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– Durante años fui el ayudante personal del viejo príncipe -dijo Erhard con melancolía-. Cuando enfermó, fui testigo de la acumulación de poder en manos de Jacques. Y luego, se produjeron una serie de misteriosas muertes.

– ¿Qué muertes? -preguntó Rose.

– Ha habido muchas -explicó Erhard-. El viejo príncipe murió el año pasado. Tenía cuatro hijos varones y una hija. Lo lógico sería que alguno de ellos le hubiera sucedido, pero, en orden de edad, Gilen murió joven en un accidente de esquí; Gottfried murió de una sobredosis a los diecinueve años. Keiffer murió alcoholizado, y su hijo, Konrad, en un accidente de tráfico, hace tan sólo dos semanas. Rose, tu padre, Eric, murió hace cuatro años; Zia, tu madre, Nick, y la más joven de los cuatro, también está muerta. Lo que deja tres nietos: las hijas de Eric, tú, Rose y tu hermana, Julianna, ocupáis el primero y el segundo lugar en la línea sucesoria. Tú, Nikolai, el tercero.

– ¿Sabías todo esto? -preguntó Nick a Rose. Ella sacudió la cabeza.

– Sabía que mi padre había muerto, pero no sabía nada de la línea sucesoria hasta que recibí la carta de Erhard. Mi madre y yo salimos de Alp de Montez cuando yo tenía quince años. ¿Tú has visitado el país?

– Fui a esquiar en una ocasión -dijo Nick.

– ¿Crees que eso te hace merecedor del trono? -bromeó Rose.

– Ésa es la idea -intervino Erhard, y Nick tuvo que dejar de mirar a Rose como un adolescente fascinado para concentrarse en lo que el viejo decía-. Necesitamos un soberano -siguió Erhard en tono solemne-. De acuerdo con la constitución de Alp, todo cambio debe ser aprobado por la corona. Para que el país se democratice, la corona ha de estar de acuerdo.

– Y supongo que ahí es donde entramos nosotros -dijo Rose-. Tu carta decía que me necesitabas.

– Y así es.

– Pero yo ni siquiera tengo sangre real. Eric no era mi verdadero padre -Rose se pasó la mano por el cabello. Seguro que lo recuerdas, Erhard. Después de llamar «zorra» a mi madre, Eric la expulsó del país.

– Pero viviste en él quince años. Y te fuiste para seguir a tu madre -dijo Erhard.

– No tenía otra opción -Rose se encogió de hombros-. Mi hermana, o mejor, mi hermanastra, quería «quedarse en el palacio, pero mi madre se había quedado sin nada. Ya entonces la relación entre mi hermana Julianna y yo estaba muy deteriorada. Mi hermana estaba celosa de mí y mí padre odiaba mi cabello pelirrojo. Bueno en realidad me odiaba a mí. Así que no hubiera tenido ningún sentido que me quedara atrás.

– Pero te consideró su hija hasta que tuviste quince años -dijo Erhard-. Es posible que intuyera que no eras suya, pero la gente sentía lástima por tu madre y te adoraba.

– Y mi abuelo quería que mi madre se quedara -dijo Rose-. A él no le importaba que yo fuera producto de escándalo. Sabía que su hijo era un donjuán y que el desliz de mi madre fue la consecuencia lógica de su soledad. Mi madre era una buena mujer en medio de una familia en la que escaseaba la bondad. Hasta que mi abuelo enfermó y perdió contacto con la realidad, mi padre no se atrevió a echarla.

– Y a dejarla sin ningún tipo de apoyo, ni personal ni económico -dijo Erhard.

– No nos importó -dijo Rose en tono altivo-. Conseguimos sobrevivir.

– Y tú dejaste el trono a disposición de Julianna.

– No -dijo Rose-. Mi madre y yo asumimos que lo heredaría Keifer, y luego Konrad. No podíamos adivinar que morirían jóvenes. Además, puesto que en realidad no soy verdaderamente noble…

– Claro que lo eres -dijo Erhard, vehementemente-. Naciste dentro de un matrimonio real.

– Soy pelirroja. Nadie de mi familia tiene el cabello rojo. Y mi madre reconoció que…

– Tu madre no dejó nada escrito.

