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– Va despacio. Si quieres que te diga mi opinión -añadió, levantando los ojos hacia él-, el que ha escrito las notas es un maestro del circunloquio. Vueltas y más vueltas en torno al asunto. Me da la impresión de que cualquiera que le eche una primera ojeada abandonará en vez de enfrascarse en la lectura.

– ¿Y qué pretendería el que lo redactó? -dijo Rebus sonriente.

– Disuadir al lector. Lo más probable es que intentara inducirle a ir directamente a las conclusiones prescindiendo de toda la paja descriptiva. Con ello se pierden muchos detalles que hay salteados en el texto.

– Perdonad -terció Siobhan-, ¿interrumpo por casualidad una reunión masónica? ¿Habláis en clave para que yo no me entere?

– Nada de eso, hermana Clarke -dijo Rebus al tiempo que se levantaba-. A lo mejor el hermano Holmes te lo explica.

Holmes la miró.

– Sólo si prometes no enseñarme las fotos de tus vacaciones.

– No pensaba hacerlo -replicó Siobhan, erguida en la silla-. Sé que las playas nudistas no te van.

Rebus llegó expresamente pronto a la cita. Bain no mentía. En efecto, había dos restaurantes con persianas de listones de madera separados por unos ochenta metros, distancia que se dedicó a recorrer paseando de arriba abajo. Vio a Gill torcer la esquina de Tollcross y la llamó con la mano. No se había arreglado para la ocasión: vaqueros nuevos, una sencilla blusa beige y un jersey de cachemira amarillo anudado al cuello. Gafas de sol, una cadenita de oro al cuello y zapatos de tacón alto. Le gustaba hacer ruido al caminar.

– Hola, John.

– ¿Cómo estás, Gill?

– ¿Es éste?

Rebus miró al restaurante.

– Hay otro más allá, si lo prefieres. O uno francés, o un tai…

– No, aquí está bien -dijo ella mientras empujaba la puerta y le precedía-. ¿Has reservado mesa?

– Pensé que no habría mucha gente -respondió Rebus al ver que no estaba vacío, pero quedaba una mesa para dos junto a la ventana, justo debajo de un altavoz que distorsionaba.

Gill se quitó el bolso en bandolera para dejarlo bajo la silla.

– ¿Van a beber algo? -inquirió el camarero.

– Para mí, whisky con soda -dijo Gill.

– Yo, whisky solo -pidió él.

Después del primer camarero llegó otro con la carta, pan indio y pepinillos. Cuando se hubo retirado, Rebus miró en derredor, vio que nadie les miraba y estiró el brazo para desconectar de un tirón el cable del altavoz. Fuera música.

– Mejor -dijo Gill, sonriendo.

– Bueno -dijo Rebus, desplegando la servilleta sobre las piernas-, ¿es una cena de trabajo o simple diversión?

– Ambas -respondió ella, pero se interrumpió al llegar el camarero, quien miró desconcertado al advertir algo raro hasta detener la mirada en el altavoz silenciado.

– Tiene fácil arreglo -les comentó, pero ellos negaron con la cabeza y se enfrascaron en la carta.

El camarero tomó nota y Rebus alzó la copa.

– Slainte.

– Salud -dijo ella.

Dio un sorbo y exhaló un suspiro.

– Bueno -dijo Rebus-, una vez hechos los cumplidos…, al grano.

– ¿Sabes cuántas inspectores jefe hay en la policía escocesa?

– Podrían contarse con los dedos de una mano.

– Exacto. -Gill hizo una pausa y recolocó sus cubiertos-. No quiero fastidiar.

– ¿Y quién lo quiere?

Ella le miró y sonrió. Rebus: un auténtico cenizo donde los hubiera, una vida llena de meteduras de pata y más difícil de enmendar que una grabación de ocho pistas.

– De acuerdo -admitió él-, me llevo la palma.

– Y eso cuenta a tu favor.

– No -replicó sacudiendo la cabeza-, porque sigo cagándola.

– John, yo llevo cinco meses sin conseguir una buena captura -dijo ella con una sonrisa.

– Y ahora las cosas van a cambiar, ¿eh?

