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– Ni por asomo, Jack. Anda, tómate un trago como es debido.

– Esto es un trago como es debido. Lo que tú bebes sí que no es un trago.

– ¿Qué, entonces?

– Un modo de escapar.

Jack se ofreció a llevarle a Barlinnie sin preguntarle a qué iba. Fueron por la M8 hasta Riddrie, pues Jack conocía el camino, y no hablaron gran cosa durante el trayecto hasta que le planteó la pregunta que flotaba en el aire.

– ¿Cómo está Sammy?

La hija de Rebus, ya crecida, a quien Jack hacía casi diez años que no veía.

– Muy bien -respondió; pero ya abordaba otro tema para cambiar de conversación-. Me da la impresión de que a Chick Ancram no le caigo bien. No hace más que… estudiarme.

– Es un listillo. Procura ser amable.

– ¿Por algún motivo en concreto?

Jack Morton se calló un comentario y negó con la cabeza. Giraron en Cumbernauld Road y llegaron a la cárcel.

– Oye, no puedo esperarte -dijo Morton-. Dime cuánto vas a tardar y te envío un coche patrulla.

– Será cuestión de una hora.

Jack Morton miró su reloj de pulsera.

– Una hora. -Le tendió la mano-. Me alegro de haberte visto, John.

Rebus se la estrechó.

Capítulo 6

«Big Ger» Cafferty ya esperaba cuando pasó al locutorio.

– Vaya, «Hombre de paja», qué inesperado placer.

Hombre de paja era el apelativo que Cafferty daba a Rebus. El guardián que había acompañado al inspector no parecía dispuesto a dejarlos solos, y dos más vigilaban a Cafferty. No querían que se volviera a fugar de Barlinnie.

– Hola, Cafferty. -Rebus tomó asiento frente a él. Cafferty había envejecido en la cárcel; estaba más pálido y fofo, había engordado bastante. Tenía menos pelo, algunas canas y llevaba barba-. Te he traído algo -dijo, mirando a los guardianes mientras sacaba del bolsillo la botella.

– Está prohibido -espetó un vigilante.

– No se preocupe, Hombre de paja -dijo Cafferty-, de eso tengo lo que quiero; aquí corre como el agua. Pero se agradece la intención.

Rebus se guardó la botella.

– Supongo que quiere algo.

– Así es.

Cafferty cruzó las piernas, estirándolas para ponerse a sus anchas.

– ¿De qué se trata?

– ¿Conoces a Joseph Toal?

– Todos conocen a Tío Joe, hasta los gatos.

– Sí, pero no como tú.

– ¿Y? -sonrió nervioso.

– Quiero que le llames y le pidas que hable conmigo.

Cafferty reflexionó un instante.

– ¿Para…?

– Quiero preguntarle algo sobre Anthony Kane.

– ¿Tony El? Creía que había muerto.

– Dejó sus huellas en el escenario de un crimen en Niddrie.

Pese a lo que dijera el jefe, él enfocaba el caso como un asesinato, y, además, así impresionaba más a Cafferty, quien, efectivamente, lanzó un silbido.

– Qué idiota. Tony El no solía ser tan imbécil. Y si sigue trabajando para Tío Joe… Puede tener consecuencias.

Rebus sabía que ahora Cafferty ataba cabos para ver el modo de conseguir que Toal aterrizara en Barlinnie a hacerle compañía. Motivos no debían faltarle para desear verle en chirona: cuentas pendientes, deudas, usurpación de territorio. Siempre había viejas cuentas por saldar. Cafferty se decidió.

– Pida un teléfono.

Rebus se levantó y se dirigió al guardián, que ladró «¡No está permitido!», pero él le introdujo tranquilamente la botella de whisky en el bolsillo.

– Es preciso que haga una llamada -añadió.

Condujeron a Cafferty a través de corredores bloqueados por tres rejas hasta un teléfono de monedas.

– Es lo más cerca de la calle que estoy desde hace tiempo -bromeó Cafferty.

Los guardianes no sonrieron. Rebus le dio unas monedas.

– Vamos a ver si lo recuerdo… -dijo Cafferty con un guiño a Rebus.

Marcó siete cifras y esperó.

