Chelise ató el caballo en la entrada posterior y entró a la biblioteca, reprendiéndose por escurrirse como una colegiala. Todos sabían que ella se hallaba aquí, haciendo precisamente lo que se esperaba que hiciera. Qurong le había insistido en hacer que Thomas le leyera los libros después de la primera lección, pero Chelise tenía otra opinión. Le afirmó que deseaba sorprenderlo leyéndole ella misma los libros. Thomas era su esclavo… 1° menos que ellos podían hacer era dejar que ella pasara unos días aprendiendo a leer antes de que le quitaran el regalo.
Además había convencido a Qurong de que los demás prisioneros tan1' bien podrían leer los libros. Era necesario mantenerlos con vida por e' momento.
Chelise abrió la puerta, puso la mano en la manija, respiró profundo y entró al enorme salón de almacenaje.
Al principio pensó que aún no habían traído a Thomas. Luego lo vio, en lo alto de la escalera, otra vez buscando como loco entre los libros. Parecía un niño agarrado robando un pastelillo de trigo del recipiente.
– ¿Busca aún su libro secreto? -preguntó ella.
Él descendió rápidamente y se quedó con los brazos a los costados, a siete metros de ella. La larga túnica negra lo hacía ver noble. Con la capucha puesta y un poco de morst debidamente aplicado se vería como uno de ellos.
– Buenos días, mi señora.
– Buenos días.
– Tengo una confesión -expresó él.
– ¿Ah? -exclamó ella poniéndosele a la derecha, con las manos agarradas a la espalda.
– Me pareció vergonzoso el desfile de ayer.
Ella sabía que la estaba sondeando, pero no le importó.
– Estoy apenada por eso. Mi confesión es que a mí también me pareció vergonzoso.
La afirmación de ella lo dejó sin palabras, pensó Chelise.
– Ningún hombre decente tendría que soportar eso -expuso ella.
– Concuerdo con lo que usted dice.
– Bueno. Entonces tenemos un punto de acuerdo. Hoy me gustaría aprender a leer.
– Tengo otra confesión -reveló él.
– Dos confesiones. No estoy segura de poder corresponderle.
– No me la he podido sacar de la mente -reconoció él. Ahora la afirmación de él la dejó sin palabras. Le bajó un calor por el cuello. Él se estaba sobrepasando. Sin duda el esclavo comprendía que ella solo podía hacer algunas cosas por él. Luz, comida, un baño, ropa. Pero ella tenía limitaciones.
Nunca seré su salvadora, Thomas. Usted comprende eso, ¿verdad? No pienso en usted como mi salvadora. Pienso en usted como en una mujer, amada y valorada por Elyon.
Usted se está sobrepasando. Deberíamos empezar ahora la lección.
– Por supuesto -contestó alejando la mirada, avergonzado-. No refiero a que sienta algo hacia usted. No como a una mujer así. Solo…
– ¿Solo qué? ¿Tiene usted una esposa albina?
– La mataron los suyos en nuestro primer escape del lago rojo Nuestros hijos están ahora con mi tribu. Samuel y Marie.
Ella no estaba segura de qué responder. Nunca había oído que Thomas de Hunter hubiera perdido a su esposa. Ni que tuviera hijos, en realidad.
– ¿Qué edad tienen?
– Samuel se cree de veinte años, aunque solo tiene trece. Marie va a cumplir quince.
Thomas fue hacia el estante y sacó un libro.
– Creo que es importante que usted comprenda que su maestro la respeta. Como estudiante. Como mujer que tiene oídos para oír. Solo quiero que sepa eso. ¿Empezamos?
Pasaron una hora con el libro, repasando las letras que él insistía en que eran inglesas. No lo eran, desde luego, pero ella comenzó a asociar ciertas marcas con letras específicas. Se sintió como si estuviera aprendiendo un nuevo alfabeto.
Thomas la trató al principio con mesurado sentido común, explicándole con dulzura y repasando cada letra. Pero a medida que pasaban las horas aumentaba la pasión de él por la tarea, y esta se volvió contagiosa. Explicaba con creciente entusiasmo y el movimiento de sus brazos se volvió más exagerado.
