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Blandía un cuchillo…

En la noche sonó un disparo seco y metálico seguido de una súbita quietud.

La figura de negro se llevó una mano al hombro y se tambaleó hacia atrás. El cuchillo cayó al suelo y rodó bajo la cama.

– Si te mueves, volveré a disparar -dijo Rose con frialdad.

Ni el hombre ni Nick se movieron. Este no salía de su perplejidad. Rose había disparado…

– Contra la pared -ordenó ella en el mismo tono. Y saltando por encima de la cama, dio al interruptor de la lámpara del techo. Al mismo tiempo, Nick tiró de la borla dorada que conectaba con el servicio y la campanilla resonó por todo el palacio. El hombre dio un paso hacia la puerta.

– ¡Quieto o disparo! -gritó Rose.

– Rose…

– Aléjate de él -dijo ella a Nick.

Nick no daba crédito a sus ojos. Rose estaba erguida, descalza, con una enagua por toda vestimenta, el cabello alborotado y el rostro extremadamente pálido. Sostenía el arma con las dos manos y apuntaba al intruso.

El hombre estaba paralizado. Vestía de negro y llevaba un pasamontañas. De su hombro brotaba sangre que caía lentamente al suelo.

De pronto llegaron algunos hombres a la puerta. Un sirviente vestido de librea, un par de diplomáticos invitados a la boda que pernoctaban en el palacio; y detrás de ellos, un guarda de seguridad que se abrió paso y contempló la escena atónito.

– Ha venido a matarnos -dijo Nick, señalando al intruso.

Rose no se había movido. Seguía apuntándole.

– ¿Puedo bajar el arma? -preguntó.

– Espera que lleguen refuerzos -dijo Nick, y miró expectante al guarda, quien, tras mirar a Rose con admiración, dio una orden por radio.

La siguiente hora transcurrió en una nebulosa. Los guardas encerraron al intruso en una sala. Nick llamó a Erhard. El anciano se presentó en bata y zapatillas, con aspecto frágil pero digno.

– ¡Es espantoso! -dijo a Rose con voz quebradiza-. Jamás te hubiera contactado de haber sabido que…

– Estoy bien -dijo Rose, pero no se movió de al lado de Nick, en el que se había refugiado en cuanto habían apresado al asaltante.

Nick había sugerido que debía tomar una pastilla para dormir, pero ella había rechazado la sugerencia.

– ¿Como alguien ha intentado asesinarme debo tomarme una pastilla? ¡Ni hablar! -se cobijó en los brazos de Nick y añadió con solemnidad-. Tengo un marido. Iré a dormir cuando él vaya.

Y nadie pudo hacerle cambiar de idea.

– No puedo comprender como… -dijo Erhard hablando con el jefe de seguridad.

– Ha habido unos disturbios en el otro lado del jardín -explicó éste, avergonzado-. Unos borrachos han roto la valla y hemos acudido a dispersarlos -tras un breve titubeo, continuó-. Hacía tanto que no pasaba nada en el castillo que mis hombres se han relajado. Lo siento, señor.

– Lo entiendo, pero desde este momento la seguridad del palacio es una cuestión prioritaria -dijo Erhard con solemnidad-. Apostaría cualquier cosa a que esos jóvenes han sido pagados para distraer a la guardia.

– Lo averiguaré -dijo el jefe de seguridad con gesto grave-. Y averiguaré la identidad del asaltante.

– Y la de quien le ha contratado -dijo Erhard-. Por el momento, quiero que triplique el número de hombres de guardia. Utilice exclusivamente aquéllos que sean de su absoluta confianza -se volvió hacia Rose y repitió-: Lo siento. No estábamos preparados, pero a partir de ahora estarás segura.

– Nick estaba conmigo -dijo Rose.

– Así es -Erhard miró a Nick-. Sin ti…

– Ha sido Rose quien ha disparado.

– Gracias -dijo Erhard emocionado-, mis dos… -pareció arrepentirse de lo que iba a decir. Adoptó un tono menos emocional y concluyó-: A partir de ahora estaréis a salvo -y girándose, hizo una señal a los guardas para que lo siguieran con el detenido y se marchó.

– Será mejor que vayamos a por Hoppy -sugirió Nick.

