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– Se ve que tiene práctica.

– Es el sitio del dueño -replicó Ancram, ajustándose la corbata.

Entraron en The Lobby. Un bar de moda con un número excesivo de incómodos taburetes, paredes de azulejos blancos y negros y con guitarras eléctricas y acústicas colgadas del techo.

Una pizarra con el menú detrás de la barra, tres empleados atareados por la aglomeración de mediodía y más olor a perfume que a alcohol. Chicas de oficina, hablando a voces por encima de la música atronadora y bebiendo combinados de vistosos colores; algunas acompañadas por sus jefes, hombres sonrientes, callados, mayores, delatados por su traje de «directivos». En las mesas había más móviles y buscas que vasos. Hasta el personal del bar debía de llevar uno.

– ¿Qué va a tomar?

– Una jarra de cerveza -contestó Rebus.

– ¿Y para comer?

– ¿Hay algo con carne? -preguntó, mirando por encima el menú.

– Empanada.

Aceptó con un gesto afirmativo. Delante de ellos, una fila bloqueaba la barra, pero Ancram había logrado llamar la atención de un camarero y se alzó de puntillas voceándole lo que querían por encima de las permanentes pajizas de las quinceañeras que les precedían, quienes se volvieron a mirarles con mala cara por colarse.

– ¿Pasa algo, señoritas? -dijo Ancram, con una sonrisa lasciva y disuasoria.

Acto seguido, condujo a Rebus a un rincón apartado de la barra hasta una mesa llena de verduras, ensaladas, quiche y aguacates. Rebus cogió una silla y vio que Ancram tenía asiento reservado. La ocupaban tres oficiales del departamento, ninguno con jarra de cerveza. Ancram hizo las presentaciones.

– A Jack ya lo conoce. -Jack Morton asintió con la cabeza mientras mascaba pan árabe-. Sargento Andy Lennox e inspector Billy Eggleston.

Ambos le dirigieron un escueto saludo, interesados más por la comida que por su presencia. Rebus miró a su alrededor.

– ¿Y la bebida?

– Paciencia, hombre, paciencia. Aquí llega.

Llegaba, efectivamente, el camarero con una bandeja: la jarra de Rebus y su empanada, más el salmón ahumado de Ancram y un gin-tonic.

– Doce libras con diez -dijo.

Ancram pagó con tres billetes de cinco libras y le dijo que se quedara el cambio.

– Por nosotros -dijo, alzando el vaso hacia Rebus.

– Los únicos -añadió Rebus.

– Eran pocos y murieron -apostilló Jack Morton, alzando una copa de algo sospechosamente parecido a agua, y volviendo a su plato y a la conversación del día.

Cerca de ellos había otra mesa con unas oficinistas, con quienes Lennox y Eggleston trataban infructuosamente de vez en cuando de entablar conversación. Rebus pensó que un buen traje no es garantía de nada. Se sentía agobiado e incómodo en aquella mesa tan reducida, con su silla pegada a la de Ancram y la música bombardeándole.

– Bien, ¿qué me cuenta de Tío Joe? -dijo Ancram por fin.

– Cuento que voy a hacerle hoy mismo una visita.

Ancram se echó a reír.

– Si habla en serio hágamelo saber y le pondremos algún refuerzo.

Los otros rieron también sin dejar de comer. Rebus se preguntaba cuánto dinero de Tío Joe había en el departamento de Glasgow.

– A John y a mí -añadió Jack Morton- nos encargaron del caso Knots and Crosses [7].

– ¿Ah, sí? -dijo Ancram con interés.

– Es agua pasada -terció Rebus con gesto despectivo.

Morton captó su ánimo por el tono de voz, inclinó la cabeza sobre el plato y cogió el vaso de agua. Una vieja y lamentable historia.

– Por cierto -dijo Ancram-, creo que tiene algunos problemas con el caso Spaven. Lo he leído en los periódicos -añadió con una sonrisa maliciosa.

– Una campaña orquestada para un programa de la tele. -Fue el único comentario de Rebus.

– Chick, tenemos más problemas con los NSA -comentó Eggleston.

Era alto, delgado y estirado. A Rebus le recordaba a un contable; seguro que era eficiente en el papeleo y un inútil en la calle. Pero en todas las comisarías tenía que haber uno así.

