— El cuerpo humano es algo maravilloso porque, si no muere, vive.
Esperaron a por más, hasta que se dieron cuenta de que había terminado y entonces mugieron.
— Muchacho, eres un calenturiento.
— Preséntate para la escuela de suboficiales.
— Sí, pero… ¿qué es lo que eso significa?
Bill sabía lo que significaba, pero no lo dijo. Tan solo había en el pelotón la mitad de hombres de los que había en el primer día. Uno había sido transferido, pero todos los demás estaban en el hospital, o en el manicomio, o habían sido licenciados por conveniencia del gobierno ya que estaban demasiado tullidos para el servicio activo. O muertos. Los supervivientes, tras perder cada gramo de peso que no fuera hueso o los esenciales tejidos de conexión, habían recuperado el peso perdido en forma de músculos, y estaban ahora totalmente adaptados a los rigores del Campo León Trotsky, aunque seguían odiándolo. Bill se maravillaba de la eficiencia del sistema. Los civiles tenían que preocuparse de exámenes, escalafones, planes de retiro, ascensos, y un millar de otros factores que limitaban su eficiencia como trabajadores. ¡Pero qué fácilmente lo solucionaban los militares! Simplemente mataban a los más débiles y usaban a los supervivientes. Respetaba al sistema, aunque seguía odiándolo.
— ¿Sabéis lo que necesito? — dijo Horroroso Ugglesway — Necesito una mujer.
— No digas obscenidades — dijo rápidamente Bill, al que habían educado tal y como debía ser.
— ¡No estoy diciendo obscenidades! — gimoteó Horroroso —. No es como si dijera: Quiero reengancharme, o pienso que Deseomortal es humano, ni nada de eso. Tan solo he dicho que necesito una mujer. ¿Acaso no la necesitamos todos?
— Yo necesito un trago — dijo Caliente Brown, mientras daba un largo sorbo a su vaso de cerveza deshidratada y reconstruida, se estremecía, y la escupía entre sus dientes en un largo chorro hasta el concreto, de donde se evaporó inmediatamente.
— Afirmativo, afirmativo — aceptó Horroroso, agitando su cara llena de granos arriba y abajo —. Necesito una mujer y un trago. — Su gemido se hizo casi suplicante —. Después de todo, ¿qué otra cosa puede desear un soldado además de licenciarse?
Pensaron acerca de ello durante largo rato, pero no pudieron hallar ninguna otra cosa que deseasen realmente. Ansioso Beager sacó la cabeza de debajo de la mesa, donde estaba escondido limpiando una bota, y dijo que deseaba más crema, pero lo ignoraron. Hasta el mismo Bill, ahora que empleaba su mente en ello, no podía pensar en nada que desease realmente fuera de ese par de cosas inextricablemente unidas. Trató de pensar concentradamente en cualquier otra cosa, ya que tenía vagas memorias de haber deseado algo más cuando había sido civil, pero nada le vino a la mente.
— Je, je, tan solo faltan siete semanas para que nos den nuestro primer pase — dijo Ansioso bajo la mesa. Y entonces chilló cuando todos lo patearon a un tiempo.
Pero por lento que se arrastrase el tiempo subjetivo, los calendarios objetivos seguían operando, y las siete semanas pasaron y se eliminaron a sí mismas una tras otra. Atareadas semanas repletas de todos los cursos esenciales de entrenamiento de reclutas: prácticas con la bayoneta, entrenamiento con armas ligeras, inspección de armas cortas, esberizamiento, charlas de orientación, movimientos con armas, cantos comunales, y los Artículos del Código de Guerra. Estos últimos eran leídos con aterradora regularidad dos veces por semana, y eran una absoluta tortura a causa de la intensa somnolencia que ocasionaban. Al primer zumbido de la gastada voz monótona de la grabadora, las cabezas comenzaban a inclinarse. Pero cada asiento del auditorio estaba conectado a un encefalógrafo que registraba las ondas cerebrales del soldado. Tan pronto como la curva de la onda Alfa indicaba la transición de la conciencia a la somnolencia, una poderosa descarga de electricidad era disparada contra los adormecidos fondillos, despertando dolorosamente a su propietario. El húmedo auditorio era una mal iluminada cámara de torturas, repleta de la ronroneante voz aburrida, interrumpida por los agudos chillidos de los electrificados, el mar de los cabeceantes soldados, punteado aquí y allá por figuras saltando dolorosamente.
