– Inspector Rebus.
– Soy Brian.
Brian Holmes, sargento de policía, que conservaba su destino en St. Leonard. Se mantenían en contacto. Aquella noche su voz era neutra.
– ¿Problemas?
Holmes rió sin ganas.
– Todos y más.
– Pues cuéntame el último -dijo Rebus, abriendo la cajetilla, llevándose un cigarrillo a la boca y encendiéndolo, todo con una sola mano.
– No sé si debo, con lo jodido que estás.
– Craigmillar no está tan mal.
Rebus echó un vistazo a la anticuada oficina.
– Me refiero a lo otro.
– Ah.
– Escucha, es que… creo que voy a tener problemas…
– ¿Qué ha pasado?
– Un sospechoso que habíamos detenido me estaba tocando las pelotas.
– Y le zurraste.
– Sí.
– ¿Ha presentado denuncia?
– Lo va a hacer. Su abogado quiere llevarlo adelante.
– ¿Tu palabra contra la suya?
– Claro.
– Los de asuntos internos lo rechazarán.
– Imagino que sí.
– Que Siobhan te eche una mano.
– Está de vacaciones. En el interrogatorio me acompañaba Glamis.
– Malo, entonces. Es un gallina como no hay dos.
Pausa.
– ¿No vas a preguntarme si lo hice?
– Bajo ningún concepto quiero saberlo, ¿está claro? ¿Quién era el sospechoso?
– Mental Minto.
– Dios, ese borracho sabe más de leyes que un procurador. Bien, vamos a hablar con él.
Daba gusto salir de la comisaría. Bajó el cristal de las ventanillas del coche. El aire era casi cálido. El Escort de la policía llevaba mucho tiempo sin limpiar y tenía envoltorios de chocolatinas, bolsas de patatas fritas y cartones de zumo de naranja y Ribena aplastados. El alma de la dieta escocesa: azúcar y sal. Añádase alcohol y ya es todo puro sentimiento.
Minto vivía en el primer piso de un edificio de apartamentos de alquiler en South Clerk Street. Rebus ya había estado allí otras veces, ninguna de ellas fue agradable. No encontró aparcamiento y dejó el coche en doble fila. En el cielo, un rosado deslavazado luchaba inútilmente con la oscuridad arrolladora. Todo ello subrayado por un naranja halógeno. La calle estaba animada. Del cine y de los pubs aún abiertos se retiraban los últimos clientes. Olía a comida: fritangas, pizza y especias indias. Brian Holmes esperaba delante de una tienda con las manos en los bolsillos. Seguramente había venido a pie desde St. Leonard. Se saludaron con una inclinación de cabeza.
Holmes parecía cansado. Pocos años antes era joven, fresco, entusiasta. Rebus sabía que la vida hogareña se había cobrado su tributo: a él le había sucedido igual en su matrimonio, roto hacía años. La compañera de Holmes quería que éste dejase la policía. Deseaba un hombre que al volver a casa estuviera pendiente de ella y no enfrascado en los casos, en especulaciones mentales y en estrategias para ascender. Muchas veces, un oficial de policía está más unido a su compañero de trabajo que a su propia esposa. Cuando ingresas en el DIC te dan un apretón de manos y un papel.
El papel sin fecha fija, condicional a tenor de las circunstancias.
– ¿Sabes si está en casa? -preguntó Rebus.
– Le he telefoneado y contestó él mismo. Parecía medio sobrio.
– ¿Le has dicho algo?
– ¿Me tomas por idiota?
Rebus miró hacia las ventanas del edificio. La planta baja estaba ocupada por tiendas. Minto vivía justo encima de una cerrajería. La cosa tenía su gracia.
– Bien; subes conmigo y te quedas en el rellano. Sólo entra si oyes jaleo.
– ¿Seguro?
– Sólo quiero hablar con él. -Rebus le puso la mano en el hombro-. Tranquilo.
La puerta principal estaba abierta. Subieron la tortuosa escalera en silencio. Rebus tocó el timbre y respiró hondo. En cuanto comenzó a abrirse la puerta le dio un empujón con el hombro que propulsó a Minto y a él mismo hacia el recibidor escasamente iluminado. El inspector dio un portazo a su espalda.
Minto se puso a la defensiva hasta que vio quién era, tras lo cual se contentó con lanzar un gruñido y regresar dando zancadas al cuarto de estar, una pieza minúscula que incluía la cocina, con un armario que ocupaba toda una pared y que Rebus sabía que ocultaba una ducha con retrete y lavabo de casa de muñecas. Construían iglús más espaciosos.
