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Cuando la sirvienta se fue, Hoppy bajó de la cama y fue hacia la puerta del dormitorio. Llevaban allí sólo una semana, pero parecía encantado con la rutina. Desayuno con Nick; un par de horas de trabajo para descifrar documentos que a Nick le bastaba leer una vez. Luego, un paseo por el bosque, o un baño. Uno de los príncipes había instalado una espectacular piscina y Nick le estaba enseñando a nadar. Y para rematar la mañana, un almuerzo al aire libre.

Después de cenar, solían charlar prolongadamente.

Y después, se iban a la cama… Cada uno por su lado.

A lo largo de aquellos días, Rose había tenido que acallar una vocecita que le recordaba que pronto serían marido y mujer. Que podrían… Pero inmediatamente decidía en contra.

– Estoy a punto de alcanzar un final feliz sin príncipe -dijo Rose a su perro, para reafirmarse en su postura-.

Y la boda no es más que el último paso para lograrlo.

Nick esperaba junto al altar, al fondo de la nave central de la capilla del palacio, uno de los pocos rincones del palacio que normalmente invitaba a la intimidad y al recogimiento, pero que en aquel momento estaba ocupada por decenas de dignatarios y de cámaras de televisión que retransmitían el acontecimiento a todo el mundo.

Rose cruzó el umbral y se paró en seco.

Hasta aquel instante la idea de la boda había sido una fantasía, un sueño. Desde el encuentro en el restaurante, cinco semanas antes, su vida había avanzado a cámara rápida, en medio de la confusión y el desconcierto. Incluso el vestido que llevaba, al que el modisto de palacio había dedicado horas, alterándolo hasta convertirlo en una segunda piel, formaba parte del sueño de un pueblo que anhelaba aquella boda real.

Ése era el mensaje que había recibido una y otra vez cuando Nick y ella fueron liberados.

– La noticia de que están aquí ha dado esperanzas al pueblo de que pueda producirse un cambio sin derramamiento de sangre. ¡Es tan maravilloso! Y el príncipe Nikolai y usted hacen una pareja tan romántica…

Rose había intentado no pensar en aquellas palabras del modisto, pero no eran más que el eco de lo que todo el mundo parecía pensar.

Y en aquel instante, al oír los primeros acordes del órgano, necesitó tomar aire.

¿Qué estaba haciendo?

La última vez que había oído aquella música, estaba en una pequeña iglesia en Yorkshire, y Max la esperaba. En aquel momento, era Nick. Y también él era en cierta forma una dulce trampa. Se quedó sin aliento. Sus pies se negaban a moverse.

Nick estaba al final del pasillo, pero no era más que una imagen borrosa, estaba lo bastante lejos como para no ver el pánico reflejado en su rostro.

Un hombre mayor se levantó del banco más próximo a la puerta y posó la mano sobre su brazo. Rose se volvió, sobresaltada. Se trataba de Erhard.

Rose no lo había visto en todos aquellos días a pesar de que tanto ella como Nick habían solicitado verlo, pero sólo habían recibido evasivas.

Su aparición fue casi milagrosa. Estaba más delgado, pero conservaba su aspecto noble, al que contribuían un uniforme militar con numerosos galones y una espada. Sonreía.

– Nikolai no es Max -dijo con dulzura, y la asió con fuerza-. Lo sabes.

Rose lo miró atónita y él le sostuvo la mirada. ¿Cómo había adivinado sus temores?

– Está esperándote -dijo el anciano.

Rose se volvió hacia Nick y vio que la miraba con inquietud. Podía ver que fruncía el ceño levemente y que era consciente de que estaba abrumada. ¿Cómo era posible que lo supiera? ¿Y por qué ella sabía lo que pensaba?

Estaba guapísimo. Llevaba el mismo uniforme que Erhard, de un intenso azul marino, con una banda dorada cruzada en el pecho y una espada en el cinto.

Nikolai de Montez. El príncipe que retornaba a su hogar. Todo en él se correspondía con la imagen de un príncipe.

«Él debería ser el soberano, y no yo», pensó Rose. Él sí parecía pertenecer a la realeza y a aquel un mundo tan alejado del suyo.

