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– Bueno -dijo el otro agente-, antes de irnos, ¿ha mirado si le falta algún dedo?

– A la zona del centro -dijo Rebus, recostándose en el asiento y cerrando los ojos.

Necesitaba otro trago.

Primero fue al bar Horseshoe. Pidió un chupito de whisky de malta y salió a buscar un taxi. Le dijo al chofer que le llevase a Langside Place, en Battlefield. Desde que había estado en la sala donde tenían toda la información referente a John Biblia, sabía que acabaría yendo allí. Podía habérselo pedido a los del coche patrulla, pero no quería dar explicaciones.

En Langside Place tenía su domicilio la primera víctima de John Biblia. Era enfermera y vivía con sus padres. Su padre cuidaba del hijo pequeño cuando ella salía a bailar. Rebus sabía que aquel día pensaba ir al salón Majestic de Hope Street, pero cambió de parecer y fue al Barrowland. Se habría salvado de haber seguido su primer impulso. ¿Por qué habría decidido ir al Barrowland? ¿Fue sólo cosa del destino?

Mandó esperar al taxista, se apeó y anduvo por la calle de arriba abajo. El cadáver lo habían encontrado cerca de allí, a la puerta de un taller en Carmichael Lañe, sin ropa y sin bolso. La policía había llevado a cabo una intensa búsqueda inútil. Y no menos laboriosos habían sido los interrogatorios de quienes aquella noche estaban en el Barrowland, con el agravante de que la noche del jueves era muy concurrida por estar dedicada a los clientes mayores de veinticinco años, y acudían muchos casados y casadas para echar una cana al aire. Muchos no habrían debido estar allí y no se les podía considerar testigos fiables.

El motor del taxi seguía en marcha, y el contador corría. No sabía lo que esperaba encontrar allí, pero, de todos modos, le satisfacía haber ido. Resultaba difícil mirar la calle y recrear el año 1968; no quedaba nada que recordase a aquella época. Todo había cambiado, incluidas las personas.

El segundo lugar Rebus ya lo conocía: Mackeith Street. Allí había vivido y muerto la segunda víctima. Un detalle en el caso de John Biblia era que había acompañado a sus víctimas hasta cerca de su domicilio, lo que indicaba mucha confianza o indecisión. En agosto de 1969, la policía tenía casi abandonada la investigación y el Barrowland volvía a llenarse. Aquel sábado por la noche, la víctima había dejado a sus tres hijos al cuidado de una hermana que vivía en el piso de enfrente. En aquella época toda Mackeith Street eran edificios de pisos, pero al llegar allí en taxi, Rebus vio casas adosadas y antenas parabólicas. Hacía ya mucho que los pisos habían desaparecido; en 1969 estaban condenados a la piqueta y muchos de ellos deshabitados. La habían encontrado en uno de los edificios abandonados, estrangulada con sus propias medias. Faltaban algunas pertenencias, bolso incluido. Rebus no veía motivo para bajar del taxi. El taxista volvió la cabeza.

– John Biblia, ¿no?

Rebus, sorprendido, asintió con la cabeza. El hombre encendió un cigarrillo. Tendría unos cincuenta años: pelo canoso y rizado, rostro rubicundo y una mirada infantil en sus ojos azules.

– También entonces era taxista, ¿sabe? -añadió-. La verdad es que siempre he hecho lo mismo.

Rebus recordó el archivador con la etiqueta Empresas de taxi.

– ¿Le interrogó la policía?

– Ah, sí, pero lo que querían, sobre todo, es que estuviéramos alerta, ¿sabe?, por si subía al taxi. Pero por su descripción podría haber sido uno de tantos clientes y sus rasgos eran los de muchos. Estuvieron a punto de producirse linchamientos y la policía tuvo que dar a algunos un certificado que especificaba: «Este hombre no es John Biblia».

– ¿Y qué cree que fue de él?

– Ah, ¿quién sabe? Al menos paró, que es lo que importa, ¿no?

– Si es que paró -dijo Rebus con voz queda.

