– Es una historia acerca de un muchacho llamado Kevin.
– ¿No de las historias?
– Sí. Sí, es la historia de la vida de Kevin, escrita en forma de relato.
– ¿En forma de relato? -dijo Ciphus-. No escribimos historias en forma de relato. Esto es infantil.
– Quizás entonces deberías pensar como un niño para entender – expres0 Thomas-. El muchacho acaba de perder a su padre y el seguro de vida no tiene sentido para él.
Chelise no sabía qué quiso él decir con seguro de vida, pero la historia la conmovió. Tal vez algo acerca de la simplicidad, la emoción, hasta de la manera en que el albino leyera la había electrizado.
– ¿Cómo es el resto?
– ¿El resto? -indagó Thomas, que se hallaba hojeando-. Me llevaría horas leerle el resto.
– ¿Cómo sabemos que no estás simplemente inventando esta historia? -cuestionó Ciphus.
– Tendrás que aprender a leer por ti mismo. O usted, Chelise. ¿Y si le enseñara?
– ¿Cómo?
– Convirtiéndome en su siervo. Podría enseñarle a leerlas. Todas ellas. ¿Qué más grande humillación podría Qurong echar sobre mí, su más grande enemigo, que encadenarme a un escritorio y obligarme a traducir los libros? Matarme es demasiado fácil.
– ¡Basta! -exclamó bruscamente Ciphus-. Ya planteaste eso y es inútil. Por favor, si a usted no le importa, insisto en que nos deje. Ya no dejaré que este hombre siga soltando sus mentiras. Qurong no lo aprobaría.
Chelise calmó un temblor en sus manos e inclinó la cabeza.
– Entonces saldré.
– Pero antes de hacerlo -asintió Ciphus tranquilizando la voz-, ¿me Podría mostrar amablemente dónde han ido a parar los libros en blanco? No están en la estantería donde los vi la última vez.
Desde luego -asintió ella, yendo hacia el librero donde se hallaban 'os volúmenes; los había visto solo tres días antes.
Por aquí. No sé para qué quiere usted libros que han… Ella se detuvo a medio camino a través del salón. El librero estaba vacío, desde el piso al techo, donde cientos de libros habían reposado una vez recogiendo polvo, solo quedaban estantes vacíos.
– Han… -balbuceó ella mirando rápidamente alrededor-. Han desaparecido.
– ¿Qué quiere decir con que han desaparecido? No pueden desaparecer.
– Entonces los cambiaron de sitio. Pero los vi solo unos días atrás. No creo que alguien haya estado aquí desde entonces.
– ¿Cuántos había? -preguntó Thomas; parecía afligido.
– Cientos. Tal vez mil.
– ¿Y sencillamente han… desaparecido?
– ¿Dónde podría alguien ocultar tantos libros? -objetó Ciphus. Los dos estaban reaccionando de manera extraña. ¿De qué se trataba esto de los libros en blanco?
– ¿Qué significa esto? -preguntó Ciphus a Thomas.
– Sin los libros, el asunto no significa nada -contestó el albino.
– Entonces morirás en tres días -declaró el sacerdote, mirándolo.
14
EN REALIDAD no me importa si solo tenemos cuatro horas, Sra. Sumner. En este momento no nos tomamos las cosas con calma – manifestó él dirigiéndose a ella por el altavoz del teléfono.
– Entiendo, Sr. Presidente.
El presidente le había permitido a Kara quedarse en la Casa Blanca, donde ella había observado el caos tan cerca cómo se atrevió, lo cual era principalmente en los pasillos y en el perímetro. A menos que el avión de Thomas llegara en unas cuantas horas, ella estaba fuera de lugar.
El presidente le había pedido que viniera con Monique una hora antes mientras trataban por centésima vez con el asunto del antivirus. Habían estado al teléfono durante los últimos diez minutos con Theresa Sumner. No había nada bueno en lo que ella estaba informando. Lo habituaclass="underline" ninguna de las noticias que Kara había oído en las últimas veinticuatro horas, desde la llamada telefónica de Thomas, había sido buena. Defensa, inteligencia, salud, interior, seguridad nacional, de todo… todos andaban a ciegas.
