– Dime las ubicaciones de tus tribus.
– Se han movilizado. No sé dónde están. Qurong miró a Woref.
– Temo que así sea, señor. Las tribus se mueven cuando se las contacta. Ustedes huyen como una manada de perros -expresó Qurong-. Los grandes guerreros se han convertido en cachorros asustadizos.
– La valentía de mi gente es mayor que la de cualquier hombre que empuña una espada -objetó Thomas-. Podríamos matar con mucha facilidad a tus guerreros, pero esta no es la manera de Justin.
– Justin está muerto, ¡idiota!
– ¿De veras? Las hordas están muertas.
– ¿Parezco muerto? -cuestionó Qurong dándole una palmada en la mejilla-. ¿Te acaba de abofetear un hombre muerto?
Thomas no respondió. Este hombre lo iba a ahogar en tres días… sin suficiente tiempo para que Mikil preparara un rescate, no con el deber de ella de proteger primero la tribu. Él contaba con sus sueños. Si hubiera alguna manera de cambiar aquí las cosas, esta vendría de sus sueños.
Ciphus afirma que ustedes se volvieron locos. Ahora veo que tiene tazón. Llévenselos a los calabozos -ordenó Qurong mientras daba media vuelta.
Un guardia agarró a Thomas del brazo y lo jaló.
– Además, Woref -continuó el líder, volviéndose-. Aliméntalo con tambután.
¿Lo sabía él?
No queremos que estos sueños de los que hablaba Martyn interfieran n nuestros planes. Si se niega a comer, mata a uno de los otros prisioneros.
WOREF LOS sacó del castillo y los llevó a la calle. Thomas observaba, aún desconcertado por los cambios. Se había acostumbrado al olor de azufre durante el largo viaje a través del desierto, pero la pestilencia casi lo había mareado cuando aún se hallaban a tres kilómetros de la ciudad de las hordas. Habían cortado miles de árboles a fin de hacer espacio para una ciudad que más parecía un montón de basura que un lugar donde se esperaba que vivieran seres humanos. Le recordó a Thomas imágenes de las historias, barriadas en India, hechas solo de barro en vez de casuchas de latas oxidadas. El lugar estaba infestado de moscas, atraídas por la fetidez.
Miles de encostrados se habían alineado en el camino, dejando gran espacio al grupo de guerreros. Algunos se burlaban en tonos agudos; otros permanecían con los brazos cruzados; todos miraban con ojos desprovistos de emoción. No había manera de saber quiénes habían sido una vez habitantes del bosque. Thomas no reconoció un solo rostro.
Si Thomas no se equivocaba, Qurong había construido su castillo en el mismo claro en que una vez estuviera la casa de Thomas. Las estructuras de madera que habían sido casas para los habitantes del bosque aún permanecían, pero se hallaban en mal estado, y los jardines habían desaparecido.
– ¡Muévanse!
Caminaron hacia el lago. Las casas que una vez ocuparan Ciphus y su consejo limitaban ahora con estatuas de la serpiente alada. Teeleh.
– El lago…
Un guardia golpeó a William en la cabeza, acallándolo.
Subieron hasta la orilla. El agua roja había desaparecido y la reemplazaba un líquido turbio. Cientos de encostrados se limpiaban con esponja i lo largo de la orilla. Así que este era el Gran Romance de Ciphus.
Thomas caminaba en contra del repiqueteo de las cadenas, mudo & incredulidad. Habían oído rumores, por supuesto, pero ver la realidad de 'a devastación en el que una vez fuera su hogar llegó como un sobresalto Habían convertido las plazoletas que rodeaban el lago en torres de vigilancia. Y en la orilla opuesta, un nuevo templo.
¡Un Thrall!
Se veía casi idéntico al que una vez se levantara en el bosque colorido. l¿ cúpula del techo no brillaba, y los peldaños estaban embarrados debido a un flujo constante de tráfico de gente, pero era una clara reconstrucción je[Thrall que hubiera en el centro de la aldea antes de que Tanis cruzara.