El tercer lugar estaba en Earl Street de Scotstoun, donde apareció el cadáver la víspera de Todos los Santos. La hermana de la víctima, que había pasado con ella toda la velada, hizo un relato muy detallado de aquella noche: el autobús hasta Glasgow Cross, el paseo por Gallowgate…, los escaparates que habían mirado…, lo que habían bebido en Traders' Tavern… y el baile de Barrowland. Ambas habían conocido a dos tipos que se llamaban John, pero que no congeniaban, y uno de ellos se despidió para coger el autobús; el otro se quedó con ellas y las acompañó en taxi charlando. A Rebus le extrañaba, igual que a otros muchos, que John Biblia hubiese dejado un testigo tan sólido. ¿Por qué se había cobrado aquella tercera víctima a sabiendas de que la hermana iba a facilitar un minucioso retrato de éclass="underline" cómo vestía, lo que había hablado y el detalle del diente? ¿A qué se debía tal descuido? ¿Era un desafío a la policía, o había otro motivo? Quizás estaba a punto de marcharse de Glasgow y eso hizo que no actuara como siempre. Pero ¿marcharse, adónde? ¿A algún lugar en que por su descripción pasara inadvertido, como Australia, Canadá o Estados Unidos?

A medio camino de Earl Street, Rebus le dijo al taxista que había cambiado de idea y que le llevase a la «Marina». La antigua comisaría de Partick -centro de la investigación sobre John Biblia- estaba vacía y casi en ruinas. Se podía aún acceder a ella abriendo los candados, pero los críos no tenían necesidad de hacerlo para entrar. Se contentó con sentarse fuera un rato. Por la «Marina» habían pasado muchos sospechosos a declarar y ser sometidos a ruedas de identificación y careos más informales. Joe Beattie y la hermana de la tercera víctima los observaban, escrutaban sus rostros, los rasgos y la forma de hablar, y, luego, vuelta a empezar.

– Ahora querrá ir al Barrowland, ¿verdad? -dijo el taxista, pero Rebus negó con la cabeza.

Ya había visto suficiente. El Barrowland no iba a decirle nada que no supiera.

– ¿Conoce un bar llamado The Lobby? -preguntó. El hombre hizo un gesto afirmativo-. Pues lléveme allí.

Pagó la carrera, le dio cinco libras de propina y pidió el recibo.

– No damos recibos, amigo. Lo siento.

– No trabajará por casualidad para Joe Toal, ¿eh?

– Ni lo he oído nombrar.

El hombre le miró con mala cara, metió la primera y arrancó.

En la barra de The Lobby estaba Ancram, con aire relajado entre dos hombres y dos mujeres que le escuchaban atentamente. El local estaba lleno de gente que había salido del trabajo, arribistas y mujeres solas.

– ¿Qué toma, inspector?

– Invito yo -dijo Rebus, señalando el vaso de Ancram y los de los otros, pero Ancram soltó una carcajada.

– A ellos no se les invita; son periodistas.

– De todos modos, la ronda es mía -dijo una de las mujeres-. ¿Qué toman?

– Mi madre me aconsejó no aceptar bebidas de desconocidos.

La mujer sonrió, iba maquillada y su rostro cansado fingía entusiasmo. Jennifer Drysdale. Rebus sabía la causa del cansancio: resultaba duro actuar como «un hombre más». Mairie Henderson le había hablado de ello… las cosas cambiaban muy lentamente, la realidad era un barniz de igualdad sobre el mismo papel pintado de siempre.

Un disco de Jeff Beck, Hi-Ho Silver Lining. La letra era idiota pero se escuchaba desde hacía más de veinte años. No entendía por qué en un local con las pretensiones de The Lobby ponían viejos éxitos.

– En realidad -decía Ancram-, estamos cerca de encontrar algo. ¿Verdad, John?

– Sí.

Que le llamara por su nombre le dio a entender que el inspector jefe quería zanjar el asunto.

Los periodistas ya no parecían tan contentos y comenzaron a asediarle a preguntas sobre Johnny Biblia para tener algo que escribir.

– Qué más quisiera yo que contarles algo, pero todavía no tengo datos.

Ancram alzó las manos para tratar de calmarlos.

Rebus vio que había una grabadora en la barra.

– Declare usted cualquier cosa -dijo uno de los hombres, arriesgando una mirada en dirección a Rebus, que se mantenía al margen.

– Si quieren información -añadió Ancram, rompiendo el corro-, contraten un vidente. Gracias por las copas.