— ¿Qué es lo que estás haciendo? — le preguntó Bill.
— Je, je… miraba qué hora era.
— ¿Cómo puedes saber qué hora es si tienes la correa hacia la vista y el reloj en el otro lado?
Se oyeron pisadas a lo lejos en la larga sala de cañones, y recordaron el letrero de la puerta. En un instante la habían atravesado de nuevo, y Bill la cerró silenciosamente. Cuando se giró, Ansioso Beager había desaparecido, así que tuvo que regresar solo al camarote. Ansioso había regresado antes y estaba atareado limpiando las botas de sus compañeros, y no levantó la vista cuando entró Bill.
Pero, ¿qué era lo que había estado haciendo con su reloj?
CUATRO
Esta pregunta estuvo molestando a Bill durante todo el tiempo de los días de su entrenamiento, en los que dolorosamente aprendían su tarea como especialistas en fusibles. Era un trabajo agotador y técnico que necesitaba de toda su atención, pero en los momentos libres Bill se preocupaba. Se preocupaba cuando hacían cola para el rancho, y se preocupaba durante los pocos momentos, cada noche, entre el instante en el que se apagaban las luces y el pesado descender del sueño sobre su fatigado cuerpo. Se preocupaba a cada momento que tenía, y perdía peso.
Perdía peso no porque se estuviera preocupando, sino por la misma razón por la que todos estaban perdiendo peso: la comida de la nave. Estaba estudiada para mantener la vida, y esto lo hacía. Pero nunca se había dicho qué tipo de vida iba a ser. Era una vida aburrida, hambrienta, de adelgazamiento. Y, sin embargo, Bill no se preocupaba por esto. Tenía un problema mayor y necesitaba ayuda. Tras el entrenamiento del domingo, a finales de su segunda semana, se quedó para hablar con el primera clase Bilis en vez de unirse a los demás en su trastabillante carrera hacia el comedor.
— Tengo un problema, señor…
— No eres el único, pero una sola inyección te lo curará, y nadie puede decir que es un hombre hasta que no lo ha pasado.
— No es ese tipo de problema. Me gustaría… ver… al capellán…
Bilis se quedó pálido y se derrumbó contra la pared.
— Ahora ya lo he oído todo — dijo débilmente —. Vete a comer y, si tú no lo cuentas, yo tampoco diré nada.
— Lamento esto, primera clase Bilis — dijo Bill enrojeciendo —, pero no puedo evitarlo. No es culpa mía el tener que verlo. Le podría haber pasado a cualquiera… — su voz murió, y se quedó mirando a sus pies, mientras frotaba una bota contra la otra. El silencio prosiguió hasta que finalmente habló Bilis, pero toda la camaradería había desaparecido de su voz.
— De acuerdo, soldado… Si es así como lo quiere. Pero espero que el resto de los muchachos no se enteren. No vaya a rancho y hágalo ahora: aquí tiene un pase — garabateó algo en un trozo de papel, y luego lo tiró con repugnancia al suelo, dándose la vuelta y marchándose mientras Bill se inclinaba humildemente para recogerlo.
Bill pasó a lo largo de compuertas de salto, de corredores, a lo largo de pasarelas, y subió escaleras. En el directorio de la nave, el capellán estaba marcado con el compartimiento 362-B de la cubierta 89, y finalmente Bill la encontró: una puerta metálica vulgar, ribeteada. Alzó la mano para golpear, mientras el sudor manaba en grandes gotas de su rostro y su garganta estaba seca. Sus nudillos sonaron huecos en el panel, y tras un período interminable se oyó una voz apagada del otro lado:
— Vale, vale… Tira adentro… Está abierto.
Bill entró, y se puso firme de un salto cuando vio al oficial que se hallaba tras el solitario escritorio que casi llenaba la pequeña habitación. El oficial, un cuarto teniente, aunque era joven, estaba quedándose rápidamente calvo. Se veían ojeras bajo sus ojos, y necesitaba afeitarse. Su corbata estaba mal anudada y muy arrugada. Continuó rebuscando entre los montones de papeles que llenaban el escritorio, tomándolos, cambiándolos de montón, apuntando cosas en algunos y echando otros a una atiborrada cubeta. Cuando movió uno de los montones, Bill vio un rótulo sobre la mesa que decía OFICIAL DE LAVANDERÍA.