Trabajaron muy de cerca, Chelise en una silla detrás del escritorio, él sobre el hombro de ella, cuando no se hallaba caminando frente a ella. Él tenía el hábito de presionarse las puntas de los dedos mientras caminaba, y ella se descubrió preguntándose cuántas espadas habrían sostenido esos dedos con los años. ¿Cuántas gargantas habrían degollado en batalla? ‹A cuántas mujeres habrían amado?
Solo pudo imaginar una. Su finada esposa.
Rieron y luego analizaron algunos puntos excelentes, y ella se sentía gradualmente más cómoda con la cercanía de él. Con la cercanía de ella al lado de él, tocándole el hombro cuando él pasaba a un punto en una letra que a ella se le había escapado; con la proximidad al dedo de él, tocándole accidentalmente el de ella; con la proximidad de la mano de él, palmeándole la espalda cuando ella lo hacía bien.
Sentía en la mejilla el aliento del hombre cuando él se apasionaba más respecto de algún punto en particular hasta darse cuenta de que estaba hablando en voz alta, demasiado cerca.
Ella no era tonta, desde luego. Thomas no era un bufón. En la propia manera prudente de él, intentaba atraerla. Desarmarla. Ganarse su confianza. Quizás hasta su admiración.
Y ella se lo estaba permitiendo. ¿Era tan malo chocar el hombro de un albino? ¿No le tocaron los guardias la piel cuando lo encadenaron?
Habían pasado tres horas cuando Thomas decidió que finalmente parecía indicado hacer un examen.
– Muy bien -indicó él, palmoteando-. Lea todo el párrafo, de principio a fin.
– ¿Todo? -objetó ella sintiéndose positivamente mareada.
– ¡Por supuesto! Lea lo que ha escrito.
Ella se concentró en las palabras y comenzó a leer.
– La mujer se le dio la espada hombre si corriendo…
Se detuvo. Aquello no tenía sentido para ella.
– Eso no es lo que usted ha escrito -afirmó él-. Por favor, en orden, exactamente como lo escribió.
– ¡Estoy leyendo exactamente como escribí!
– Entonces inténtelo de nuevo -contestó él, frunciendo el ceño.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué suena tan confuso?
– Por favor, inténtelo de nuevo. Desde el principio. Siga sus dedos como le mostré.
Ella empezó de nuevo, señalando cada palabra mientras leía.
La mujer corriendo como si caballo… Chelise levantó la mirada hacia él, horrorizada.
¿Qué es esta tontería que sale de mi boca? ¡No puedo leerlo! El rostro de él se le iluminó un poquitín. Dio un paso adelante y agarró Papel en que ella había escrito. Los ojos de él recorrieron la página.
Usted no está leyendo lo que está en la página -declaró-. Está mezclando las palabras.
Chelise sintió que se le iba la esperanza como harina de una vasija rota.
– Entonces no podré aprender. ¿Qué de bueno hay en poder escribir u alfabeto y formar las palabras si estas no tienen ningún sentido? Él bajó el papel y caminó de un lado al otro.
Chelise se sentía aplastada. Nunca podría leer estos misterios. ¿Era de estúpida? De pronto sintió una opresión en la garganta.
– Lo siento, Chelise -expresó Thomas mirándola-. No se trata de su escrito o su lectura, sino de su corazón. Es la enfermedad. Mientras tenga la enfermedad, no podrá leer de los libros de historias.
– ¿Lo sabía usted? -objetó la muchacha sintiéndose de repente furiosa con él-. ¡Cómo se atreve a jugar conmigo!
– ¡No! Sí, yo sospechaba que la enfermedad no le permitía oír, pero el otro día usted sí oyó la verdad detrás de la historia. Y pensé que podría aprender a leer.
– ¡No tengo enfermedad! Usted es el albino, ¡no yo! -exclamó mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
Thomas se veía acongojado. Rodeó corriendo el escritorio y se arrodilló al lado de ella.
– Lo siento. Por favor, ¡podemos arreglar esto!
Chelise se puso una mano en la frente. Respiró hondo y se tranquilizó, No comprendía la brujería de Thomas, pero dudaba que él tuviera algo que ver con la ignorancia de ella.