– Oiga. ¿Quién está ahí? -Dijeron un nombre-. No te conozco. Escucha, dile a Tío Joe que Big Ger quiere hablarle. Nada más. -Aguardó, miró a Rebus y se pasó la lengua por los labios-. Que dice, ¿qué? Dile que llamo desde la Bar-L y no me sobra el dinero.

Rebus echó otra moneda.

– Escúchame -insistía Cafferty irritado-, dile que tiene un tatuaje en la espalda. Una cosa que Tío Joe no va contando por ahí -añadió, tapando el micrófono.

Rebus se acercó lo más posible al auricular y oyó una voz grave.

– ¿Eres tú, Morris Gerald Cafferty? Pensé que alguien quería tomarme el pelo.

– Hola, Tío Joe. ¿Cómo van los negocios?

– Funcionan. ¿Quién está a la escucha?

– Que yo vea, tres monos y un pasma.

– A ti siempre te gustó tener público. Ése es tu problema.

– Suena a consejo, Tío Joe, pero ya es demasiado tarde.

– Bueno, ¿qué quieren ésos?

Ésos: Rebus, el pasma, y los tres monos guardianes.

– Es el poli de Edimburgo que quiere hablar contigo.

– ¿De qué?

– De Tony El.

– ¿Y sobre qué? Tony hace un año que no trabaja aquí.

– Pues díselo al amable policía. Tony ha vuelto a las andadas, por lo visto. En Edimburgo hay un fiambre con sus huellas donde lo encontraron.

Gruñido humano.

– ¿Tienes un perro, Tío Joe?

– Dile al poli que yo no tengo nada que ver con Tony.

– Creo que quiere oírlo él mismo.

– Pues que se ponga.

Cafferty, inquisitivo, miró a Rebus, quien negó con la cabeza.

– Quiere verte la cara mientras se lo cuentas.

– ¿Es maricón o qué?

– No, de la vieja escuela. Te gustará, Tío Joe.

– ¿Y por qué ha acudido a ti?

– Era su último recurso.

– ¿Por qué cono aceptaste?

– Por media botella de whisky -respondió Cafferty sin inmutarse.

– Dios mío, esa Bar-L debe de estar más seca de lo que yo pensaba. -Su tono se suavizó.

– Mándame una entera y le mando a tomar por culo.

Risas agudas.

– ¡Joder, Cafferty, te echo de menos! ¿Cuánto te queda?

– Pregunta a mis abogados.

– ¿Sigues con lo tuyo?

– ¿Tú qué crees?

– Eso me han dicho.

– Pues me alegro.

– Envíame a ese cabrón y dile que tiene cinco minutos. A lo mejor voy a verte un día de éstos.

– Mejor no, Tío Joe, a ver si al final de la visita han perdido la llave.

Más risas. Después, Cafferty colgó.

– Me debe un favor, Hombre de paja -masculló-, y es el siguiente: encierre a ese cabrón.

Pero Rebus iba ya camino de la calle.

Morton había cumplido su palabra y allí estaba el coche esperándole. Dio las señas que recordaba haber leído en el expediente de Toal y se acomodó en el asiento de atrás. Delante iban dos agentes. El que ocupaba el asiento del pasajero se volvió hacia él.

– ¿No es donde vive Tío Joe?

Rebus asintió y los agentes intercambiaron una mirada.

– Déjenme allí -ordenó.

El tráfico era denso, la gente volvía del trabajo, y Glasgow se alargaba hacia los cuatro puntos cardinales como si fuera de goma. Cuando llegaron a la barriada de viviendas subvencionadas, vio que eran muy parecidas a las de Edimburgo: piedra artificial gris, zonas de juego sin un árbol, asfalto y varias tiendas fortificadas. Críos en bicicleta que se detenían a mirar el coche con curiosidad, como centinelas, y cochecitos de niño conducidos por mujeres vulgares teñidas de rubio. La gente observaba tras las ventanas y había hombres apostados en las esquinas. Una ciudad dentro de otra, uniforme y enervante, debilitada, librada a su mera obstinación: la pintada RESISTIR en un hastial, un mensaje del Ulster pertinente allí también.

– ¿Le esperan? -preguntó el conductor.

– Sí.

– Menos mal, gracias a Dios.

– ¿Hay por aquí más coches patrulla?