Выбрать главу

– Yo, Nikolai, te tomo a ti, Rose-Anitra, por esposa y te prometo fidelidad mientras viva.

Y mientras la besaba delante de los congregados, se dijo que daba lo mismo lo que hubiera dicho en el pasado o los teóricos planes para el futuro.

Todo daba igual. Porque todo había cambiado.

Él, Nikolai de Montez, era un hombre casado.

Las formalidades de la boda fueron tediosas. Tuvieron que firmar, firmar y firmar documentos. Luego, fotografiarse cientos de veces. Sólo entonces… empezó la diversión.

Hubo un gran baile en los jardines de palacio. Erhard había sugerido que se invitara a gentes de todos los estratos sociales y de todos los rincones del país. Tantos como cupieran en los terrenos del palacio. Y por todo el país se celebraron fiestas en las que la población brindó por los novios y confió por primera vez en la posibilidad de un futuro mejor.

Cuando el sol se puso, Rose y Nick fueron escoltados al interior del palacio y vitoreados a medida que subían la amplia escalera de mármol. Al llegar al rellano, Rose tropezó levemente y, sin hacer caso de sus protestas y ante la risa general, Nick la tomó en brazos.

– Da las buenas noches a nuestro amigos -dijo, sonriendo con picardía e ignorando las protestas de Rose-. Saluda -ordenó.

Rose obedeció automáticamente mientras Nick se giraba con ella y continuaba andando hasta llegar a la primera puerta, que abrió con el pie. Era su dormitorio.

La puerta se cerró a su espalda y desde abajo llegaron aplausos y risas.

– Bájame ahora mismo -dijo Rose al instante.

Nick la dejó en el suelo. Un hombre recién casado debía actuar con cautela, y más cuando no conocía los sentimientos de su esposa.

– Había pensado que si dormíamos esta noche en habitaciones separadas, despertaríamos sospechas.

– ¿De quién?

– De todos. ¿No ves que nuestras puertas se ven desde el vestíbulo?

– Pues esperaremos a que todos se retiren e iré a mi dormitorio.

– De acuerdo -dijo él con aparente indiferencia-. ¿Sabes que estás preciosa?

– Tú también estás muy guapo -replicó ella-. El uniforme te favorece.

– Me he esmerado -reconoció Nick.

– Tengo que marcharme aunque la gente me vea -insistió Rose.

– No daría una buena imagen ver a la novia volver a su dormitorio -insistió Nick. Y para distraerla, cambió de tema-. Ha sido una ceremonia muy hermosa.

– Así es.

– No hace falta que me mires así -protestó Nick-. No voy a asaltarte.

– Más te vale.

– ¿Qué te hace pensar que eso es lo que quiero? -preguntó Nick, consiguiendo desconcertarla.

– ¿Y no lo es?

– Sólo si tú lo quisieras.

– No quiero.

– ¿Ni un poquito? Rose lo miró indignada.

– Yo…, no…

– Yo pensaba… -empezó Nick con fingida inocencia- que, siendo viuda, echarías un poco de menos el sexo.

– Eso no es de tu incumbencia.

– Tienes razón, pero a mí el sexo me gusta mucho -dijo Nick con una mezcla de dulzura y picardía-. Y odiaría que mi esposa echara de menos algo que yo le puedo proporcionar.

Rose dio un paso atrás.

– Ni se te ocurra.

– Seguro que no quieres que…

– Esto es sólo un matrimonio de conveniencia.

– Ya. Pero yo te encuentro preciosa y tú a mí, guapo.

– Sólo por el uniforme -dijo Rose, jadeante.

– ¿Quieres que me lo quite? -preguntó él, y empezó a desabrocharse.

Rose dio un grito sofocado.

– ¡Para! -ordenó.

– Si no me desvisto no vamos a poder consumar el matrimonio.

– Porque no vamos a consumarlo -dijo Rose, desviando al mirada.

– Rose-Anitra,

– ¿Sí?

– ¿Te he dicho alguna vez que es un nombre muy bonito? ¿Te das cuenta de que eres la princesa de Alp de Montez y mi esposa?

– Eso no te da ningún derecho sobre mí.

