– Y, si tenemos suerte, no encontrarán el túnel -opinó Thomas.
– ¡Entonces debemos pelear! Podemos darles una paliza…
– ¡Sin muertes! -exclamó Thomas, mirando a Caín y Stephen-. ¿Están listos para lo que significa esto?
– Si hablas de muerte, entonces estoy listo -contestó Caín.
– Preferiría morir antes de ir a parar a sus mazmorras -añadió Stephen-. No me llevarán vivo.
– ¿Y cómo propones forzarles las manos? Si nos agarran vivos, entonces iremos con ellos de manera pacífica. Sin pelear, ¿está claro?
– Les ayudé a construir sus mazmorras. Yo…
– Entonces puedes ayudarnos a escapar de sus mazmorras.
– ¡No hay manera de escapar!
Los hermanos también habían sido de los últimos en llegar, y aún tenían fresco en sus mentes el descubrimiento de vida al otro lado del ahogamiento. Los dos eran de piel morena y se habían rapado las cabezas como parte de un voto que habían hecho. Ambos tenían claro lo de mostrar tanto como fuera decentemente posible su carne libre de enfermedad.
– Sin pelear -repitió Thomas.
Sostuvieron sus miradas por un momento.
– Sin pelear -asintió Stephen.
Los cinco se hallaban en fila, frente a las hordas. Resonaron cascos detrás de ellos y Thomas se volvió para ver que del humo que se iba desvaneciendo emergía el equipo que Suzan había predicho.
– Nos estamos metiendo en problemas -expresó William.
– No, estamos logrando la libertad de Mikil. La libertad del Círculo.
– ¿Mikil? No me digas que esto tiene que ver con estos sueños tuyos.
Se le había ocurrido la idea. No estaba seguro de lo que habían hecho al escribir en el libro en blanco ahora en su cintura, pero o él o Kara debían regresar. Las vidas de seis mil millones de personas estaban en juego. Sin mencionar la vida de su propia hermana. Si Mikil moría, Kara moriría.
' Si estuviera preocupado solo con las historias, me habría salvado yo, ¿no es así? Aquí estamos haciendo ni más ni menos lo que sin duda haría Justin.
No había nada más de que hablar. Thomas extrajo el libro de la cintura y se lo metió en la túnica.
WOREF PASÓ cabalgando a sus hombres y analizó el callejón sin salida en el cañón. Cinco.
Los otros cincuenta habían desaparecido.
Pero entre los cinco se hallaba Thomas. Si había calculado correctamente, los otros emergerían de estos cañones por el sur, donde sus hombres darían debida cuenta de ellos. Ahora le preocupaban estos cinco.
Este.
– Envíen mensaje: cuando encuentren a los demás, mátenlos a todos. Tengo a Thomas de Hunter.
Woref fustigó su caballo y cabalgó con su guardia para reunirse con el hombre que era responsable del dolor que había soportado en los últimos trece meses. El nombre de Thomas de Hunter aún se susurraba con temor a altas horas de la noche alrededor de mil hogueras. Él era una leyenda que desafiaba la razón. Al no derrotar a las hordas con la espada, había adoptado ahora el arma de la paz. Qurong preferiría enfrentar cualquier día una espada antes que a este heroico engaño al que llamaban el Círculo. Es verdad que solo mil habían seguido a Thomas en su demencia, pero lo que era mil se podría convertir fácilmente en diez mil. Y luego en cien mil.
Hoy él reduciría su número a uno.
Y hoy Woref tendría a su novia.
Se detuvo a diez metros de los albinos. Estos parecían salamandras con su asquerosa piel al descubierto. La brisa le traía el hedor de ellos y él hizo lo que pudo para no respirarlo muy profundo. Olían a fruta. La misma fruta amarga que usaban para su hechicería, la variedad que crecía alrededor de los estanques rojos. Se decía que ellos bebían la sangre de Justin y que obligaban a sus hijos a hacer lo mismo. ¿Qué clase de enfermedad de la mente empujaría a un hombre a tales ridiculeces?
Dos de los prisioneros eran calvos. Parecían vagamente conocidos. Un tercero era una mujer. El solo pensamiento de que algún hombre se reprodujera con una salamandra tan horrible bastaba para producirle náuseas.