— Excúseme, señor — dijo —, pero me he equivocado de oficina. Estoy buscando al capellán.
— Esta es la oficina del capellán, pero no entra de guardia hasta las 1300 horas, que es, como cualquiera puede saber, aún tan estúpido como parece ser usted, dentro de quince minutos.
— Gracias, señor. Volveré… — Bill se deslizó hacia la puerta.
— Se quedará y trabajará — el oficial alzó unos ojos sanguinolentos y cloqueó malévolamente —. Lo he cogido. Puede separar los informes sobre los pañuelos. He perdido seiscientos y tal vez estén por ahí. ¿Se cree que es fácil ser un oficial de lavandería? — lloriqueo autocompasivamente, y empujó un tambaleante montón de papeles hacia Bill, que comenzó a separarlos. Mucho antes de que hubiera terminado, resonó un zumbador que indicaba el cambio de guardia.
— ¡Lo sabía! — sollozó desesperado el oficial —. Este trabajo no se acaba nunca, se hace peor y peor. ¡Y usted se cree que tiene problemas! — Extendió una temblorosa mano y dio la vuelta al rótulo de la mesa. Por el otro lado decía CAPELLÁN. Entonces agarró la corbata y dio un tirón de ella, llevándola sobre su hombro derecho. La corbata estaba unida al cuello, y el cuello estaba colocado sobre rodamientos a bolas que corrían suavemente por un carril fijado a su camisa. Se oyó un suave chirrido mientras el cuello giraba, y entonces la corbata colgó fuera de la vista a su espalda y su cuello estaba ahora al revés, viéndose blanco y liso y frío al frente.
El capellán juntó sus dedos frente a él, bajó la vista y sonrió dulcemente.
— ¿Cómo puedo ayudarte, hijo?
— Pensé que usted era el oficial de lavandería — dijo Bill pasmado.
— Lo soy, hijo mío, pero esa es tan solo una de las cargas que caen sobre estos hombros. Hay muy poca necesidad de un capellán en estos tiempos perturbados, pero mucha de un oficial de lavandería. Hago lo que puedo por ser útil — inclinó humildemente la cabeza.
— Pero… ¿qué es lo que es usted? ¿Un capellán que pasa parte de su tiempo como oficial de lavandería o un oficial de lavandería que a ratos es capellán?
— Eso es un misterio, hijo mío. Hay algunas cosas que es mejor no conocer. Pero te veo turbado. ¿Puedo preguntarte si sigues la fe?
— ¿Qué fe?
— ¡Eso es lo que yo te pregunto a ti! — saltó el capellán, y por un momento se transformó en el oficial de lavandería —. ¿Cómo puedo ayudarte si no sé de qué religión eres?
— Zoroastriano Fundamentalista.
El capellán tomó una hoja plastificada de un cajón y pasó el dedo sobre ella.
— Z… z… zen… zodomita… zoroastriano fundamentalista reformado. ¿Es esto?
— Sí señor.
— Bien, no tendremos problemas con esto — dijo —. 21 52 25… — marcó rápidamente el número en un disco colocado en su escritorio y luego, con un gesto grandioso y un brillo evangélico en la mirada, barrió todos los papeles al suelo. Una maquinaria oculta zumbó por un momento, una parte del tablero del escritorio se hundió, y reapareció un momento más tarde portando una caja de plástico negro decorada con toros dorados, rampantes —. Excúsame un momento — dijo el capellán, abriendo la caja.
Primero desenrolló un largo trozo de tela blanca en la que estaban bordados los mismos tonos dorados, colocándosela al cuello, luego puso un grueso libro forrado en piel al lado de la caja, y más tarde dispuso sobre esta dos toros metálicos con los lomos ahuecados. En uno de ellos vertió agua destilada de un botellón de plástico, y en el otro aceite aromático, que encendió. Bill contempló aquel ritual familiar con creciente felicidad.