– Claro que no. Jamás haría nada que tú no quisieras. Pero si lo deseas…

– No lo deseo.

– Ya lo sé -dijo Nick con resignación, mirando a su alrededor.

La habitación constaba de salón y de dormitorio, ambos decorados al estilo imperio. La cama tenía un dosel del que colgaban pesadas cortinas de terciopelo granate. De cada poste colgaba una gran borla dorada. Los muebles eran también dorados, así como los dos leones esculpidos que flanqueaban la chimenea.

– Tus pacientes de Yorkshire no te reconocerían si te vieran ahora -comentó.

Rose esbozó una sonrisa.

– Desde luego que no.

– ¿No has invitado a tus suegros?

– Sí, pero dicen que les he traicionado.

– ¿Por qué?

– Porque he abandonado a Max.

– Max murió hace dos años -dijo Nick, frunciendo el ceño.

– Querían que tuviera un hijo suyo.

– Entiendo -dijo Nick, aunque no comprendía nada-. ¿Y cuál es la razón de que no quieras dormir conmigo?

– No estoy enamorada de ti.

– ¿Y si lo estuvieras? Rose pareció vacilar.

– No puedo estar enamorada -dijo finalmente-, porque de estarlo, perdería mi libertad.

– Yo jamás te ataría. Rose frunció el ceño.

– Eso suena a proposición.

– Sólo estaba pensando que… -en realidad Nick no estaba seguro de lo que pensaba. Sólo estaba dejándose llevar.

Rose era encantadora, estaba allí, ante él, con aquel gesto de desconcierto… Y él acababa de pronunciar unos votos que de pronto habían dejado de parecerle una estupidez. Ya ni siquiera lo asustaban. Pero Rose sí estaba asustada. Dio un paso atrás. -Nick, no vamos a traspasar la línea.

– No.

– Me quedaría embarazada.

– Puede ser -dijo Nick con cautela-. Pero he leído en algún sitio que puede evitarse.

– El único anticonceptivo seguro es una pared gruesa.

– ¿Has estado hablando con mi madre adoptiva? -bromeó Nick.

Pero Rose no sonrió.

– Nunca tendré un hijo.

Nick frunció el ceño. Hasta ese momento había tratado la situación con ligereza, como una broma compartida. Si Rose no quería acostarse con él, no insistiría. Pero después del día tan romántico que habían pasado, y puesto que cuanto más tiempo pasaba con Rose más deseable la encontraba, se había dejado llevar por el espíritu de cuento de hadas en el que estaban inmersos.

Sin embargo, el tono de la conversación había cambiado súbitamente. La voz de Rose se había teñido de dolor. «Nunca tendré un hijo».

– ¿No puedes tener hijos? -Nick no quería resultar indiscreto, pero la tristeza de Rose lo conmovió.

– Yo… No.

– ¿Max y tú lo intentasteis?

– ¡No!

– Ah -dijo Nick sin llegar a comprender. Luego añadió-: Ni tú ni yo habíamos considerado esto.

– ¿El qué?

– La sucesión.

– ¿Por qué tendría que preocuparnos?

– Si murieras, Julianna heredaría el trono.

– Erhard dijo que podríamos introducir cambios. Este país dejará de depender de la monarquía.

– No -dijo Nick, dubitativo.

– No te atrevas a decirme que tener un hijo es mi deber -dijo Rose, airada.

Nick alzó las manos en señal de rendición.

– Oye, yo no he dicho eso.

– Pero lo has insinuado.

– Sólo he dicho que sería divertido practicar maneras de no tener hijos -dijo él, fracasando en el intento de hacer sonreír a Rose.

– Déjalo, Nick.

– Desde luego que voy a dejar lo de los niños -dijo él, arisco-. Nunca he querido tenerlos, y si tú no puedes…

– Se acabó la discusión.

– De acuerdo -dijo Nick, y desenvainó la espada.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Rose, nerviosa.

– ¿No creerás que voy a atacarte? Sólo voy a colgarla detrás de la puerta -dijo Nick-. Para que mi esposa vea que no voy a atacarla, lo mejor que puedo hacer es deponer las armas.

– Todas las armas.

– Sólo tengo una espada.