El general puso su caballo al lado del de Thomas de Hunter. Medallones parecidos colgaban de los cuellos de cada uno de los rebeldes. Estiró la mano, agarró el colgante de Thomas, se lo arrancó y lo sostuvo en la palma. Luego escupió en él.
– Ustedes ahora son prisioneros de Qurong, líder supremo de las hordas -expresó, y luego hizo alejar su caballo, atosigado por la fetidez.
– Eso parece -contestó Thomas.
– ¡Rocíenlos!
Dos de los encostrados cabalgaron alrededor de los cautivos y les lanzaron ceniza encima. La ceniza contenía azufre y hacía soportable la pestilencia.
– ¿Dónde están los demás? -inquirió Woref. Thomas lo miró, con los ojos en blanco.
– Maten a la mujer -ordenó el encostrado.
Uno de los soldados extrajo una espada y se acercó a la mujer negra.
– Matar a alguno de nosotros sería una equivocación -expuso Thomas-. No podemos decirles dónde están los demás. Solo podemos decirles cómo se burlaron de ustedes, lo cual gustosamente haremos. Pero por ahora han huido en una dirección que solo ellos saben.
Woref sintió que una nueva aversión por este hombre le recorría los huesos. Se preguntó cuan listos se verían los rebeldes sin labios. Pero entonces Qurong no obtendría la información que necesitaba.
– Sé cómo escaparon -declaró-. Mis exploradores pasaron por alto en los barrancos una brecha que lleva al sur, al interior del desierto. En este mismo instante tu banda de rebeldes se dirige hacia nuestras manos.
– ¿Por qué pregunta entonces?
Él había esperado un estremecimiento, una pausa, cualquier cosa que indicara la sorpresa del hombre al ser descubierto con tanta facilidad. En vez de eso, Thomas había soltado impasible esta reprensión.
Pagarás por tu falta de respeto. Te lo prometo. Encadénenlos.
Woref giró su caballo y salió del cañón.
MIKIL MOVIÓ el monóculo alrededor del desierto que rodeaba las tierras del cañón.
– ¿Otros más? -preguntó Johan.
– No. Solamente los del grupo.
Detrás de ellos, cincuenta pares de ojos blancos y redondos observaban desde la oscura caverna en que se escondían. Concluyeron el camino a través de la brecha y entraron en un cañón adyacente que los llevó aquí, al borde del desierto sur. Pero no saldrían a campo abierto hasta estar seguros de que las hordas se habían ido.
– Ellos estarán ahora en la cueva -dedujo Johan-. Debemos movernos pronto.
– A menos que siguieran a Thomas fuera del cañón.
– Suponiendo que Thomas lograra salir del cañón -objetó Johan frunciendo el ceño.
– ¿Por qué no iba a hacerlo? -indagó ella bajando el catalejo.
– Juraría que vi a Woref en el barranco -anunció él en voz baja y mirando hacia atrás-. Nos cayeron encima sin advertencia, lo cual significa que ya nos habían localizado. Tendrían cubiertas ambas rutas de escape. No veo cómo nadie, ni siquiera Thomas, podría escapar sin pelear. Y los dos sabemos que él no peleará.
La revelación la dejó aturdida. No solo como Mikil, quien temía por el futuro del Círculo sin Thomas que los dirigiera, sino como Kara, quien de repente temió por la vida de su hermano.
– ¡Entonces debemos regresar!
– Tenemos que pensar en la tribu -declaró él, y respiró hondo-. Primero la tribu, luego Thomas. Suponiendo que esté vivo.
Ella estaba a punto de regañarlo por sugerir algo así, pero luego se le ocurrió que, como Mikil, estaría de acuerdo.
– Entonces nos quedaremos aquí -concordó, mirando el desierto.
– Nos seguirán el rastro.
– No si bloqueamos el túnel. Piénsalo. Nunca esperarán que nos quedemos en estos cañones. En cualquier parte menos aquí, ¿correcto? Y no hallarán esta caverna. Cerca hay un estanque rojo, agua, alimento. No quiero entrar más al interior del desierto si ellos tienen a mi hermano.