Para empeorar el asunto, el líder de la mayoría del Senado Dwight Olsen habría estado detrás de una protesta fuera de la Casa Blanca. Según el último informe, más de cincuenta mil manifestantes habían jurado esperar hasta que la Casa Blanca saliera de su silenciosa vigilia. Esto se había convertido en una reunión espiritual de la clase más extraña. Una cantidad de lúgubres rostros, cabezas rapadas y túnicas, y aquellos que querían tener cabezas rapadas y túnicas.
La víspera habían encendido velas y cantado en voz baja. La creciente multitud era flanqueada por varios cientos de reporteros que se las habían ^reglado para hacer de lado el clamor normal por esta espera silenciosa de s autoridades. Denos algunas noticias, Sr. Presidente. Díganos la verdad.
AJ frente y al centro se hallaba el gran maestro de ceremonias, el presentador de CNN, el primero en dar a conocer la historia. Mike Orear. Cuando quedaban menos de diez días, él se había convertido en un profeta a los ojos de medio país. Su gentil voz y su aspecto severo se habían convertido en el rostro de la esperanza para todos aquellos cuya religión eran los noticieros, y para muchos que nunca admitirían algo así.
Los periodistas la denominaron una vigilia para que todos los hombres y las mujeres de toda raza y religión oraran a su Dios y apelaran al presidente de los Estados Unidos, pero cualquiera que observaba más de una hora sabía que simplemente se trataba de una protesta. Calculaban que para la noche la multitud ascendería a doscientos mil. Para mañana, a un millón. Esto se convertía en nada menos que en un peregrinaje final y desesperado, en el nacimiento de los problemas y las esperanzas de las personas.
En la Casa Blanca, donde en este mismo instante el presidente y su gobierno echaban chispas, tratando de apagar mil fuegos y remover mil piedras, estaban desesperados por prevenir el desastre y hallar esa solución evasiva.
Al menos así era como Kara lo veía.
Ella miró a los hombres desaliñados en cuyas manos el mundo se había visto obligado a poner su confianza. El ministro de defensa Grant Myers aún estaba con cara de sueño debido al intercambio nuclear entre Israel y Francia. Habían persuadido a Israel de no atacar y de seguir el juego de ofrecer a Francia un intercambio en alta mar, pero el primer ministro israelí estaba recibiendo una paliza en su propio gabinete por esa decisión. Kara creía que ninguno de ellos sabía acerca de Thomas. La recomendación de seguirle el juego a Francia se precipitó debido a la información de Thomas Hunter.
Phil Grant, director de la CÍA, escuchaba con atención, masajeándose lentamente la piel de la amplia frente. Otro dolor de cabeza, quizás. Dentro de diez minutos se levantaría y tomaría más aspirinas. Kara no estaba segura de qué pensar de Phil Grant.
El director de la oficina manejaba la mayor parte de la comunicación que llegaba al presidente y que salía de él, un flujo continuo de interrupciones que Blair parecía manejar con mentalidad fraccionada. Los demás reunidos allí eran asesores clave.
Kara no se podía imaginar a un hombre más apropiado para tratar con una crisis de esta magnitud que Robert Blair. ¿Cuántas personas podían hacer malabarismos, conservar su compostura general y a la vez mantenerse totalmente humano? No muchos. Ella no creía que un presidente pudiera mudar de verdad la piel política que lo llevara al cargo, pero Blair parecía haberlo hecho. Él era íntegro hasta la médula.
– Necesito a Monique con Thomas, al menos el tiempo suficiente para desenredar este asunto. Estará a disposición total de usted en el momento en que ella esté libre. Jacques de Raison viene en un vuelo desde Bangkok con varias muestras promisorias, como usted sabe. Necesito esas muestras en las manos correctas. En definitiva, no logro pensar en nadie más cualificado para coordinar esto que usted. ¿Está de acuerdo?
– No, Sr. Presidente. Pero estoy agotada -contestó ella; su voz sonó como si estuviera en un tambor-. Y para ser perfectamente sincera, no comparto su optimismo. He hablado con el Sr. de Raison acerca de las muestras y se necesitaría un mes para analizar…