Capítulo 2
Nick había elegido un buen restaurante para la reunión. Se trataba de un local antiguo revestido de roble, con manteles de lino y discretos reservados donde se podía charlar cómodamente.
En cuanto Nick entró, Walter, el encargado, acudió a recibirlo.
– Buenas noches, señor de Montez -al ver que Nick vestía zapatillas deportivas y una chaqueta de pana sonrió-. Veo que viene con espíritu de vacaciones.
Nick, que no solía tomarse vacaciones, pensó que tal vez era la mejor forma de referirse a lo que podía llegar a pasar. Sólo ocasionalmente viajaba a Australia a visitar a su madre adoptiva, Ruby, a la que llamaba cada domingo. También esquiaba de vez en cuando con algún cliente, pero por lo demás, Nick vivía para el trabajo. Lo único que identificaba aquella noche como de ocio era su informal indumentaria.
Walter lo condujo hasta el reservado que usaba habitualmente. Erhard se le había adelantado y Nick lo estudió detenidamente cuando se levantó para saludarlo. El anciano parecía frágil y delicado; tenía el cabello y las cejas blancas y vestía un oscuro traje muy formal.
– Siento no haber estado aquí para darte la bienvenida -dijo Nick, y se arrepintió de la selección de ropa que había hecho-. Y siento esto -añadió, señalándose.
– ¿Pensabas que Rose-Anitra se sentiría incómoda con algo más elegante? -preguntó Erhard, sonriendo.
– Así es -admitió Nick.
Días atrás, Erhard le había proporcionado una fotografía de Rose tomada por un detective privado. En ella, Rose se apoyaba en un destartalado todoterreno mientras charlaba con alguien que quedaba fuera de foco. Llevaba unos sucios vaqueros de peto, botas de plástico, y estaba manchada de barro. Tenía la piel blanca, salpicada por algunas pecas y una hermosa mata de pelo cobrizo que le caía por la espalda. Era una atractiva mujer de campo, pero Nick estaba acostumbrada a un estilo más sofisticado y elegante, adjetivos que no habrían servido para describirla. Sin embargo, no podía negar que era… mona. Por eso había decidido que quizá un estilo excesivamente formal podía intimidarla.
– Puede que la infravalores -dio Erhard.
– Es veterinaria agraria -dijo Nick.
– Sí, además de una mujer de considerable inteligencia, de acuerdo con mis fuentes -dijo Erhard en tono reprobatorio. Y guardó silencio al ver que Walter acompañaba a una mujer a su reservado.
¿Rose-Anitra? ¿La mujer del pantalón de peto? Nick apenas lograba encontrar similitudes entre una y otra. Llevaba un vestido rojo con un escote generoso. Al estilo de Marilyn Monroe, se ataba a un costado con un lazo y se ajustaba a su perfecta figura. Tenía el cabello recogido en un moño del que escapaban mechones aquí y allá, y apenas llevaba maquillaje, el justo para cubrir las pecas y un suave color rosa en los labios. Caminaba sobre unos altísimos tacones que hacían que sus piernas parecieran interminables.
– Creo que he acertado -dijo Erhard con una risita al tiempo que se ponía en pie-. Señora McCray.
– Rose -ella. Y su sonrisa iluminó la sala-. Me acuerdo de usted, señor Fritz. Si no me equivoco, era ayudante de mi tío.
– Así es -dijo Erhard-, pero por favor, llámame Erhard.
– Gracias -dijo ella-. Aunque han pasado quince años, recuerdo algunas cosas -se volvió a Nick-. Y usted debe ser el señor de Montez.
– Nick.
– No creo haber coincidido antes contigo.
– No.
Water separó la silla para que Rose se sentara, tomó la comanda y les ofreció champán mientras Nick estudiaba a Rose conteniendo su admiración a duras penas.
– Sí, por favor -dijo Rose con una sonrisa resplandeciente. Cuando la copa de champán llegó, la tomó y metió la nariz en ella al tiempo que cerraba los ojos como si fuera la primera vez que lo bebiera en muchos años.
– Veo que te gusta el champán -dijo Nick fascinado.
Ella suspiró con una encantadora sonrisa.
