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– Sólo tenemos media estantería policíaca -le dijo la dependienta de la primera tienda, señalándosela.

John Biblia fingió interesarse hojeando los volúmenes y volvió al mostrador.

– No; no hay nada que me interese. ¿Se pueden encargar libros?

– No exactamente, pero anotamos peticiones… -respondió la mujer, sacando y abriendo un grueso libraco-. Si anota lo que busca, nombre y domicilio, y el libro pasa por nuestras manos, le avisaremos.

– Estupendo.

John Biblia sacó el bolígrafo y escribió morosamente mientras leía los últimos encargos. Pasó una página hacia atrás y repasó la lista de títulos y nombres.

– Hay que ver qué gustos tan variados tiene la gente -comentó a la dependienta, sonriente.

Utilizó el mismo truco en otros tres comercios, pero no encontró pistas del Advenedizo. Luego, se dirigió al anexo de la Biblioteca Nacional en Causewayside, donde guardaban los periódicos recientes, y curioseó los ejemplares de un mes de Scotsman, Herald y Press and Journal, tomando nota de algunas noticias sobre agresiones y violaciones. Claro que, aunque hubiese una primera víctima fallida, no significaba necesariamente que el conato se hubiera publicado en la prensa. Los norteamericanos tenían una palabra para designar lo que él hacía: trabajo sucio.

Volvió a la Biblioteca Nacional y observó a los bibliotecarios. Buscaba a alguien peculiar y cuando creyó haberlo encontrado, fue a ver la tabla de horarios y decidió esperar.

A media tarde, con gafas de sol, aguardaba la hora de cierre frente al edificio central, separado de él por un tráfico congestionado. Vio salir al personal, de uno en uno y en grupos, hasta que por fin apareció el joven que esperaba. Lo vio alejarse por Victoria Street y cruzó para seguirle. Había mucha gente en la calle, turistas y trabajadores que volvían a casa. Se mezcló con la multitud a paso ligero sin perder de vista a su presa. En Grassmarket el joven entró en el primer pub que encontró. John Biblia se detuvo y reflexionó. ¿Sería sólo una copa antes de volver a casa o iría a reunirse con sus amigos para pasar con ellos la velada? Decidió entrar.

Era un bar con poca luz y bullicio de oficinistas, hombres con la chaqueta echada por los hombros y mujeres tomando tónica en vasos largos. El bibliotecario estaba solo en la barra. John Biblia se sentó a su lado y pidió un zumo de naranja, haciendo un gesto con la cabeza hacia la cerveza del joven.

– ¿Toma otra?

Cuando el joven se volvió, se inclinó sobre él y le susurró:

– Voy a decirle tres cosas. Primero: soy periodista. Segundo: quiero obsequiarle con quinientas libras. Tercero: no implica en absoluto nada ilegal. -Hizo una pausa-. Bien, ¿acepta la copa?

El joven no dejaba de mirarle, pero aceptó.

– ¿Es un sí a la cerveza o al dinero? -añadió John Biblia sin perder su sonrisa.

– A la cerveza. De lo otro, explíqueme algo más.

– Se trata de una tarea tediosa que yo no puedo hacer. En la biblioteca, ¿llevan un libro de registro de los volúmenes en consulta y préstamo?

El bibliotecario reflexionó y asintió con la cabeza.

– Parte de ellos se registran por ordenador y otros, todavía por fichas.

– Bien, con los de ordenador será cosa rápida, pero los de fichas le llevarán más tiempo. De todos modos, es una buena remuneración, créame. ¿Y la consulta de prensa?

– Figurará en el registro. ¿Qué fechas le interesan?

– Los últimos tres o seis meses. Y los periódicos entre 1968 y

I97°' Pagó las dos consumiciones con un billete de veinte libras y abrió ostensiblemente la cartera para que el joven viese que había más.

– Tardaré un poco -dijo el joven-, porque tendré que recurrir al cruce de datos entre Causewayside y el puente Jorge IV.

– Puede contar con otras cien libras si se da prisa.

– Necesito datos.

John Biblia asintió con la cabeza y le entregó una tarjeta profesional con nombre y dirección falsos y sin número de teléfono.

