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– ¿Qué tenemos que hacer? -preguntó Rose al conductor.

– El marido de la prima de mi mujer es repartidor en un hotel de la armada -dijo el hombre, uniéndose con entusiasmo al nuevo plan-. Le diré los detalles de la tarjeta por radio y llevará las cajas al punto de encuentro.

– Pídale también limonada para los niños -dijo Nick-. Aunque no sé por qué confiamos en usted tan…

– Hay poca gente en las altas jerarquías en quien puedan confiar -dijo el conductor-. Tampoco entre el pueblo. Pero no estamos acostumbrados a que la realeza lleve abrigos con olor a granja. Además, he hablado un momento con Griswold y me ha dicho que debemos darles una oportunidad. La situación es desesperada, pero confiaremos en ustedes.

– ¿Pueden despedirle si cambia la ruta? -preguntó Rose.

– Puesto que la decidieron hace tiempo con Erhard, diré que no he tenido más remedio que seguir sus órdenes -dijo el hombre.

– Exactamente -lo tranquilizó Rose-. Se limita a cumplir órdenes.

El conductor tomó la radio y dio las instrucciones precisas. Al devolver la tarjeta a Nick dijo:

– Gracias a los dos -sonrió y añadió-. Bajo el asiento delantero hay una chaqueta que puede servirle. Agárrense fuerte -dijo. Y dio un giro de noventa grados para ir hacia el río.

Nick no salía de su estupor. No tanto por la situación como por la mujer que tenía a su lado.

Rose. Una princesa en potencia. Su esposa en potencia. Hasta ese momento no había llegado a pensar demasiado en ella como esposa.

Pero en aquel momento, cuando debía estar pensando en cientos de asuntos preocupantes, ésa era la palabra que iluminaba su mente como un rayo de luz en medio de la penumbra: esposa.

Capítulo 6

Durante una fracción de segundo, la escolta se quedó desconcertada, pero al instante gire bruscamente y los siguió. Jean Dupeaux aceleró hasta ponerse a la altura de la limusina y con gestos de enfado indicó al conductor que se detuviera. Nick se sobresaltó al ver que la motocicleta se adelantaba y trataba de bloquear el paso al vehículo, obligando al conductor a frenar bruscamente y a esquivarla de un volantazo.

Dupeaux volvió a darle alcance. Rose bajó la ventanilla, asomó la cabeza y le gritó:

– El chofer sigue nuestras instrucciones, monsieur Dupeaux. Queremos ir al río.

– Deben detenerse -gritó Dupeaux. Rose se limitó a sonreír y a subir la ventanilla.

Nick pensó que no era lógico que el jefe del estado actuara de aquella manera. En ese momento, Dupeaux volvió a adelantarse. Una vez más, el conductor lo esquivó. Afortunadamente, habían llegado al desvío que conducía hacia los acantilados, donde el banco del río creaba un anfiteatro natural. Los sauces acariciaban el agua de la orilla y en lo alto de unas rocas se veían las ruinas de un castillo. Había algunos coches bajo los árboles, pero sobre todo, se veían carretas tiradas por caballos. Y mucha gente.

La escena hizo pensar a Nick en la pobreza del país. Los carromatos podían resultar pintorescos, pero aquéllos no eran un vehículo de placer sino el único medio de transporte con el que contaban aquellas gentes, que, por otro lado, tenían el aspecto cansado de quien había pasado el día trabajando en los campos.

Todos ellos se volvieron boquiabiertos al ver llegar la limusina seguida de la escolta de motocicletas.

Luego la expresión de sorpresa se tornó en una de enfado. Nick se dio cuenta de que la transformación tuvo lugar en cuanto reconocieron el escudo de armas que decoraba la limusina. Consciente de que habían cometido un error, intentó pensar rápidamente en una salida. Pero antes de que pudiera detenerla, Rose se había bajado del coche y él la siguió.

– Señor -lo llamó el conductor. Nick se volvió y vio que le tendía una vieja cazadora. El hombre explicó-: Estará mejor con esto. Recuerde que la señora ha sugerido que se quite la corbata.

