Capítulo 7
Aberdeen.
Aberdeen significaba lejos de Edimburgo, sin Justicia en directo, ni Fort Apache, ni tanta mierda encima. Aberdeen no estaba mal.
Pero en Edimburgo tenía cosas que hacer. Quería ver el lugar del crimen de día; iría con el Escort de Fort Apache, sin arriesgarse con su Saab. Jim MacAskill le quería en el caso porque llevaba poco tiempo en aquel destino para haberse ganado enemigos; Rebus se preguntaba cómo podría hacer amigos en Niddrie. De día, el lugar era aún más inhóspito: ventanas tapiadas, vidrios rotos sobre el asfalto, críos aburridos jugando al sol y miradas de desaprobación cuando pasaba en coche.
Habían derruido ya muchos edificios; detrás de la barriada había casas adosadas. Antenas parabólicas como símbolo del estatus: el paro. También un pub abandonado, y una tienda solitaria en una esquina con el escaparate lleno de carteles de vídeos; parada obligatoria para todos los chicos. Bandidos en ciclomotor masticando chicle. Rebus pasó despacio mirándolos. El apartamento del crimen quedaba más allá y no se veía desde la calle principal de Niddrie. Rebus pensó que Tony El no pertenecía a aquel barrio. ¿Por qué habrían ido allí si había otros más cerca del centro?
Dos hombres y la víctima. Tony El y un cómplice.
El cómplice conocía el barrio.
Subió la escalera hasta la vivienda. La puerta estaba precintada pero él tenía llaves de los candados. El salón seguía iguaclass="underline" con la mesa patas arriba y la manta. Si hubiera vecinos, quizás habrían podido ver algo, pero había que reconocer que las posibilidades se reducían a un uno por ciento y aún menos las de obtener declaraciones. Cocina, cuarto de baño, dormitorio, recibidor. Andaba pegado a las paredes por si el suelo cedía. En aquel bloque no vivía nadie, pero en el contiguo había un par de ventanas con cristales: una en la primera planta y otra en la segunda. Llamó a la puerta de la primera y le abrió una mujer desaliñada con un niño de pecho aferrado al cuello. Sobraban las presentaciones.
– Yo no sé nada y no he visto ni oído nada -le espetó la mujer intentando cerrar la puerta.
– ¿Está casada?
Abrió de nuevo.
– ¿Ya usted qué más le da?
Rebus se encogió de hombros. Buena pregunta.
– Él estará en el bar, lo más seguro -añadió ella.
– ¿Cuántos hijos tienen?
– Tres.
– Vivirán muy apretados.
– Eso es lo que no paramos de repetirles. Y nos dicen que estamos en la lista.
– ¿Qué edad tiene el mayor?
Ella entornó los ojos.
– Once años.
– ¿Cree que pudo haber visto algo?
– Me lo habría dicho -respondió ella, negando con la cabeza.
– ¿Y su marido?
– Lo habría visto todo doble -contestó sonriendo.
Rebus sonrió también.
– Bien, si se entera de algo… por los críos o por su marido…
– Sí, muy bien.
Y le cerró la puerta sin más.
Rebus subió a la otra planta. Cagadas de perro en el rellano y un condón usado. Lo miró evitando la asociación de ideas. Pintadas en la puerta: mamona, el cono de Su Majestad y dibujos de coitos de cómic, que la inquilina había desistido de borrar. Rebus tocó el timbre. No contestaban. Probó otra vez.
Una voz se oyó desde el fondo:
– ¡Largo, cabrón!
– ¿Podría hacerle unas preguntas?
– ¿Quién es?
– Departamento de Investigación Criminal.
Ruido de cadena. La puerta se entreabrió cuatro centímetros. Rebus vio media cara: una vieja, o quizás un viejo. Mostró su placa.
– No van a echarme. Me encerraré en el piso aunque tiren la casa.
– No vengo a echarla.
– ¿Cómo?
– Que nadie va a echarla -repitió, alzando la voz.
– Sí que quieren, pero yo no me voy. Dígaselo.
Le llegaba un olor como de carne podrida.
– Escuche, ¿se ha enterado de lo que pasó aquí al lado?
– ¿Cómo?
