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Pero en aquel momento, parecía haber abierto las compuertas. Trató de convencerse de que lo hacía precisamente porque nada la vinculaba a Nick. Él sólo hacía preguntas por cortesía, para entretener el tiempo; y ella respondía porque no quería pensar en el presente.

Pero en el fondo sabía que eso no era verdad. Sí quería compartir su pasado con Nick. Sus vidas parecían haber transcurrido en paralelo. Los dos tenían infancias desgraciadas y habían aprendido a ser independientes. Y quizá ello había contribuido a que tuvieran aficiones similares.

– ¿Juegas al tenis? -preguntó Nick.

– No, pero me encanta el jockey, aunque soy malísima. De hecho, todavía juego.

– ¿De verdad? Yo jugaba en la universidad.

– ¿De delantero?

– De delantero centro. ¿Y tú?

– De lateral derecho -dijo Rose-. Golpeo con fuerza hacia la izquierda.

– Si tuviéramos un par de palos, podríamos jugar.

– Si nos quedamos aquí mucho tiempo, acabaremos jugando con las patas de la cama. Entretanto, ¿cuál es tu helado favorito?

– El de chocolate.

– ¿Con chips?

– No. Chocolate sin leche y sin trocitos que desvirtúen el sabor original.

– Ummm -exclamó Rose, sintiendo hambre súbitamente-. ¿Cuándo crees que nos darán de comer?

– Dudo mucho que nos den helado. ¿Te gusta nadar?

– Doy cinco brazadas y me ahogo. En el palacio nunca hubo piscina. Quizá la haya ahora. ¿Tú?

– En la casa de mi madre adoptiva, a las afueras de Sydney, había un embalse en el prado trasero. Ruby no nos dejaba ir al prado si no sabíamos nadar.

– ¿Ella te enseñó?

– Ruby me enseñó todo lo que sé.

– ¡Qué afortunado!

– ¿Por tener una madre adoptiva?

– Bueno…, perdona. ¡Qué comentario tan estúpido!

– No te preocupes, O sí, porque ¿qué vas a hacer cuando vivamos en este lujoso palacio con una piscina olímpica?

– Me compraré unos manguitos y prohibiremos la entrada a los fotógrafos. Nick, ¿qué crees que está sucediendo ahí fuera?

– No lo sé.

Aunque ninguno de los dos lo había mencionado, hacía rato que se oían ruidos de fondo. No se trataba tanto de ruidos aislados como de un murmulla creciente. En los últimos minutos, se había acercado lo bastante como para que se pudieran distinguir algunas voces.

– Hace rato que ha pasado la hora de comer -dijo Rose, nerviosa-. Quizá deberíamos quejarnos.

– Lo mejor será que no hagamos nada -dijo Nick-. Tengo la impresión de que el encargado de darnos de comer está ocupado.

Escucharon en silencio. Los gritos se intensificaron.

– ¿Qué tal cantas? -preguntó Nick. Pero Rose pensó que los gritos eran demasiado estridentes como para poder ignorarlos cantando. Eran cada vez más altos. Y más cercanos.

– ¿Te das cuenta de que si se trata de una revolución, el método más habitual de librarse de los monarcas es la decapitación? -susurró.

– Eso no sucede desde la de Rusia -dijo Nick-. Piensa en las revistas del corazón. Están llenas de príncipes y princesas destronados a los que nadie ha cortado el cuello.

– Nick…

– Lo sé -Nick se acercó a la puerta y pegó la oreja, esforzándose por distinguir algo entre el ruido general.

– Nick -volvió a decir Rose. ¿Cómo era posible que la situación hubiese llegado a aquel extremo? ¿Qué había pasado con su aventura? ¿Dónde estaba su hermanastra? ¿Y Hoppy?

Nick se acercó a ella y la abrazó.

– Estamos juntos -susurró.

Rose se sintió mejor al instante. Cada vez que estaba en brazos de Nick tenía la sensación de poder enfrentarse a cualquier cosa. Pero eso mismo le daba otro motivo de temor. Temía depender de Nick. Después de todo, era un hombre de negocios adinerado, que había accedido a casarse con ella por conveniencia.