– No lo sé -añadió ella-. Me han pasado una información sobre un asunto de drogas… Un jefazo.

– Que según el reglamento deberías trasladar a la Brigada de Investigación Criminal de Escocia.

Gill clavó la vista en él.

– ¿Y que esos cabronazos gandules se apunten el mérito? Vamos, John.

– En cualquier caso, nunca he sido muy partidario del reglamento… -No quería que Gill la cagara. Sentía que era algo importante para ella; quizá muy importante. Necesitaba orientación, como le había sucedido a él con Spaven-. Bien, ¿quién te pasó la información?

– Fergus McLure.

– ¿Feardie Fergie? -dijo Rebus, con los labios fruncidos-. ¿No era confidente de Flower?

Gill asintió con la cabeza.

– Yo me quedé la lista de Flower cuando lo trasladaron.

– Joder, ¿cuántas cosas te sacó a ti?

– Es igual.

– La mayoría de las confidencias de Flower son de lo peorcito del sector soplones.

– Sea lo que fuere, me dio su lista.

– Feardie Fergie, ¿eh?

Fergus McLure se había pasado media vida de clínica en clínica porque tenía los nervios hechos trizas; lo más fuerte que bebía era Ovomaltina y, como espectador, lo que más le excitaba eran los concursos de animales de compañía. Su botiquín contribuía en gran parte a los beneficios de la industria farmacéutica inglesa. Aparte de ello, dirigía un modesto imperio casi legaclass="underline" joyero de profesión, vendía también alfombras persas con alguna tara que liquidaba en subastas. Vivía en Ratho, un pueblo de las afueras. Se sabía que era homosexual, pero llevaba una vida discreta, no como algunos jueces que Rebus conocía.

Gill mordisqueó el pan indio y lo untó de salsa picante.

– ¿Cuál es el problema? -inquirió Rebus.

– ¿Conoces bien a Fergus McLure?

– Sólo lo que dicen -mintió Rebus-. ¿Por qué?

– Porque quiero tenerlo todo bien atado antes de actuar.

– El problema con los soplones, Gill, es que no siempre puedes contar con una confirmación.

– Ya, pero otro puede darme su opinión.

– ¿Quieres que hable con él?

– John, pese a todos tus fallos…

– A los que debo mi fama.

– … eres buen psicólogo y conoces muy bien a los confidentes.

– Fue mi tema de reserva en el concurso Mastermind.

– Sólo quisiera que vieras si la cosa está clara. No quisiera echar toda la carne en el asador y abrir una investigación, disponiendo la vigilancia, intervención de teléfonos, o incluso una operación de cebo, para quedar en ridículo.

– Entendido. Pero ya sabes que, si no les informas, los de la brigada se cabrearán; ellos tienen el personal y la experiencia para una operación de ese tipo.

Gill volvió a clavar la mirada en John.

– ¿Desde cuándo estás a favor del reglamento?

– No se trata de mi posición. Soy la oveja negra de la jefatura territorial… y para ellos con una basta.

Les trajeron la cena y la mesa se llenó de bandejas y platos, más pan indio en unas obleas enormes. Se miraron como si ya no tuvieran tanto apetito.

– Otros dos -dijo Rebus, al tiempo que entregaba al camarero su vaso vacío. Y, dirigiéndose a Gill-: Bueno, explícame lo de Fergie.

– Es algo deslavazado. Se espera que llegue del norte droga consignada como antigüedades, para entregar luego a los traficantes.

– Que son…

Ella se encogió de hombros.

– McLure cree que son norteamericanos.

– ¿Quiénes, los vendedores?

– No, los compradores. Los vendedores son alemanes.

Rebus repasó mentalmente los principales compradores de Edimburgo sin que recordara ningún norteamericano.

– Sí, ya sé -dijo Gill, como si le hubiera leído el pensamiento.

– ¿Unos que quieren entrar en el negocio?

– McLure cree que el destino de la droga está mucho más al norte.

– ¿Dundee?

Afirmó con la cabeza.

– Y Aberdeen.

Otra vez Aberdeen. Dios, aquella ciudad se la tenía jurada.