Rebus miró por la rendija de la puerta. Un recibidor lleno de hojas de periódico y latas vacías de comida para gatos. Lo intentó de nuevo.
– Aquí al lado mataron a una persona.
– A mí no me venga con cuentos, joven -replicó la anciana irritada.
– No le vengo con… Bah, al diablo.
Giró sobre sus talones y descendió las escaleras. De pronto el mundo exterior le pareció agradable al calorcillo del sol. Bueno, relativamente. Se llegó a la tienda de la esquina, hizo unas cuantas preguntas a los chicos y ofreció caramelos de menta a todos. Información no obtuvo, pero le sirvió de excusa para entrar en la tienda a comprar un paquete de extrafuertes, que se guardó en el bolsillo para después, y hacer un par de preguntas a la dependienta asiática, una chica de quince o dieciséis años guapísima. En el televisor, a buena altura en la pared, unos gángsteres de Hong Kong se destrozaban a tiros. La chica no sabía nada.
– ¿Le gusta Niddrie?
– No está mal -le contestó con acento de Edimburgo sin apartar la vista del televisor.
Rebus volvió a Fort Apache. En el «cobertizo» no había nadie. Tomó un café y se fumó un cigarrillo. Niddrie, Craigmillar, Wester Hailes, Muirhouse, Pilton, Granton… Todas esas barriadas le parecían una especie de horrible experimento de ingeniería social, obra de científicos con bata blanca que situaban a la gente en diversos laberintos, a ver qué pasaba, cómo encontraban la salida… Él vivía en una zona de Edimburgo donde los pisos de tres dormitorios se vendían por una suma de seis cifras. Le hacía gracia poder vender el suyo y hacerse inmensamente rico… salvo que, claro, no tendría dónde vivir y no podría mudarse a una zona mejor. Se daba cuenta de que estaba tan atrapado como los de Niddrie o Craigmillar; simplemente en una trampa más bonita.
Sonó su teléfono. Descolgó, arrepintiéndose de inmediato.
– ¿Inspector Rebus? -Una voz de secretaria-. ¿Puede venir mañana a Fettes para una reunión?
Rebus sintió un escalofrío en la columna vertebral.
– ¿Una reunión de qué?
– No lo sé. -La voz era neutra y risueña-. Es a petición de la oficina del ACC.
El subdirector Colin Carswell, adjunto del jefe de policía, era de Yorkshire, lo más parecido a un escocés que puede ser un inglés. Llevaba en la dirección territorial dos años y medio y hasta el momento nadie había hablado mal de él, lo que le hacía merecedor de aparecer en el libro Guinness. Había habido un poco de desorganización durante los meses siguientes a la dimisión del anterior director hasta el nombramiento de otro nuevo, pero Carswell supo hacerse con el timón, aunque algunos opinaban que era excesivamente apto, por lo que nunca llegaría a ser jefe supremo. En la territorial de Lothian y Borders solían presumir de un jefe supremo y dos ayudantes, pero uno de éstos había pasado a ocupar el cargo de director de Servicios Corporativos, empleo que nadie del cuerpo sabía en qué consistía.
– ¿A qué hora?
– A las dos. No le entretendrán mucho.
– ¿Y habrá té con galletas? Si no, no voy.
Hubo un silencio y después un suspiro al advertir que era broma.
– Veremos qué puede hacerse, inspector.
Rebus colgó. Volvió a sonar y cogió el auricular.
– ¿John? Soy Gill. ¿Recibiste mi mensaje?
– Sí, gracias.
– Ah. Pensé que me llamarías.
– Hum…
– John, ¿sucede algo?
– No lo sé -dijo, alzando los hombros-. El subdirector quiere verme.
– ¿Para qué?
Suspiró.
– ¿Qué has hecho ahora?
– Nada en absoluto, Gill. Es la pura verdad.
– ¿Ya te has ganado enemigos?
En ese momento entraron Bain y Maclay. Rebus les saludó con la cabeza.
– De enemigos nada. ¿Por qué, crees que he cometido alguna pifia?
Maclay y Bain se despojaban de la chaqueta como ajenos a la conversación.
– Escucha, el mensaje que te dejé…