— Je, je… Creo que me quedaré aquí — dijo, con su sonrisa tan simple como siempre —. Pero vosotros podéis ir.
— ¿No te sientes bien, Ansioso?
— Me siento bien.
— ¿Acaso no has llegado a tu pubertad?
— Je, je…
— ¿Qué es lo que vas a hacer aquí?
Ansioso buscó debajo de la mesa un macuto. Lo abrió para mostrarles que estaba repleto de grandes botas púrpuras.
— Pensé ponerme al día con mi limpieza.
Caminaron lentamente por la acera de madera, silenciosos por el momento.
— Me pregunto si hay algo que no funciona en Ansioso — dijo Bill, pero nadie le respondió. Estaban mirando a lo largo de la calle, a un cartel brillantemente iluminado que emitía un atractivo resplandor.
EL DESCANSO DEL ESPACIONAUTA, decía, STRIP-TEASE CONTINUO y LAS MEJORES BEBIDAS, y aún mejor HABITACIONES PRIVADAS PARA LOS INVITADOS Y SUS AMIGOS. Caminaron más de prisa. La fachada del Descanso del Espacionauta estaba cubierta por escaparates a prueba de golpes llenos de fotos tridimensionales de las artistas completamente vestidas (triangulito y dos estrellas), y más allá otras de las mismas desnudas (sin triangulito y con las estrellas caídas). Bill hizo acallar los rápidos jadeos señalando a un pequeño rótulo casi perdido entre el tumescente tesoro de glándulas mamarias.
SOLO PARA OFICIALES, decía.
— Largo — chirrió un PM, empujándolos con su porra electrónica. Se arrastraron alejándose.
El siguiente establecimiento admitía a hombres de todas las clases sociales, pero la entrada era de setenta y siete créditos, más de lo que tenían entre todos ellos. Después de esto, los SOLO PARA OFICIALES comenzaban de nuevo, hasta que terminaba el pavimento y todas las luces estaban tras ellos.
— ¿Qué es eso? — preguntó Horroroso al oír el sonido de voces murmurando desde una cercana calle oscura; y mirando de cerca pudieron ver una línea de soldados que se extendía hasta perderse de vista en una distante esquina —. ¿Qué es esto? — le preguntó al último de la cola.
— La casa de las fulanas de los soldados. Y no trates de colarte, chaval. A la cola, a la cola.
Se unieron a ella instantáneamente, y Bill quedó el último, pero no por mucho rato. Fueron avanzando lentamente, y otros soldados aparecieron y formaron cola tras ellos. La noche era fría, y tomó muchos tragos revitalizadores de su botella. Se oían pocas conversaciones, y hasta estas morían al irse aproximando a la puerta iluminada con luz roja. Se abría y cerraba a intervalos regulares, y uno a uno los amigos de Bill se introdujeron. Entonces llegó su turno, y la puerta empezó a abrirse, y él comenzó a adelantarse, y las sirenas comenzaron a chillar, y un enorme PM de gruesa tripa saltó entre Bill y la puerta.
— Llamada de emergencia. ¡De vuelta a la base! — ladró.
Bill aulló un estrangulado gruñido de frustración, y saltó hacia adelante. Pero un golpecito de la porra electrónica lo volvió con los demás. Se lo llevaron medio atontado entre la masa de cuerpos, mientras las sirenas gemían, y la aurora artificial en el cielo formaba las palabras: ¡A LAS ARMAS! en letras llameantes de dos centenares de kilómetros de largo cada una. Alguien extendió una mano, sosteniendo a Bill cuando comenzaba a caer bajo las botas púrpura. Era su compañero, Horroroso, que mostraba una sonrisa de satisfacción, y por ello lo odió y trató de golpearle. Pero antes de que pudiera alzar el puño se vieron introducidos en el vagón del monorraíl, lanzados a través de la noche y escupidos de vuelta en el Campo León Trotsky. Olvidó su irritación cuando las engarfiadas pezuñas de Deseomortal Drang lo arrancaron de la multitud.
— Empaquen los macutos — carraspeo —. Van a partir.
— No pueden hacernos eso… No hemos terminado nuestro entrenamiento.