En la puerta había apostados dos guardas y otros dos los siguieron a una distancia prudencial. Cuando ya volvían de la cocina con Hoppy y alcanzaban la puerta del dormitorio de Nick, Rose dijo:

– A tu dormitorio, no -apretó a Hoppy contra su pecho. Nick negó con la cabeza.

– Muy bien, cariño. Te acompañaré al tuyo.

– No -Rose tomó aire al tiempo que se estremecía-. Tú tampoco debes quedarte aquí. ¿Quieres venir conmigo?

– Por supuesto -dijo Nick. Era comprensible que Rose no quisiera quedarse sola, así que no tenía ningún sentido que el corazón le hubiera dado un salto de alegría.

– Gracias -dijo ella. Y no volvió a hablar hasta que cerraron la puerta tras de sí.

Entonces, dejó a Hoppy en el suelo. Éste sacudió la cola y de un salto se subió a la cama y se dispuso a dormir.

– ¡Menudo perro guardián! -bromeó Nick.

– Por esta noche estamos a salvo -dijo Rose.

– Sí.

– Tiene que haberlo organizado Jacques.

– Probablemente.

– Y Julianna -susurró Rose. No llevaba nada encima de la enagua y aunque no hacía frío, seguía temblando-. Nunca pensé que mi hermanastra pudiera odiarme tanto. Hasta que llegamos aquí, creí que el plan era factible: casarme contigo, vivir esta aventura, salvar el país… Como un cuento de hadas con un final feliz…

La voz se le quebró y se echó a llorar. Nick la tomó en brazos y ella sollozó hasta humedecerle la camisa. Él siguió estrechándola contra su pecho, dejando que se desahogara, hasta que Rose se relajó y dejó de llorar.

Con ella, Nick tenía la sensación de disponer de todo el tiempo del mundo. Era como si aquélla fuese de verdad su noche de bodas o, más precisamente, como si aquel instante sellara su boda de verdad. Nick había jurado que nunca se enamoraría, pero lo había hecho, ya no le cabía ninguna duda. SÍ Rose hubiera muerto aquella noche…

Le besó delicadamente la cabeza. Rose se separó de él lo bastante como para verle la cara a la luz del fuego.

– Lo siento -susurró-. Nunca lloro.

– Ya lo sé.

– No sé qué me pasa esta noche.

– Has disparado a un hombre -Nick notó que se le formaba un nudo en la garganta-. ¿Cómo has sido capaz de reaccionar con tanta sangre fría?

– Soy veterinaria -dijo ella, como si eso lo explicara todo.

– No entiendo qué tiene que ver una cosa con otra -Nick volvió a estrecharla contra sí, no porque ella necesitara su cobijo, sino por puro placer. Porque Rose era… ¡su mujer!

– Trato con animales grandes -dijo ella.

– ¿Y?

– Y he tenido que aprender a disparar. La primera vez que lo necesité fue con un toro herido al que no podía acercarme. No tenía cura, y el ganadero me dio su rifle para que lo sacrificara.

– ¿Por qué no le disparó él mismo?

– Los granjeros sienten cariño por sus animales. Les cuesta hacerlo.

– Así que lo hiciste tú.

– En aquella ocasión, no fui capaz. Cuando volví a casa, mi suegro me dijo que tenía que asistir a un curso de tiro.

– ¿Dónde estaba Max?

– Enfermo.

– ¿Y desde entonces has tenido que matar tú a los animales incurables?

– Sólo ocasionalmente.

– ¿Siempre quisiste ocuparte de animales grandes?

– Cuando empecé a estudiar quería tratar a perros y animales domésticos. Pero luego, la familia me necesitó.

– La familia de Max. Y ahora tu familia intenta matarte -dijo Nick-. ¡No has tenido demasiada suerte!

– No -Rose se acurrucó en Nick mientras reflexionaba-, pero al menos esto lo he elegido yo -tras otra pausa, añadió-: Aun así, no esperaba que Julianna… Quizá no está informada.

– Es posible. Quizá haya sido sólo Jacques.

– ¿Crees que realmente pretendían matarnos?

– Sí -no tenía sentido mentir. El hombre había apuntado sin titubear. Estaba allí para matar. Incluso había llevado un puñal por si la pistola no bastaba.