un capital en su entrenamiento, ¿es esa la forma de pagárselo? Cuarenta y cinco segundos…

Bill maldijo y disparó contra el altavoz más próximo, pero los restantes a lo largo de la valla continuaron sonando con la voz. Se dio la vuelta y volvió por donde había venido.

Cuando se acercaba a su choza, evitando la parte delantera para no arriesgarse al fuego de los nerviosos guardianes del complejo, se apagaron todas las luces. Al mismo tiempo sonaron disparos y explosiones por todas partes.

CUATRO

Algo se deslizó cerca por el barro, y el dedo de Bill se contrajo espontáneamente sobre el gatillo, disparando. Al breve resplandor atómico vio los humeantes restos de un veniano muerto, así como un gran número de venianos vivos chapoteando al ataque. Bill se zambulló a un lado al momento, de forma que los disparos que le hicieron en contestación no le alcanzaron, y huyó en la dirección opuesta. Tan solo pensaba en salvar el pellejo, y lo hizo escapando de los disparos y de los enemigos que le atacaban tan lejos como pudo. El que lo hiciera en la dirección en que no había sendero, metiéndose en el pantano, fue algo que no se detuvo a considerar en aquel momento. Sobrevive, le gritaba su arrugado y empequeñecido ego, y él corría.

El correr se hizo más difícil cuando el suelo se transformó en barro, y aún más cuando el barro dejó paso al agua abierta. Tras chapotear desesperadamente por un tiempo interminable, Bill llegó a más barro. Ya le había pasado el primer momento de histeria, el combate era tan solo un lejano murmullo en la distancia, y estaba exhausto. Se dejó caer sobre una masa de barro, e instantáneamente unos agudos dientes se le clavaron profundamente en las nalgas. Chillando roncamente, corrió hasta chocar con un árbol. No iba lo bastante aprisa como para hacerse mucho daño, y el tacto de la rugosa corteza bajo sus dedos despertó todos sus instintos eoantrópicos de supervivencia: se subió a él. En lo alto había dos ramas que salían en ángulo del tronco, y se apoyó en ellas, apretado contra la sólida madera y con su arma preparada y apuntada hacia adelante. Nada le molestaba ahora, y los sonidos nocturnos se hicieron más débiles y lejanos, la oscuridad era completa, y al cabo de unos segundos comenzó a cabecear. Se sobresaltó algunas veces, parpadeó, y finalmente se quedó dormido.

Ya brillaban las primeras grisáceas luces del alba cuando abrió sus pesados ojos y parpadeó. En una rama cercana estaba colgado un pequeño lagarto que lo contemplaba con sus ojos como joyas.

— Je, je… de verdad que estabas como un tronco — le dijo el chinger.

El disparo de Bill abrió una cicatriz humeante en la parte superior de la rama, y luego el chinger apareció de nuevo por debajo de la rama y se limpió meticulosamente la ceniza de sus garras.

— Ojo con ese gatillo, Bill — dijo —. Je, je… si hubiera querido te podría haber liquidado en cualquier momento mientras estabas dormido.

— Te conozco — dijo hoscamente Bill —. Eres Ansioso Beager, ¿no?

— Je, je… ¿no te gusta encontrarte con viejos amigos? — un cienpiés pasaba a su lado y Ansioso Beager, el chinger, lo agarró con tres de sus brazos y comenzó a arrancarle patas con el cuarto y a comérselas —. Te reconocí, Bill, y quise hablar contigo. Me he sentido mal desde que te llamé soplón, no hice bien. Tan solo cumplías con tu deber cuando me denunciaste. Pero, ¿querrías decirme como fue que me descubriste…? — dijo, guiñando un ojo en complicidad.

— ¿Por qué no te vas a comer mierda, desgraciado? — gruñó Bill, y buscó en su bolsillo una botella de jarabe para la tos. Ansioso Chinger suspiró.

— Bueno, supongo que no querrás hablar de nada de trascendencia militar, pero espero que quieras contestarme a unas preguntas. — Echó a un lado el cadáver desmembrado y rebuscó en su bolsa marsupial, sacando una tablilla y un diminuto instrumento de escritura —. Tienes que darte cuenta de que no escogí voluntariamente el espionaje como profesión, sino que me obligaron a hacerlo en virtud de mi especialidad, la exopología… ¿has oído hablar de esta ciencia?

— Una vez nos dieron una charla de orientación, la hizo un exopólogo, y de lo único que sabía hablar era de tipos y bichos extraterrestres.

— Sí, más o menos es eso. Es la ciencia que estudia las formas de vida distintas a la propia y, naturalmente, para nosotros el homo sapiens entra en esa clasificación: es un bicho raro… — se ocultó a medias tras al rama cuando Bill alzó el arma.

— ¡Ojo con lo que dices, mamón!

— Lo siento, tan solo es una forma de expresarse. Resumiendo, como me especialicé en el estudio de tu especie, me enviaron como espía, en contra mía; pero esos son los sacrificios que uno tiene que realizar en tiempo de guerra. No obstante, al verte aquí, he recordado que hay una serie de preguntas y problemas aún sin respuesta, y me gustaría tener tu ayuda para resolverlos, por pura curiosidad científica, naturalmente.

— ¿Como cuáles? — preguntó suspicaz Bill, vaciando la botella y lanzándola contra la selva.

— Bueno… je, je… para empezar por algo simple, ¿que es lo que sientes por los chingers?

— ¡Muerte a los chingers! — la pequeña pluma volaba sobre la tablilla.

— Pero te han condicionado para que digas, eso. ¿Qué es lo que sentías antes de entrar en el Ejército?

— Los chingers no me importaban un pito — con el rabillo del ojo, Bill vigilaba un movimiento sospechoso entre las hojas del árbol, arriba.

— ¡Estupendo! Entonces, ¿podrías explicarme quién es el que nos odia a los chingers hasta el punto de querer luchar contra nosotros una guerra de exterminio?