– Llévenlos a la cámara más profunda -ordenó Woref, escupiendo a un lado- Ellos no deben hablar con nadie más que con el sumo sacerdote o conmigo. Si escapan, personalmente veré que toda la guardia del templo sea ahogada.
Dio media vuelta y salió sin voltear a mirar.
Los condujeron hacia el anfiteatro donde juzgaron y sentenciaron a Justin. Pero ahora no había anfiteatro. Había sido rellenado. No, rellenado no, se dio cuenta Thomas. Cubierto. Los llevaron a una entrada que conducía hacia los calabozos donde una vez estuviera el anfiteatro.
Thomas miró a Caín y a Stephen, quienes habían ayudado con esta construcción antes de ahogarse en las aguas rojas. Los dos miraban al frente, con ojos vidriosos.
– La fortaleza de Elyon -pronunció Thomas en voz baja.
O los guardias no lo oyeron o no les importó que él invocara el saludo común. Los mismos encostrados se referían ahora a Teeleh como Elyon, aunque no parecían notar la incongruencia de la práctica.
Los calabozos estaban oscuros y olían a moho. Los albinos fueron arreados por un largo tramo de escalones de piedra, junto a un húmedo corredor, y los metieron a empujones a una celda de siete metros por siete con barras de bronce. Un simple rayo de luz, de poco más de un cuarto de metro cuadrado, se filtraba por una rejilla de ventilación en el techo.
La puerta se cerró con un estrépito. Los guardias corrieron un grueso pasador dentro de la pared, lo cerraron con una llave y se fueron.
Algo goteaba cerca… una simple gota cada cuatro o cinco segundos, gua, turbia o pura, sería ahora un sabor bienvenido. El lejano chirrido metálico de la puerta externa resonó en las escaleras.
Thomas se puso en cuclillas al lado de un muro y los demás hicieron lo mismo. Habían estado de pie desde que los despertaran en el desierto para a última etapa de su marcha.
Nadie dijo nada por un interminable minuto. William fue quien rompió el silencio.
– Bueno, estamos perdidos. Esta es nuestra tumba.
No había ligereza en su voz. Nadie se molestó en contradecirlo.
La puerta exterior volvió a chirriar. Pisadas de botas bajaban por las escaleras. Podían oír cualquier aproximación como esa, no es que les diera algún consuelo saber cuándo entraba el verdugo a la mazmorra.
Un nuevo guardia apareció y empujó un contenedor a través de las barras.
– Agua -informó; entonces señaló a Thomas-. Bébala.
Thomas miró a los demás y luego agarró la jarra. Por el olor se dio cuenta que habían mezclado jugo de rambután con el agua, pero no tenía alternativa. Estaba fría y dulce.
Satisfecho, el guardia se retiró sin esperar que los demás bebieran. Ellos vaciaron toda la jarra antes de que se cerrara la puerta exterior.
Una vez más se sentaron en silencio.
– ¿Alguna idea? -inquirió Thomas.
– No soñaremos ahora -contestó William.
– Correcto.
– Lo cual significa que no puedes ir a este otro mundo tuyo y rescatar alguna información que nos pudiera ayudar a salir. Como pasó cuando hicimos la pólvora.
– Así es. Estoy atascado aquí. Podría pasar un mes en este calabozo mientras allá solo pasan minutos u horas.
– ¿Y qué está sucediendo allá? -indagó William; Thomas se dio cuenta de que el hombre empezaba a creer.
– Estoy durmiendo en un avión después de lograr subir a un helicóptero en el sur de París.
La explicación le ganó una mirada en blanco.
– Tú conoces a la hija de Qurong -intervino Suzan-. Fue ella qui^11 una vez te dio un caballo.
La mente de Thomas regresó a Chelise, quien enfrentaba su propia clase de ejecución sin siquiera saberlo. ¿Por qué esta preocupación de Suzan?
– ¿Estás pensando en algo?
– No. Solo que parecía interesada en ti.
– £n su muerte, querrás decir -se burló William-. ¡Ella es una encostrada!
– También es una mujer.
– Igual que su madre. La vieja bruja es peor que Qurong.
– Déjala hablar -pidió Thomas; luego miró a Suzan-. Ella es una mujer, ¿qué hay con eso?