Tenía llamadas telefónicas que hacer. La primera a Pete Hewitt de Howdenhall.
– Buenos días, inspector. Qué maravilla.
Una voz llena de ironía. Rebus miró al sol lechoso.
– ¿Mala noche, Pete?
– ¿Mala? Peor. Supongo que recibiría mi mensaje. -Rebus tenía a punto papel y bolígrafo-. Saqué un par de huellas aceptables de la botella de whisky, del pulgar y el índice. Lo intenté con la bolsa de plástico y la cinta adhesiva de la silla, pero sólo conseguí algunas parciales, nada concluyente.
– Vamos, Pete, la identidad.
– Bien, usted que tanto se queja de lo que gastamos en ordenadores… Dentro de un cuarto de hora tendrá los duplicados. El nombre es Anthony Ellis Kane, fichado por intento de asesinato y por agresiones; y además es reincidente. ¿Le suena de algo?
– De nada.
– Solía operar en Glasgow. Tiene en blanco los últimos siete años.
– Lo comprobaré en comisaría. Gracias, Pete.
La siguiente llamada era una conferencia a la oficina de personal de T-Bird Oil. Llamaría más tarde desde Fort Apache. Echó un vistazo por la ventana: ni rastro del equipo de Redgauntlet. Cogió la chaqueta y salió.
Hizo un alto en el despacho del jefe. MacAskill apuraba un Irn-Bru y tiró la lata a la papelera. Su mesa estaba a rebosar de expedientes viejos del primer cajón del archivador. En el suelo había una caja vacía.
– ¿Qué hay de la familia y de los amigos del difunto?
Rebus meneó la cabeza.
– Voy a llamar al jefe de personal para que me dé los datos.
– Eso es lo primero, John.
– Lo primero, señor.
Pero cuando llegó al «cobertizo» y se sentó a su mesa pensó en llamar primero a Gill Templer, aunque luego desistió. Bain estaba allí y no quería testigos.
– Dod -dijo-, mira a ver si tenemos algo de Anthony Ellis Kane. Howdenhall ha encontrado sus huellas en la bolsa de las bebidas.
Bain asintió con la cabeza y se puso a teclear. Rebus llamó a Aberdeen, dio su nombre y pidió que le pusieran con Stuart Minchell.
– Buenos días, inspector.
– Gracias por su mensaje, señor Minchell. ¿Tiene los datos de Alian Mitchison?
– Aquí los tengo. ¿Qué desea saber?
– Si hay algún familiar.
Minchell removió papeles.
– Parece que no. Un momento que compruebe el curriculum. -Pausa larga. Menos mal que no había hecho la llamada desde casa-. Inspector, por lo visto, Alian Mitchison era huérfano. Hay datos de su niñez y el nombre de un centro de menores.
– ¿Familia?
– No figura nada.
Rebus había escrito el apellido Mitchison en una hoja. Lo subrayó; el resto de la página estaba en blanco.
– ¿Qué cargo tenía el señor Mitchison?
– Era… Vamos a ver… Trabajaba en mantenimiento de plataformas, de pintor, concretamente. Tenemos una delegación en Shetland, quizá trabajase allí. -Más sonido de papeles-. No, el señor Mitchison trabajaba en las plataformas.
– ¿Pintando?
– Y mantenimiento general. El acero se oxida, inspector. No tiene usted idea con qué rapidez se carga la pintura el mar del Norte.
– ¿En qué torre trabajaba?
– En una torre no. En una plataforma de extracción. Tendría que mirarlo.
– Si es tan amable. Y envíeme por fax el expediente personal.
– ¿Dice usted que ha muerto?
– Según las últimas noticias.
– Entonces, no habrá problema alguno. ¿Cuál es el número de fax?
Rebus se lo indicó y colgó. Bain le hacía señas para que se acercase. Cruzó la sala y se situó a su lado para ver mejor el monitor.
– Este tío está loco -dijo Bain.
Su teléfono sonó, cogió el auricular y empezó a hablar.
Rebus leyó en la pantalla: Anthony Ellis Kane, alias «Tony El», fichado desde joven. En la actualidad tenía cuarenta y cuatro años y la policía de Strathclyde le conocía bien. La mayor parte de su vida adulta había trabajado para Jóseph Toal, más conocido por Tío Joe, quien prácticamente mandaba en Glasgow ayudado por los músculos de su hijo y elementos como Tony El. Bain colgó.
– Tío Joe -musitó-. Si Tony El sigue con él, podría tratarse de un caso muy distinto.
Rebus pensaba en lo que había dicho el jefe: «Me huele a cosa de gángsteres». Drogas o ajuste de cuentas. Quizá MacAskill tuviera razón.
– ¿Sabes qué significa esto?
Rebus asintió con la cabeza.
– Un viaje a Glasgow.
Las dos principales ciudades de Escocia, a cincuenta minutos por autopista, eran vecinas recelosas, como si desde tiempos inmemoriales una de ellas hubiera acusado a la otra de algo y el reproche, fundado o no, siguiera agraviando. Como Rebus tenía un par de conocidos en el DIC de Glasgow, fue a su mesa a hacer dos llamadas.
– Si quiere información sobre Tío Joe -le dijeron en el segundo número-, será mejor que hable con Chick Ancram. Espere, le doy su número.
Resultó que Charles Ancram era el inspector jefe de Govan. Rebus malgastó media hora intentando localizarlo y salió a dar una vuelta. Las tiendas que había frente a Fort Apache eran los típicos locales de puertas metálicas y verjas, la mayoría de propietarios asiáticos, aunque los dependientes fueran blancos. Vio a varios hombres deambulando por la calle principal, en camiseta, luciendo tatuajes y fumando. Su mirada era tan poco de fiar como la de una comadreja en un gallinero.
«¿Huevos? Yo no, gracias, amigo. No puedo ni verlos.»
Rebus compró cigarrillos y un periódico. Al salir de la tienda un cochecito de niño le golpeó en los tobillos y una mujer le gritó que mirase por dónde cono iba, largándose acto seguido a toda velocidad y tirando de otro pequeño. Tendría veinte o veintidós años, pelo teñido de rubio, dos incisivos mellados y brazos tatuados. En la acera de enfrente una valla publicitaria incitaba a gastar veinte mil libras en un coche nuevo. Detrás, un supermercado sin clientes, con el aparcamiento transformado por los críos en pista de monopatines.
Al regresar al «cobertizo», Maclay, que estaba al teléfono, le pasó el auricular.
– El inspector jefe Ancram, que contesta a tu llamada.
– Diga -respondió Rebus recostado en el escritorio., – ¿Inspector Rebus? Aquí Ancram. ¿Quería hablar conmigo?
– Sí, gracias por llamarme, señor. Sólo dos palabras: Joseph Toal.
Ancram bufó. Hablaba con acento de la Costa Oeste, nasal, arrastrando las palabras, con un tonillo de condescendencia.
– ¿El Tío Joe Corleone? ¿Nuestro querido padrino? ¿Ha hecho algo que yo ignore?
– ¿Conoce usted a uno de sus hombres llamado Anthony Kane?
– Tony El -asintió Ancram-. Trabajó muchos años para Tío Joe.
– ¿Trabajó?
– No se ha vuelto a saber nada de él desde hace tiempo. Se dice que el jefe se enfadó con él y le envió a Stanley. Tony El quedó muy afectado.
– ¿Qué Stanley?
– El hijo de Tío Joe. No es su verdadero nombre, pero todos le llaman Stanley por su afición.
– ¿Cuál?
– Cuchillos Stanley. Es coleccionista.