— Pueden hacer lo que quieran, y normalmente lo hacen. Se acaba de combatir una gloriosa batalla espacial hasta su victoriosa conclusión. Y han habido cuatro millones de bajas, con una aproximación de algunos centenares de miles. Se necesitan reemplazos, y esos sois vosotros. Preparaos para embarcar en los transportes inmediatamente, o antes.
— No podemos… ¡No tenemos equipo espacial! La intendencia…
— Todo el personal de intendencia ya ha sido embarcado.
— La comida…
— Los cocineros y los pinches ya están en el espacio. Esta es una emergencia. Todo el personal no esencial está siendo enviado. Probablemente a su muerte — se acarició un colmillo, y los inundó con una horrible sonrisa —. Mientras, yo permaneceré aquí, en tranquila seguridad, para entrenar a vuestros reemplazos.
El tubo de llegada hizo un sonido apagado y, mientras abría la cápsula del mensaje y leía su contenido, su sonrisa se hizo lentamente pedazos.
— Me embarcan también a mí — dijo con voz hueca.
TRES
86.672.890 reclutas habían sido ya embarcados para el espacio desde el Campo León Trotsky, así que el proceso era automático y funcionaba perfectamente, aunque esta vez se estaba devorando a sí mismo, como una serpiente que se traga su propia cola. Bill y sus compañeros fueron el último grupo de reclutas enviado, y la serpiente comenzó a digerirse a sí misma justo tras ellos. Apenas se les hubo arrebatado su naciente barba y los hubieron despiojado en el despiojador ultrasónico, los barberos se lanzaron unos contra otros y en un amasijo de brazos, rizos de pelo, trozos de bigote, pedazos de carne y gotas de sangre, se afeitaron y cortaron el pelo unos a otros, y luego arrastraron al operador tras ellos en la cámara ultrasónica. Los enfermeros se inocularon a sí mismos inyecciones contra la fiebre de los cohetes y los constipados espaciales, los oficinistas se hicieron a sí mismos libretas de paga y los cargadores se empujaron a patadas unos a otros por las rampas que subían hasta los transbordadores. Los cohetes ardían, dejando columnas de fuego como lenguas escarlatas que lamieran las torres de lanzamiento, quemando las rampas en un bello espectáculo pirotécnico ya que los operadores de las rampas también estaban a bordo. Las naves rugieron y produjeron ecos en el cielo de la noche, dejando al Campo León Trotsky convertido en una silenciosa ciudad fantasma en la que pedazos de órdenes del día y listas de castigo se agitaban y volaban desde los tablones de anuncios, bailando a través de las abandonadas calles para chocar finalmente contra las ruidosas y encendidas ventanas del Club de Oficiales, en el que se estaba desarrollando una fenomenal borrachera, aunque hubiera muchas quejas puesto que los oficiales tenían que servirse a sí mismos.
Arriba y arriba subieron los transbordadores, hacia la gran flota de naves del espacio profundo que oscurecía las estrellas de encima, una nueva flota, la más poderosa que la galaxia hubiera visto jamás, de hecho tan nueva que las naves estaban aún siendo construidas. Los sopletes brillaban en cegadores puntos de luz, mientras los ribetes al rojo describían sus trayectorias planas por el espacio hasta los cestos que los esperaban. Los puntos de luz morían a medida que los monstruos de los mares espaciales eran completados, y se oían apagados chillidos en la longitud de onda de las radios de los trajes espaciales cuando los obreros, en lugar de ser devueltos a los astilleros, eran forzosamente reclutados al servicio de la nave que acababan de construir. Esto era una guerra total. Bill se tambaleó a lo largo del cimbreante tubo de plástico que conectaba el transbordador a un acorazado espacial, y dejó caer sus macutos frente a un suboficial que se sentaba tras un escritorio en la compuerta, del tamaño de un hangar. O trató de dejarlos caer, puesto que al no haber gravedad los macutos se quedaron en medio del aire, y cuando los empujó fue él quien se elevó. (Puesto que un cuerpo, cuando está cayendo libremente, se dice que está en caída libre, y cualquier cosa con peso no tiene peso, y por cada acción hay una igual pero opuesta reacción, o algo así) El suboficial miró hacia arriba, farfulló, y tiró de Bill, bajándolo a cubierta.