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Ellos hicieron una reverencia, retrocedieron, y se volvieron para salir.

– Ciphus.

– Sí, mi señor.

– Me gustaría que dispusieras una exhibición pública de mi esclavo. Un desfile o una ceremonia en que el pueblo lo vea firmemente debajo de mi pie.

– Una idea excelente -comentó Woref.

– ¿Cuánto tiempo necesitaríamos? -inquirió Qurong.

Quizás dos días -contestó Ciphus lentamente. ¿No mañana?

Sí, mañana, si quieres apurarlo.

Entonces dos días -decidió Qurong volviéndose hacia el estanque.

17

THOMAS PASÓ la primera noche solo en la celda fría y oscura debajo de la biblioteca, orando porque Elyon se le mostrara. Una señal, un mensajero de esperanza, un pedazo de fruta que le abriera los ojos. Un sueño.

Pero no había soñado. Ni con Kara ni con nada.

No había visto un alma desde que lo condujeran al sótano de la biblioteca y lo encerraran en la celda desprovista de ventanas. Lo más seguro es que si Chelise hubiera estado tan ansiosa por descubrir los misterios de los libros, habría venido esa primera noche a exigirle que leyera más.

Quizás la lectura era para ella una delicada distracción. O tal vez era Qurong quien quisiera oírlo leer. O es posible que Ciphus hubiera dispuesto así las cosas, ansioso por otra oportunidad de que Thomas le mostrara el poder que había prometido.

Habían estado tres días en la ciudad de las hordas. ¿Habría Mikil organizado un rescate? No, no si ella cumplía el acuerdo entre ellos. No hace mucho los guardianes del bosque habrían irrumpido con espadas desenvainadas, habrían matado unos centenares de encostrados, y los habrían liberado o habrían muerto en el intento. Pero sin armas la tarea era demasiado peligrosa. Todos ellos lo sabían.

Thomas apoyó la cabeza contra el muro de piedra y levantó la mano frente al rostro. Si usaba la imaginación, la vería. ¿Podría verla? Igual que sus sueños, allí pero más allá de su vista normal. Como los murciélagos shataikis que vivían en los árboles. Como Justin. Todos ellos estaban fuera de la vista sin la adecuada iluminación. Eso no significaba que no estuvieran allí.

De pronto se abrió la puerta. Él se levantó.

Dos guardias del templo vestidos con túnicas negras y capuchas aparecieron en la entrada, las espadas desenvainadas.

– Salga. Camine con cuidado.

Entró a la tenue luz del sótano. Ellos le hicieron subir las escaleras y andar por un corredor paralelo a la biblioteca principal donde trabajaban los escribanos. A través de una serie de ventanas pudo ver el jardín real. A excepción del canto de las aves que piaban alegremente afuera, el único sonido eran las pisadas de ellos sobre el piso de madera.

– Espere adentro -ordenó uno de los guardias después de abrir una puerta con una enorme llave.

Thomas entró al gigantesco depósito donde se guardaban los libros de historias. La puerta se cerró. Con seguro.

Cuatro antorchas añadían luz a la que entraba por dos claraboyas. Lo habían dejado solo con los libros. Él no sabía cuánto tiempo tendría, pero he aquí una oportunidad. Si tan solo encontrara un libro que registrara lo que sucedió durante el Gran Engaño; cualquier libro que analizara la variedad Raison.

Thomas corrió hacia la estantería más cercana y sacó el primer libro. Las historias como las escribiera Ezequiel. ¿Ezequiel? ¿El profeta Ezequiel?

Thomas abrió el libro, el corazón le palpitaba con fuerza. Si no estaba equivocado, se trataba del profeta Ezequiel. Las frases parecían bíblicas, al menos lo que recordaba bíblico de sus sueños.

Reemplazó el libro y agarró otro. Este se trataba de alguien llamado Artimus… un nombre que no significaba nada para él. Y, si tenía razón, no se relacionaba de ninguna manera con el libro de Ezequiel a su lado. No había orden en los libros.