– Pero el ADN…

– Si todas las familias reales europeas se sometieran a una prueba de ADN, tendrían un serio problema -dijo Erhard-. Tu madre se casó muy joven y tuvo un matrimonio sin amor, pero eso es algo habitual. Tus padres están muertos. No hay ninguna prueba.

– Julianna parece de la realeza.

– ¿Tú crees? -dijo Erhard sonriendo con picardía-. Tampoco hay ninguna prueba que lo demuestre, y nadie se atreverá a pedir una muestra de ADN. Así que la solución ha de venir por parte de la ley. De acuerdo a la jurisdicción internacional, los reinos de Alp de Montez constituyeron un comité de expertos imparciales para resolver eventualidades como la actual. Ellos deciden quién tiene derecho a heredar la corona. Como te dije en la carta, Rose, Julianna se ha casado con Jacques St. Ivés y ambos han presentado un argumento sólido para heredar. Dicen que, de vosotros tres, ella es la única que vive en el país y que, además, está casada con alguien que lo conoce a la perfección. Tú, Rose, te fuiste hace casi quince años y eso supone un grave obstáculo. El jurado votará a favor de Julianna a no ser que presentemos otra alternativa -Erhard guardó silencio como si no quisiera continuar. Pero todos sabían que debía hacerlo-. Rose, igual que hay dudas respecto a tu nacimiento también las hay respecto al de Julianna -dijo finalmente-, y el comité lo sabe. El matrimonio de tus no se caracterizó por la felicidad. Tú eres la primogénita, y tras vosotras dos viene Nikolai, cuya madre era de sangre real. Después de darle muchas vueltas, la única solución posible es que los dos os presentéis como uno. Juntos, podéis derrotar a Julianna. Una pareja formada por la primera y el tercero en la línea de sucesión tiene más derecho al trono que ella.

Al ver que Rose no parecía especialmente sorprendida, Nick dedujo que Erhard le había contado el plan por escrito. Rose miró el champán durante unos segundos.

– Un matrimonio de conveniencia… -dijo finalmente.

– Sí.

– Así lo entendí al leer la carta. Quizá si he venido es porque me gusta la idea de poder servir de ayuda, pero… -sonrió a Walter, que llegaba en aquel momento con sus platos, y asintió con vehemencia cuando el camarero le ofreció llenar su copa de vino-. ¿Estás seguro de que Julianna y Jacques serán malos gobernantes?

– Completamente -dijo Erhard.

– ¿No conoces a tu hermana? -preguntó Nick con curiosidad.

– De pequeñas nos llevábamos bien -dijo Rose con una leve tristeza-. Julianna era guapa, rubia y delgada, y yo tenía el pelo naranja y era regordeta. Pero a pesar de todo, el abuelo me quería y me mimaba. Me llamaba su pequeña princesa y Julianna no podía soportarlo. Tampoco mi padre. De hecho, yo misma acabé por odiarlo. Y cuando todo saltó por los aires, casi me alivió poder irme. Fui a vivir a Londres con mi madre, mi tía-abuela y sus seis gatos, y Julianna llegó a ser princesa -sonrió con melancolía-. Así que consiguió lo que tanto anhelaba, pero jamás contestó a mis cartas ni devolvió mis llamadas. Fue como si ella y mi padre nos borraran de sus vidas. ¿Y dices que se ha casado?

– Sí -contestó Erhard-, con Jacques, quien quiere hacerse con el poder.

– ¿Y cómo puedo estar segura de lo que dices respecto a sus intenciones?

– Porque yo puedo confirmarlo -intervino Nick-. He hecho averiguaciones a lo largo de esta semana y he descubierto que Alp de Montez pasa por una terrible crisis y que necesita un soberano para superarla. Ni Jacques ni el consejo que preside el país han mostrado el menor interés en gobernarlo democráticamente. Tampoco Julianna. La corrupción impera en todos los sectores.

– Oh -dijo Rose, abatida. Luego tragó y pareció hacer un esfuerzo para sacudirse la tristeza de encima-. ¡Qué comida tan deliciosa! -exclamó.

Realmente lo era. Nick había pedido lo mismo que ella, entrecot con patatas asadas de guarnición, y también eso era una novedad para él, que estaba acostumbrado a que las mujeres con las que salía eligieran ensalada o pescado a la plancha y se dejaran la mitad en el plato.

Rose atrapó la última patata de la fuente.