¿Cómo había llegado a aquel punto? Cualquier otra persona habría escuchado la propuesta de Erhard y habría salido huyendo. Ella, en cambio, había abandonado su casa y había cruzado Europa para reclamar un trono e implicarse en una lucha por el poder en la que ni siquiera conocía a los contendientes. Y aunque había intuido que se trataba de una misión más arriesgada que la descripción que Erhard hacía de ella, nada la había intimidado.

Pero lo que más la asustaba de todo era que en lugar de estar aterrada por lo que sonaba como una multitud asediando el castillo, bastaba con que Nick la abrazara para recuperar la calma. Prefería ser derrotada luchando junto a él que tener una vida apacible en Yorkshire, aplastada por el recuerdo de Max.

– Estamos juntos -susurró Nick de nuevo.

Y Rose pensó que la sujetaba como si la amara.

Como si la amará…

Súbitamente pensó, horrorizada, que no tenía sentido romper una cadenas para dejarse atar por otras. Se había jurado no volver a caer en una trampa emocional. Nunca.

Pero en aquel instante carecía del coraje necesario para separarse Nick. Así que siguió abrazada a él mientras el ruido exterior se convertía en un rugido atronador. El sonido de unos disparos la hizo apretarse aún más a Nick.

¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué pasaba fuera de su celda?

Los disparos cesaron tan abruptamente como habían comenzado. A continuación, se produjo un silencio sepulcral y, súbitamente, se oyeron vítores de alegría. Poco a poco, los gritos fueron enmudeciendo y fueron sustituidos por ruidos de confusión, gritos que se aproximaban.

Rose ya no pensaba en razones para separarse de Nick. Se oían gritos de júbilo. ¿Júbilo? ¿Por qué? Nick y Rose mantenían la vista fija en el cerrojo. Los minutos pasaban.

Y de pronto, llegó un grito desde el otro lado de la puerta, seguido de otros y del ruido del cerrojo abriéndose.

La puerta se abrió de par en par y en el umbral apareció una multitud. Delante del grupo, estaba la reportera que habían conocido el día anterior. A su lado, el fotógrafo. Y abriéndose paso a codazos, el niño del collie. Llevaba a Hoppy en brazos. Rose lo miró con ojos desorbitadamente abiertos.

– ¡Hoppy! -exclamó con una sonrisa de oreja a oreja. Y abrió los brazos-. Hoppy. ¡Ya sabía yo que me rescataría un perro!

Capítulo 8

El día de la boda lucía un sol resplandeciente. La sirvienta abrió las cortinas y saludó a Rose.

– ¡Afortunada la novia a la que el sol sonríe!

Rose apartó las sábanas y Hoppy apareció a su lado. El palacio era enorme y daba miedo, y el perro había decidido que su ama necesitaba compañía.

Pero su protección no era necesaria. Los murmullos de protesta se habían acallado la misma noche de su llegada. El pueblo había acudido al palacio a expresar su descontento. Había habido algunos disparos, pero no se produjeron bajas entre los miles de ciudadanos que acudieron a la protesta.

Jacques y Julianna habían desaparecido con sus acólitos y habían accedido a regañadientes a que la sucesión fuera decidida por un jurado internacional. La reunión no se había producido todavía, pero Erhard parecía haber estado en lo cierto al asumir que, una vez se celebrara la boda, el trono sería entregado a Rose.

Ni ella ni Nick habían llegado a asimilar lo que estaba ocurriendo, pero en ningún momento se habían planteado echarse atrás.

Y el día de su boda había llegado.

– El príncipe Nikolai ha desayunado antes que usted, señora -dijo la sirvienta, sonriendo-, porque no es bueno que el novio vea a la novia.

Rose pensó que aquel día marcaba en realidad el principio del fin. En cuanto la sucesión quedara asegurada, Nick podría marcharse y volver a su trabajo. Lo que Rose no comprendía era por qué la idea le daba tanta tristeza.

– La peluquera llegará en una hora -dijo la sirvienta-. El vestido estará listo para las doce. Los fotógrafos, a las dos.

Ese debía ser el problema. Rose no había tenido en cuenta todo lo que implicaba ser princesa y reinar. Sobre todo, sin Nick.