¡Había miles de libros! Corrió hacia la escalera, la empujó hasta el extremo opuesto y trepó a lo alto del estante. Solo había una forma de hacer esto: una búsqueda metódica de arriba abajo, libro por libro. Y debería guiarse solamente por los títulos. Había demasiadas obras como para inspeccionar con cuidado cada una.

Sacó el más lejano a su derecha. Ciro. No.

El siguiente.

Alejandro. No. El siguiente. No.

Aceleró el paso, sacando libros, revisando las portadas, volviéndolos a meter ya que no le provocaban ningún recuerdo. El sonido de cada volumen al chocar con el fondo de la pared resonaba con un suave ruido sordo. No. No. No.

– Demasiado frenético, ¿verdad?

Thomas giró en la escalera. El libro que tenía en sus manos salió volando, atravesó el aire, y cayó dos pisos más abajo sobre el suelo de madera. Fue a parar cerca de los pies de ella con un fuerte estrépito.

Ella no se movió. Sus redondos ojos grises lo analizaron como si no pudiera decidir si él se entretenía o estaba confundido. Una débil sonrisa se le formó en la boca.

– Yo no quería interrumpir al gran guerrero.

– Lo siento -declaró Thomas empezando a bajar-. Solo estaba buscando un libro.

– ¿Ah, sí? ¿Cuál libro?

– No sé. Uno que esperaba que hiciera sonar un timbre.

– Nunca he oído de un libro que haga sonar un timbre.

– Es una expresión que usamos en las historias -explicó él mirándola, ya en lo bajo de la escalera.

– Usted quiere decir en los libros de historias. Pero dijo en las historias.

– Sí.

– ¿Lo halló? -preguntó ella, recogiendo el libro caído.

– ¿Hallar qué?

– El libro.

– No -respondió él, y miró las estanterías-. No estoy seguro de poder lograrlo.

– Pues bien, temo que yo no lo pueda ayudar. Apenas logro distinguir un libro de otro.

Bueno, aquí estaba ella, su ama. Quedó aliviado de que fuera ella y n° Ciphus o Qurong. Esta esbelta mujer tenía una lengua poderosa… ya se lo había demostrado bastante. Pero también le interesaba de veras lo que los libros le podían enseñar, no el poder que le podrían dar. Su motivación parecía pura. O al menos más pura que la de los demás. En algunos sentidos je recordaba a Rachelle.

Ella tenía puesta una túnica verde con capucha. Seda. Antes de conquistar las selvas, las hordas habían estado limitadas a sus rústicas telas de hilo enrollado de tallos del desierto.

– ¿Le gusta?

– ¿Perdón?

– Mi vestido. Usted lo está observando.

– Es hermoso.

– ¿Y yo? -preguntó ella caminando lentamente alrededor de él.

El corazón de él le dio un vuelco. No se podía atrever a expresarle lo que pensaba en realidad: que el aliento de ella era fétido, que su piel era horrible y que tenía muertos los ojos. Debía ganarse el favor de esta mujer para que su plan funcionara. Tenía que soñar. Era la única manera en que podía salir de esto.

– Soy solo un albino -contestó-. ¿Qué importa lo que yo crea?

– Cierto. Pero hasta un albino debe tener corazón. Usted está entregado a extrañas creencias y a esta secta que tienen, pero sin duda el gran guerrero cuyo nombre una vez sembrara terror en todas las hordas aún puede reaccionar ante una mujer.

Si él no lo supiera mejor, diría que en la voz de la mujer había un ligero dejo de seducción.

¿Cómo la vería Elyon?

– Usted es hermosa -contestó él con tanta convicción como pudo expresar.

– ¿De veras? Yo habría creído que usted me encontraría repugnante. ¿Encuentra un pez atractivo a un pájaro? Creo que usted miente.

– Belleza es belleza, de pez o de ave.

– No le estoy preguntando si soy hermosa -objetó ella dejando de caminar, a tres metros de él-. Le estoy preguntando si me encuentra hermosa.

El ya no pudo continuar con este engaño.

Entonces, para ser perfectamente sincero, veo en usted tanto belleza como algunas cosas que no son tan hermosas.