– ¿Qué cono quiere? -le espetó Minto cogiendo una lata de cerveza, que vació de un trago, sin sentarse.
– Poca cosa -contestó Rebus, mirando alrededor despreocupado pero alerta, con las manos a los costados.
– Esto es allanamiento de morada.
– Sigue quejándote y yo te daré allanamiento.
El rostro de Minto se ensombreció. A sus treinta y tantos años parecía mucho mayor. Había estado enganchado a casi todas las drogas duras de su época, coca Billy "Whizz, caballo, speed Morningside, y ahora seguía un programa de metadona. Si antes era un problema menor, ahora era un loco. Un tarado.
– Por cierto, he oído que se la ha buscado -dijo.
Rebus dio un paso más hacia él.
– Pues, sí, Mental. Ya no tengo nada que perder. Podría rematar la faena.
Minto alzó las manos.
– Despacio. Vamos por partes. ¿Cuál es su problema?
Rebus serenó el rostro.
– Mi problema eres tú, Mental Minto. Has denunciado a un colega mío.
– Me pegó.
Rebus meneó la cabeza.
– Yo estaba presente y no vi nada. Fui a charlar con el inspector Holmes y estuve un buen rato; así que si te hubiera agredido lo habría visto, ¿no?
Se miraron mutuamente en silencio. Luego, Minto dio media vuelta y se dejó caer pesadamente en el único sillón del cuarto. Parecía enfadado. Rebus se agachó a coger algo del suelo. Era un folleto municipal de alojamientos para turistas.
– ¿Vas a algún sitio? -dijo, mientras miraba la lista de hoteles, hostales y habitaciones con derecho a cocina, y amenazaba con el papel a Minto-. Si atracan alguno de estos establecimientos tú serás el primero a quien visitaremos.
– Acoso -replicó Minto en voz baja.
Rebus dejó caer el folleto al suelo. Minto ya no parecía estar loco, sino hundido, como si la vida le atacara con una herradura dentro de un guante de boxeo. Rebus dio media vuelta para marcharse, cruzó el recibidor y ya estaba en la puerta cuando oyó que Minto pronunciaba su nombre. De pie, a cuatro metros, al otro extremo del recibidor, aquel hombrecillo, con su astrosa camiseta negra alzada hasta los hombros, le mostraba el pecho, para a continuación darse la vuelta y enseñarle la espalda. Pese a la poca luz de la bombilla de cuarenta vatios con tulipa cagada de moscas, Rebus los vio. Primero le parecieron tatuajes. Pero tenía magulladuras por todas partes: costillas, flancos y riñones. ¿Autoinfligidas? Tal vez. Siempre existe la posibilidad. Minto se bajó la camiseta y lo miró furioso, sin pestañear. El inspector abandonó el apartamento.
– ¿Todo bien? -preguntó nervioso Brian Holmes.
– Le he dicho que estuve en el interrogatorio.
– ¿Ah, sí? -inquirió Holmes tras un fuerte suspiro.
– Exacto.
Fue quizás el tono de voz lo que dio una pista a Holmes. Sostuvo la mirada de John Rebus, pero fue el primero en desviarla. En la calle le tendió la mano y dijo:
– Gracias.
Pero Rebus le había dado la espalda y se alejaba.
Cruzó con el Escort la capital desierta, sus calles flanqueadas por casas a precios de seis cifras. En la actualidad, vivir en Edimburgo era un lujo. Podía costarte cuanto tenías. Trató de no pensar en lo que había hecho, en lo que Brian Holmes había hecho. Del It's a Sin [1] de los Pet Shop Boys, que le vino a la cabeza, pasó sin transición al So What? [2] de Miles Davis.
Se dirigió dudoso hacia Craigmillar, pero cambió de idea. No, se iría a casa con la esperanza de que no hubiese periodistas al acecho. Al regresar siempre llevaba la noche pegada y tenía que frotársela y lavársela, como si fuera un viejo adoquinado que pisan todos a diario. A veces era mejor quedarse por las calles o dormir en la comisaría. Había noches en que no paraba de dar vueltas en coche, no por Edimburgo, sino por Leith, la zona de putas y maricones, por el muelle, en ocasiones por South Queensferry y el puente Forth, luego cruzaba Fife por la M90, hasta más allá de Perth, y llegaba a Dundee, daba la vuelta y regresaba, por lo general ya cansado; paraba en un arcén y se dormía en el coche.