Nadie escuchaba nunca las terribles ejecuciones y sentencias de los Artículos para los más inocentes crímenes. Todo el mundo sabía que había abandonado sus derechos humanos al alistarse, y el recordatorio de todo lo que habían perdido no les interesaba en lo más mínimo. Lo que realmente les interesaba era contar las horas hasta el momento en que recibirían su primer pase. El ritual por el que esta recompensa era reticentemente entregada era humillante en forma poco común, pero ya se esperaban eso y, simplemente, bajaban la vista y seguían en la fila, dispuestos a sacrificar cualquier migaja que aún les restase de su autorespeto a cambio del arrugado trozo de plástico. Terminado el rito, había carreras hasta el tren monorraíl cuya vía colgaba de los pilares cargados eléctricamente, corriendo por encima de las alambradas de diez metros de alto, cruzando los terrenos de arenas movedizas y llegando hasta la pequeña ciudad agrícola de Leyville.
Al menos había sido una ciudad agrícola antes de que se edificase el Campo León Trotsky, y esporádicamente, en las horas en que los soldados no estaban de paseo, seguía su tradicional inclinación agrícola. El resto del tiempo se cerraban los almacenes de grano y alimentos, y se abrían los bares y prostíbulos. Muchas veces los mismos edificios eran utilizados para ambas misiones. Se bajaba una palanca cuando descendía en la estación el primero de los soldados, y los depósitos de grano se convertían en camas, las dependientas en prostitutas, y los cajeros mantenían su función, aunque los precios subían, mientras los mostradores eran llenados de vasos para servir como bares. Fue en uno de estos establecimientos, un salón de pompas fúnebres transformado en bar, en donde entraron Bill y sus amigos.
— ¿Qué será, muchachos? — les dijo el propietario del Bar y Grill del Descanso Final.
— Un doble de líquido embalsamador — le dijo Caliente Brown.
— Sin bromas — dijo el dueño, mientras su sonrisa se desvanecía por un segundo, tomando una botella en la que el brillante letrero VERDADERO WHISKY había sido engomado sobre el grabado en el cristal LÍQUIDO EMBALSAMADOR —. Si hay problemas, llamaré a los PM. — La sonrisa regresó cuando el dinero cayó sobre el mostrador —. Decidme qué veneno queréis, caballeros.
Se sentaron alrededor de una larga y estrecha mesa tan gruesa como ancha, con asas de bronce a ambos lados, y dejaron que el bendito descanso del alcohol etílico se abriera camino por entre el polvo que llenaba sus gargantas.
— Nunca bebí antes de entrar en el ejército — dijo Bill, tragándose cuatro dedos completos del Viejo Matarriñones y poniendo el vaso para que le sirvieran más.
— Nunca tuviste necesidad — le dijo Horroroso, sirviéndole.
— Seguro que no — afirmó Caliente Brown, paladeando con gusto y llevándose de nuevo una botella a los labios.
— Je, je — rió Ansioso Beager, sorbiendo dubitativo el borde de su vaso —. Sabe como un tinte hecho con azúcar, serrín, diversos ésteres y cierto número de alcoholes nocivos.
— Bebe — dijo Caliente incoherentemente, sin apartar los labios del gollete de la botella —. Todo eso es bueno para tu salud.
— Ahora quiero una mujer — dijo Horroroso; y se produjo una carrera, y todos se apretujaron en la puerta tratando de salir al mismo tiempo, hasta que alguien gritó: ¡Mirad!, y se giraron para ver a Ansioso aún sentado ante la mesa.
— ¡Mujeres! — dijo Horroroso entusiásticamente, con el tono de voz en que uno dice: ¡Comida! cuando llama a un perro. El grupo de hombres se agitó en la puerta y golpeó con los pies. Ansioso no se movió.