– No se moleste en pasar; le telefonearé yo. ¿Cómo se llama?

– Mark Jenkins.

– Muy bien, Mark -dijo John Biblia.

Cogió dos billetes de cincuenta libras y se los metió al joven en el bolsillo superior de la chaqueta.

– ¿De qué se trata? -inquirió éste.

John Biblia se encogió de hombros.

– De Johnny Biblia. Estamos verificando una posible relación con ciertos casos antiguos.

El joven asintió con la cabeza.

– Bien, ¿y qué libros le interesan?

John Biblia le entregó una lista.

– Y los periódicos Scotsman y Glasgow Herald entre febrero del sesenta y ocho y diciembre del sesenta y nueve.

– ¿Qué quiere saber?

– La gente que los ha consultado. Necesito nombres y direcciones. ¿Puede hacerlo?

– Los periódicos originales se guardan en Causewayside; nosotros sólo conservamos microfilmes.

– ¡Qué dice!

– Pediré ayuda a un colega de allí. John Biblia sonrió.

– Mi periódico puede permitirse un suplemento con tal de obtener resultados. ¿Cuánto cree que querrá su amigo…?

Susurro de lluvia

No me olvides cuando me azote la maldad del cruel y del vanidoso

The Bathers, Ave the Leopards

Capítulo 5

La lengua escocesa es particularmente rica en vocabulario meteorológico: dreich y smirr (nublado y calabobos) son dos ejemplos.

Rebus tardó una hora en llegar a la ciudad de la lluvia y otros cuarenta minutos en dar con Dumbarton Road. No había estado en aquella comisaría de Partick, trasladada en 1993, aunque sí conocía la antigua, la «Marina». Circular en coche por Glasgow -puede ser una pesadilla si no se conoce el laberinto de calles de una sola dirección y la deficiente señalización de cruces.

Tuvo que dejar el automóvil en dos ocasiones para llamar por teléfono y que le orientaran, obligado las dos veces a guardar cola bajo la lluvia ante las cabinas. No era verdadera lluvia sino el chispear del smirr, una neblina de minúsculas gotas que te deja calado sin que te des cuenta. Venía del oeste, del océano Atlántico. Era lo que le faltaba a Rebus un lunes dreich por la mañana.

Al llegar a la comisaría, observó que había un coche aparcado con dos personas; por la ventanilla salían volutas de humo y el sonido de una radio. Periodistas, sin duda del turno de noche. Cuando no hay novedades sobre un caso, los periodistas se reparten la guardia en turnos para poder atender otras informaciones y los que quedan al acecho están obligados a comunicar inmediatamente a sus colegas cualquier nueva noticia sobre la investigación.

Cuando por fin franqueó la puerta de la comisaría oyó aplausos dispersos. Se acercó al mostrador.

– Por fin dio con ello, ¿no? Pensé que íbamos a tener que enviar patrullas en su búsqueda -comentó el sargento de guardia.

– ¿Y el inspector jefe Ancram?

– Está en una reunión. Dijo que subiera y esperase.

Rebus subió a la primera planta y vio que los despachos del departamento parecían una única sala de homicidios: en todos ellos había fotos de Judith Cairns en las paredes: Ju-Ju, viva y muerta. Y fotos del lugar del crimen, Kelvingrove Park, un rincón cubierto rodeado de setos. Habían establecido una lista de tareas; con una rutina de investigaciones a domicilio no esperaban obtener gran cosa, pero había que hacer un esfuerzo. Por todas partes veía agentes tecleando, conectados quizá con el ordenador SCRO, o con el HOLMES, el mayor banco de datos de Interior y a través del cual se procesaban todos los casos de homicidio por resolver. Varios equipos dedicados exclusivamente a esa tarea -policía secreta y agentes uniformados- atendían el sistema cargando los datos, verificándolos y documentándolos con referencias cruzadas. El propio Rebus, poco partidario de la nueva tecnología, reconocía las ventajas en comparación con el viejo sistema de ficheros. Se detuvo junto a. una pantalla para observar cómo se introducían unos datos, y al levantar la vista y ver una cara conocida, se apartó para saludar.