Y Chelise también viviría allí, al lado de la biblioteca donde se aislaría en la noche a escribir. Tal vez un día descubriría la clave para leer los libros de historias.
– Quizás -contestó la sirvienta guiñando un ojo.
– Rápido, ayúdame a vestirme -exclamó Chelise entrando a toda prisa a la habitación-. ¿Qué debo ponerme?
– Yo sugeriría un vestido blanco…
– ¡Con flores rojas! ¿Está él esperando?
– Se reunirá con usted en el patio en unos minutos.
– ¿Unos minutos? ¡Entonces debemos apurarnos!
El palacio lo habían construido de madera con juncos aplanados por paredes y corteza machacada por pisos… un lujo reservado solo para la clase alta. Los habitantes del bosque habían construido sus casas de la misma forma y Qurong había prometido que muy pronto todos vivirían en esas magníficas casas. Sus sencillas moradas de barro solo eran temporales, pues se debieron construir demasiadas casas en muy poco tiempo.
Chelise se despojó de la ropa de cama que la cubría y agarró la larga túnica blanqueada que Elison sacara del clóset. El vestido estaba tejido con hebras que los habitantes del bosque habían perfeccionado, lisas y suaves, distintas de las nudosas de la paja del desierto. Los costos de las campañas contra las selvas habían sido sorprendentes, pero Qurong había tenido razoi1 respecto de los beneficios de conquistarlas.
– Las flores…
– La villa no irá a ninguna parte -la interrumpió Elison soltando la carcajada-. Tómese su tiempo. A veces es mejor hacer esperar a un hombre, aunque sea el máximo líder.
– ¿Conoces tan bien a los hombres?
Elison no respondió y Chelise se dio cuenta de que su comentario la había herido mucho. A las sirvientas les estaba prohibido casarse.
– Yo dejaré que te cases, Elison -añadió Chelise sentándose frente al espejo de resina y agarrando un cepillo-. Te lo prometí, el día que yo me case quedarás en libertad de encontrar a tu propio hombre.
Elison inclinó la cabeza y salió de la habitación para buscar las flores.
La resina del espejo la habían vertido sobre una piedra negra plana que reflejaba los rasgos de la joven como lo haría un estanque de agua negra. Ella metió las cerdas del cepillo en un pequeño tazón de aceite y comenzó a quitar las escamas que le moteaban el cabello oscuro… una tarea interminable que la mayoría de mujeres evitaban usando una capucha.
– ¿Y cuándo te permitirá Qurong casarte, Chelise?
– Cuando encuentre un hombre apropiado para ti. Esta es la carga de la realeza. No te puedes casar con el primer hombre apuesto que se acerque a este castillo.
Chelise decidió olvidarse del cepillado y después de todo ponerse la capucha. Metió los dedos en un cuenco grande de polvo blanco de morst y se palmeó el rostro y el cuello donde ya se había aplicado pasta. La variedad regular de pasta empolvada suavizaba la piel secando toda humedad persistente, como el sudor, pero tendía a descascararse con la piel. Esta nueva variedad, desarrollada por el alquimista de su padre, constaba de dos aplicaciones separadas: una clara con ungüento y luego un polvo blanco de morst que contenía hierbas molidas, que minimizaban eficazmente la descamación. Para las mujeres comunes y corrientes podría estar bien andar por ahí con esas escamas sueltas de piel pegadas a la túnica, pero no era adecuado Para la realeza.
Elison volvió con rosas rojas. ¿Rosas?
También tengo flores de tuhan -contestó Elison.
Chelise agarró las rosas y sonrió.
Diez minutos después descendieron las escaleras y corrieron hacia el patio. Atravesaron un pasillo abierto techado que subía todos los cinco pisos y en cuyo centro destacaba un enorme árbol frutal. Fruta dulce, no la amarga podrida que preferían las tribus del desierto, era un botín de la selva del que toda la gente se atiborraba. Chelise se detuvo ante la entrada en forma de arco hacia el patio, miró a Elison y abrió las manos, con las palmas hacia arriba.
– ¿Qué tal me veo?
– Usted está sensacional.
– Gracias.