– No sabes cuánto -dijo, dando un par de sorbos antes de dejar la copa sobre la mesa.
– Estamos encantados de que hayas podido venir -dijo Erhard antes de mirar a Nick-. ¿Verdad, Nick?
– Desde luego -dijo Nick, sobresaltándose.
– Siento que os resultara difícil dar conmigo -dijo ella, dirigiendo una mirada apreciadora a su alrededor-. Mi familia tiene la peculiar idea de que necesito ser protegida.
– ¿Y no es verdad? -preguntó Nick.
– No -dijo ella, bebiendo champán con aire casi retador-. Desde luego que no. ¡Esto es maravilloso!
Nick pensó que ella sí que lo era.
– Lo mejor será que explique la situación sucintamente- dijo Erhard, sonriendo a Nick como si se diera cuenta de que estaba hechizado-. Rose, no sé hasta qué punto estás informada.
– La verdad es que sólo sé lo que contabas en la nota -dijo ella-. Creo que todo el pueblo se había puesto de acuerdo para que no pudieras hablar conmigo. De no haber sido por Ben, el cartero, un hombre íntegro, puede que nunca hubiera llegado a saber de vosotros.
– ¿Cómo es posible que temieran a Erhard? -preguntó Nick atónito.
– Mis suegros saben que tengo vínculos con la realeza -dijo ella-. A mi marido le gustaba bromear al respecto. Pero desde que murió, todo aquello que pudiera separarme de ellos les resultaba sospechoso. Supongo que al ver que Erhard hablaba con acento extranjero y tenía un porte elegante lo consideraron potencialmente peligroso. Mis suegros son conocidos en la comarca y tienen muchas influencias. Lo siento.
– No es culpa tuya -dijo Erhard con dulzura-. Y lo importante es que estás aquí, lo que significa que estás dispuesta a escucharme. Puede que suene increíble pero…
– Tú no sabes lo que significa esa palabra -dijo ella enigmáticamente-. Para mí, no hay nada increíble…
Erhard asintió. Parecía dispuesto a ser el que hablara y Nick no tenía nada que objetar. Así podía dedicarse a lo que le apetecía: mirarla.
– Como he dicho, no sé cuánto sabes -explicó el anciano-. A lo largo de esta semana he hablado con Nick, pero lo mejor será que empiece por el principio.
– Adelante -dijo Rose, dando otro sorbito al champán y sonriendo.
Cada vez que sonreía, Nick se quedaba boquiabierto. Era una sonrisa increíble.
Erhard lo miró con sorna. Era un hombre astuto. Cuanto mas lo conocía Nick, más le gustaba. Quizá debía apartar la mirada de Rose. Quizá su rostro reflejaba lo que estaba pensando. Pero… ¿por qué hacerlo? Dejar de mirarla sería un crimen.
– No sé si conocéis la historia de Alp de Montez -continuo Erhard, mirándolos alternativamente-, así que os haré un resumen. En el siglo XVI, un rey tuvo cinco hijos que crecieron enfrentados. Para evitar problemas entre ellos, el viejo rey dividió su territorio en cinco reinos y exigió que los cuatro menores se mantuvieran leales al primogénito. Sin embargo, el espíritu guerrero no suele dar lugar a un buen gobierno, y los príncipes y sus descendientes ¡levaron a sus reinos al borde del desastre.
– Pero dos de ellos empiezan a recuperarse -intervino Nick. Y Erhard asintió.
– Sí. Dos han adoptado un sistema democrático. De los otros, el que pasa por peor momento es Alp de Montez. El viejo príncipe, vuestro abuelo, dejó el poder en manos de un pequeño consejo. El jefe de ese consejo es Jacques St. Ivés, quien ha acumulado un poder absoluto a lo largo de los últimos años. Y el país está en una situación desesperada. Los impuestos son altísimos, la economía está al borde del colapso y miles de ciudadanos han tenido que emigrar.
– ¿Cuál es tu papel en todo esto? -preguntó Nick con curiosidad. Nada de lo que había oído le resultaba nuevo. Hacía unos años había viajado durante una semana por el país y lo que vio le había dejado espantado.