– Es una plaga -gruñó Lennox.

– Un problema social, señores -comentó Ancram-. Y, por consiguiente, un problema para nosotros.

– ¿Los NSA?

Ancram se volvió hacia Rebus.

– Los que No Se Alojan; sin domicilio. El Ayuntamiento ha ido echando a la calle a muchos «inquilinos problemáticos», se niega a darles casa y no les permite la entrada en centros de acogida nocturna. Son casi todos drogadictos y chiflados, «psicológicamente trastornados» que vuelven al seno de la comunidad. Pero la comunidad les dice que se vayan a la mierda y andan por la calle dando la lata y creándonos problemas. Desnudándose en público, picándose una sobredosis de diazepam en la vena y qué sé yo.

– Es repugnante -terció Lennox.

Era un pelirrojo de cabellos rizados y mejillas carmesí, pecoso, de cejas y pestañas claras. El único de la mesa que fumaba. Rebus encendió un cigarrillo para secundarle y Jack Morton le dirigió una mirada de reproche.

– ¿Y qué pueden hacer? -inquirió Rebus.

– Pues -contestó Ancram-, vamos a meterlos a todos el próximo fin de semana en varios autobuses y los soltaremos en Princes Street.

Rieron, mirando a Rebus, y a Ancram, que llevaba la batuta. Rebus miró su reloj de pulsera.

– ¿Tiene que ir a algún sitio?

– Sí, se me hace tarde.

– Bien, escuche -dijo Ancram-, si le invitan a casa de Tío Joe, quiero que me lo diga. Me encontrará aquí esta tarde entre las siete y las diez. ¿De acuerdo?

Rebus le dirigió una inclinación de cabeza, dijo adiós a los demás con la mano y abandonó The Lobby.

Afuera se sintió mejor y empezó a caminar sin rumbo fijo. El centro de la ciudad era como en Norteamérica, una red urbana con calles de una sola dirección. Pero si Edimburgo tenía monumentos, Glasgow estaba construido a una escala tan monumental que, a su lado, la capital parecía de juguete. Siguió caminando hasta encontrar un bar que le gustara. Necesitaba un refuerzo para el viaje que iba a emprender. Había un televisor a bajo volumen pero no música; la gente conversaba en voz baja. A su lado dos hombres hablaban con un acento tan cerrado que no podía entenderles. La única mujer del local era la camarera.

– ¿Qué va a ser?

– Un Grouse doble. Y una botella pequeña para llevar.

Echó un poco de agua en el vaso y pensó que de haber comido allí un par de empanadas con dos whiskies le habría costado la mitad que en The Lobby. Bueno, había pagado Ancram: tres billetes nuevecitos de cinco libras salidos del bolsillo de su elegante traje.

– Coca-Cola, por favor.

Rebus se volvió hacia el nuevo cliente.

– ¿Estás siguiéndome?

– No tienes muy buen aspecto, John -replicó Morton sonriente.

– Y el tuyo y el de tus colegas es demasiado bueno.

– A mí no me compran.

– ¿No? ¿Y a quiénes sí?

– Vamos, John. Lo decía en broma -replicó Morton, sentándose a su lado-. Oí algo sobre Lawson Geddes. ¿Es que se va calmando el asunto?

– Puede. -Rebus vació el vaso de un trago-. Mira eso -añadió, señalando una máquina de caramelos en un rincón-. Dulces a veinte centavos. Los escoceses tenemos fama de dos cosas, Jack: de golosos y de grandes bebedores.

– Y de otras dos -replicó Morton.

– ¿Cuáles?

– Eludir las cuestiones y sentirnos siempre culpables.

– ¿Te refieres al calvinismo? -dijo Rebus a punto de echarse a reír-. Por Dios, Jack, pensaba que el único «calvinista» conocido actualmente era Calvin Klein.

Jack Morton no le quitaba ojo a la espera de que sus miradas se cruzaran.

– Dime otro motivo por el cual un hombre acabe con todo -dijo.

Rebus lanzó un resoplido.

– ¿Tú hasta dónde has llegado?

– Hasta donde hay que llegar -replicó Morton.

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[7] Knots and Crosses (1987) es el título de la primera novela de la serie protagonizada por el inspector Rebus.