Nick tomó la cazadora, se soltó la corbata y, tras darle las gracias, acudió junto a Rose, que ya estaba entre la gente.

– Hola -saludaba. Y recibía como respuesta miradas de sorpresa.

Las motos se iban acercando al coche y se reunían en torno a él como un enjambre de moscas.

Nick vio que el ruido inquietaba a los caballos y gritó:

– ¡Apaguen los motores!

Pero fue demasiado tarde. Uno de los caballos sacudió la cabeza, pateó y se encabritó. ¡En el carro del que tiraba había un niño! Rose reaccionó al instante. Dejó a Hoppy en el suelo y corrió a sujetar las riendas del animal. En cuanto lo estabilizó, le hizo moverse de lado, sujetándole el hocico para que se asentara sobre los cuartos traseros. Incluso Nicle, que no sabía nada de caballos, reconoció la mano de una experta. Con un solo gesto había desactivado una situación potencialmente peligrosa.

– Tranquilo -susurró al caballo-. Tranquilo -y una vez el caballo se calmó, se volvió hacia la gente para añadir-: Lo siento, debía haber tenido en cuenta que habría caballos y que las motocicletas nos seguirían.

La madre del niño corrió hacia él mientras Rose apaciguaba al caballo, acariciándole detrás de las orejas y susurrándole hasta que el pánico desapareció de su mirada. Finalmente, le pasó las riendas a un hombre que estaba a su lado.

Nick la miraba admirado. Cada cosa que hacía le confirmaba que era una mujer excepcional.

La escena había atraído la atención de todos los congregados.

– Lo siento mucho -repitió Rose-. Nick y yo acabamos de llegar. Soy Rose-Anitra. Me marché a los quince años y antes de irme pasaba todo el tiempo el palacio, así que no tuve oportunidad de conoceros Éste es mi prometido: Nikolai de Montez, el hijo de Zia, la hija del viejo príncipe. Estamos aquí para conoceros, ¿verdad, Nick? -se volvió hacia él y Nick se colocó a su lado tal y como intuyó que ella pretendía.

Se sentía orgulloso de ella y la idea de ser su socio le resultaba cada vez más atractiva.

– Soy veterinaria -continuó Rose, tomando la mano de Nick-, así que debería haber previsto que podían alterar a los caballos, pero la idea de venir se nos ocurrió súbitamente.

– Éste no es su sitio -gritó Dupeaux-. Esta gente no los quiere aquí.

Al ver la cara de la gente, Nick pensó que se equivocaba. Rose, con su vieja trenca y Hoppy en brazos, después de haber demostrado su habilidad con el caballo, parecía pertenecer más a aquel grupo que al de la limusina y los motoristas. Por contraste, Dupeaux, con su uniforme, representaba la autoridad.

– Vuelva al coche, señora -gritó. Y hubo un murmullo de desaprobación entre la gente-. No la quieren aquí.

Dupeaux acababa de cometer un error al tratarla como si pudiera darle órdenes.

– Erhard nos dijo que el pueblo nos necesitaba -dijo Rose con amabilidad pero con firmeza.

– No necesitamos a la familia real -gritó alguien entre la multitud.

Nick decidió que había llegado el momento de intervenir.

– Ni Rose ni yo creíamos que nos necesitarais. Nunca pensamos en heredar el trono. Pero Erhard vino a buscarnos para informarnos de lo que estaba sucediendo en los países vecinos, Alp d'Azur y Alp d'Estella. Según él, aquí podría suceder lo mismo si tuviera la aprobación de la familia real. Erhard tenía la convicción de que, con el apoyo de la realeza, podría sentarse la base de una democracia. Por eso nos convenció para que viniéramos, pero si es verdad que no nos queréis aquí, nos iremos.

Se produjo un profundo silencio. Nadie se movió. A su espalda, los oficiales parecían obviamente incómodos.

Tal y como lo había hecho con los soldados en el aeropuerto, Rose acababa de conquistar a la gente.

– ¿Cómo se llama tu perro? -preguntó un niño que estaba en las primeras filas. Rose sonrió.

– Hoppy. Anda a saltitos porque le falta una pata.

– No parece un perro de la familia real.