Se volvió y besó la base de una elevada estatua de bronce de Elyon: una serpiente alada sobre un palo.
– Me siento religiosa hoy -dijo en voz baja y entró al patio.
Qurong se hallaba de pie vestido con una túnica negra al lado de Woref, quien vestía equipo completo de batalla. Detrás de ellos estaban los albinos bajo vigilancia.
La escena eliminó cualquier pensamiento de la villa. Chelise se paró en seco, confundida. ¿Quería Qurong darle de regalo algunos albinos? No, eso no sería posible. El regalo de su padre sería hacer alarde de su pequeña victoria.
Qurong la vio, extendió las manos y sonrió ampliamente.
– Mi hija llega. Una visión de belleza para hacer enorgullecer a su padre.
¿Qué estaba él diciendo? Casi nunca hablaba en términos tan majestuosos.-*
– Buenos días, padre. Me dijeron que me tienes un regalo. Qurong rió.
– Y así es. Pero primero quiero mostrarte algo -contestó, luego miro a Woref, quien tenía la miraba fija en Chelise-. Muéstrale, Woref.
El general inclinó la cabeza, dio un paso a un lado y se irguió tan alto como un pavo real. Dada toda su aterradora reputación, se degradaba con esta demostración de orgullo. ¿Creía él que ella temblaría de respeto por haber capturado a unos cuantos albinos? A estas alturas, ya debía haber eliminado toda la banda de chacales.
Ella miró a las pobres víctimas. Estos pocos eran una burla de…
Algo en el albino de la izquierda la dejó inmóvil. Le parecía vagamente conocido. Imposible, desde luego… los únicos albinos que ella había visto eran los que arrastraran como prisioneros en estos últimos meses. Un par de docenas a lo sumo. Este hombre no era uno de ellos. Los ojos verdes de él parecían mirar a través de ella. Desconcertante. Ella apartó la mirada.
Los prisioneros tenían las manos atadas a la espalda y los tobillos encadenados. A no ser por los taparrabos, todos estaban desnudos menos uno… una mujer. Los habían cubierto de ceniza, pero el sudor la había quitado casi por completo, revelando amplias franjas verticales de piel rolliza.
– ¿A que no sabes a quién estás mirando, querida?
– ¿Qué es esto? -preguntó una voz detrás de Chelise; mamá había entrado-. ¿Cómo te atreves a traer a mi casa estas inmundas criaturas?
– Cuida tus palabras, esposa -objetó bruscamente Qurong.
Para nadie era un secreto que Patricia gobernaba el castillo, pero Qurong no toleraría ningún atrevimiento en frente de sus hombres.
– Saca por favor a estos albinos de mi casa -pidió Patricia deteniéndose al lado de Chelise y mirando a su esposo.
– Gracias por venir, querida mía. Tu casa estará pronto libre de enfermedad. Primero ustedes dos, por favor, miren detenidamente y díganme qué ven.
Chelise miró a su madre, quien atravesaba a Qurong con la mirada. Sus ojos eran tan blancos como la luna, pero hoy la luna estaba ardiendo.
– ¡Por Elyon, mujer! ¡Verlos no te matará! ¡Míralos! Finalmente la madre de la joven obedeció.
Algo extraño estaba sucediendo con esta ceremoniosa demostración, pero Chelise no sabía qué hacer. Ellos solo eran cinco albinos encadenados, a quienes llevarían a los calabozos y luego los ahogarían. ¿Por qué su padre exhibiría tanto orgullo?
Lo adivinó en el momento en que Qurong habló.
– Miren, hasta el gran Thomas de Hunter no es nada más que un albino encadenado.
¡Thomas de Hunter!
– ¿Cuál? -inquirió Patricia.
Pero Chelise ya sabía cuál. Él una vez grandioso comandante de los temidos guardianes del bosque era el hombre que la miraba fijamente. Ella parpadeó y volvió a evitar la mirada. Él la miraba como si la reconociera.
– Llévenselos -pidió Chelise.
– Así que capturaste al líder -comentó su madre-. Esta es una buena noticia, pero su presencia en nuestra casa es desagradable. Estoy segura de que hallarás muchísimos plebeyos que se alegren de tu victoria.