Todos los presentes estaban pendientes de ella, pero Erhard no la apremiaba sino que se limitaba a permanecer a su lado, dejando que decidiera por sí misma.

Nikolai esperaba. Y de pronto, sonriendo, se agachó y levantó del suelo a Hoppy.

Rose lo había dejado al cuidado de uno de los jardineros del palacio.

El perrito se había hecho tantos amigos, que Nick solía decir que la insurrección había tenido lugar por la patada que Jacques le había dado. Cada vez que les sacaban una fotografía, los fotógrafos preguntaban por él.

Rose había considerado inadecuado que Hoppy acudiera a la ceremonia, pero era evidente que Nick había pensado lo contrario.

Sin dejar de sonreír, Nick se agachó para dejar a Hoppy en el suelo, al que había ataviado con un collar azul y oro a juego con su uniforme, y como si mandara un mensaje secreto a Rose, le susurró:

– Ve con Rose.

La marcha nupcial seguía sonando. Hoppy alzó la mirada hacia Nick y luego a su alrededor, como si supiera que todos los presentes estaban pendientes de él. Meneó la cola frenéticamente y cojeó feliz hacia su ama.

Rose rió y se agachó para darle la bienvenida. Hoppy se acomodó en sus brazos y ella lo estrechó contra su pecho. Luego se incorporó, y al mirar a Nick se dio cuenta súbitamente de que su boda con Max y la que estaba a punto de celebrarse eran tan distintas como el día y la noche.

En Yorkshire, Max la esperaba en tensión. Sus padres se sentaban en la primera fila. De acuerdo con las instrucciones dadas por la madre de Max, los amigos de la novia ocupaban los bancos de la izquierda, los del novio, los de la derecha. En su lado, sólo se sentaron los tres únicos amigos que se negaron a obedecer.

Había sido la boda de Max. La vida de Max.

Pero en aquel momento, la iglesia estaba llena de gente. Erhard estaba a su lado, sonriéndole con calma mientras Hoppy intentaba lamerle la cara y Nick la observaba sonriente.

Aquélla sí era su vida. Ésa era la certeza que había tenido al escuchar la proposición de Erhard y ver la cortesía y la amabilidad con la que Nick trataba al anciano.

No perdería su libertad. No se trataba de una jaula de oro en la que quedaría atrapada, como había quedado su madre. Nick estaba haciendo lo que hacía para liberar al país. La había reconfortado y había sido su sostén aquellos días sin pedir nada a cambio.

Podía casarse con él y ser libre, porque él se iría.

Nick seguía observándola expectante. Toda la iglesia la miraba. ¿Qué iba a hacer? ¿Provocar un ataque al corazón a Nick y a Erhard? ¿Causar un escándalo delante de la prensa mundial?

– ¿Estás bien? -susurró Erhard. Y Rose consiguió sonreír.

– Me gusta hacer sufrir a mis futuros maridos -dijo. Y el rostro de Erhard se arrugó con una amplia sonrisa. El anciano miró a Nick e intercambió con él un gesto de complicidad.

– No es una boda de verdad -susurró Rose, más para sí misma que para ser oída-. Puedo hacerlo. ¡Que empiece la ceremonia!

No era un matrimonio de verdad, pero cada vez le resultaba más difícil recordarlo. Estaban en el altar, y Nick sentía que los votos que hacía eran… sinceros.

Rose estaba preciosa en su vestido de novia. Su belleza ya le había dejado sin aliento en su primer encuentro, y los días de convivencia sólo habían afianzado su convicción de que no era un atributo meramente exterior.

Por eso tenía que hacer un esfuerzo para recordar que las palabras que estaba pronunciando en aquellos momentos no eran reales.

– Yo, Rose-Anitra, te tomo a ti, Nikolai…

Era una farsa, una actuación. «¿Hasta que la muerte nos separe?». No, hasta el divorcio.

Pero ésa era la teoría. Por el momento, Nick se estaba dejando llevar, olvidándose de la necesidad de ejercer el control, de no implicarse.

Tomó la mano de Rose, la sostuvo entre las suyas y pronunció las palabras: