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– Las damas primero -dijo con una enorme sonrisa.

Erhard rió divertido.

– Creo que hacéis una gran pareja.

Una voz interior alertó a Nick, advirtiéndole que aplacara sus hormonas y se concentrara con seriedad en el asunto que estaban tratando.

– Todavía no hemos tomado ninguna decisión -dijo precipitadamente-. Todo esto parece un cuento de hadas.

– Pero los tres creemos que es posible -dijo Erhard-. Si no, no estaríamos aquí. Rose está de acuerdo.

– Rose no se ha comprometido a nada -replicó Rose-. Solo he aceptado conocer a Nick.

– Y ahora que lo has conocido, has comprobado que me hace sonreír.

– ¿Porque le he robado la última patata? Eso no constituye una base sólida para un matrimonio.

– Pero sí lo es la inteligencia compartida -dijo Erhard con calma-. Y también compartís la compasión. Ahora que os he conocido, creo que el plan es perfectamente viable.

– ¿Y verdad no hay ninguna otra solución? -pregunto Nick con cautela, a pesar de que cada vez se sentía menos cauteloso. Desde que Erhard entró en su despacho había crecido en su interior una excitación que no conseguía aplacar. Inicialmente, había estado relacionada con la idea de intervenir en el porvenir de una nación. Pero llegado aquel momento, ¿por qué de pronto la idea de casarse le resultaba tan increíblemente tentadora?

– Aclaremos las cosas -continuó-. ¿Por qué no puede hacerlo Rose sola? Erhard asintió. Obviamente, tenía la respuesta preparada.

– Por el lado positivo, Rose es la primera en la línea sucesoria y, en el pasado, la gente la amaba -dijo-. La desventaja es que en cuanto el viejo príncipe se debilitó, Eric proclamó a los cuatro vientos que Rose no era hija suya. Rose dejó el país y no ha vuelto en todos estos años.

– ¿Y por qué no Julianna?

– Julianna tiene la ventaja de vivir en el país y el pueblo la conoce, pero no la ama. Desde luego, no quiere a su marido, y ella hace siempre lo que él dice. Además, las dudas que puede haber sobre Rose también le afectan.

– ¿Y no bastaría con Nick? -Pregunto Rose.

– Nadie lo conoce -dijo Erhard-. De hecho, yo lo he conocido la semana pasada. Sólo ha estado en el país de turista. El pueblo jamás lo aceptaría.

– Tal vez podría apoyar a Rose sin necesidad de que nos casáramos -se oyó decir Nick, aunque una voz interior le gritaba: «atrápala y huye con ella»-. Puesto que también estoy en la línea sucesoria aunque en un puesto más alejado, ¿no bastaría con que manifestara mi apoyo a sus aspiraciones?

– Si eso fuera suficiente, también serviría que lo hiciera el presidente del consejo -dijo Erhard-. Pero él apoya a Julianna, que es ciudadana del país y está casada con otro ciudadano. Rose era la favorita del pueblo en el pasado. La prensa la adoraba. Hacían constantes referencias a su naturalidad y a su simpatía, y destacaban que siempre se ocupaba se los animales desvalidos. Pero esa imagen de ella se ha desdibujado y el virulento ataque de su padre se interpone en su camino. Hace falta un golpe de efecto que tenga un gran impacto en la opinión de la gente. Y eso sólo lo conseguiremos con una boda.

– ¿Y tú? -Nick se volvió hacia Rose con expresión de desconcierto. Aquella mujer le resultaba un misterio indescifrable-. ¿Considerarías seriamente casarte para ganar un trono?

Rose dejó de sonreír y lo miró con frialdad.

– No me gusta que me describas como una cazafortunas.

– No he querido insinuar…

– Pues lo has hecho -dijo ella con firmeza-, así que será mejor que dejemos las cosas claras. La carta de Edgard me hizo reflexionar. Nunca me ha interesado jugar a la princesa coronada, ese era el papel de Julianna. Sin embargo, no se presentan muchas oportunidades en la vida de contribuir al bien público -sonrió a Walter que estaba retirando los platos, y pregunto-: ¿Los postres aun son tan delicioso como el resto de la comida?

– Por supuesto -respondió el camarero, devolviéndole la sonrisa.

– Quiero algo dulce y muy pegajoso.

– Estoy seguro de que lo encontraremos, señorita -Walter parecía hipnotizado por Rose y a Nick, que sentía algo parecido, no le extrañó.

– ¿Los señores tomarán lo mismo?

– Nick asintió automáticamente aunque no acostumbraba a tomar postre. ¿Qué le estaba pasando? Tenía que recobrar el juicio. Y cuanto antes mejor.

– No sé nada de ti -dijo a Rose en cuanto Walter se fue-. ¿Cómo puedes aceptar la idea de que nos casemos?

– ¿Tienes miedo? -preguntó ella-. No soy una asesina ni una maltratadora de maridos. ¿Y tú?

Nick no se molestó en contestar.

– Erhard me ha dicho que eres viuda -preguntó, en cambio.

– Sí -replicó ella en un tono que indicaba claramente que ése no era un tema del que estuviera dispuesta a hablar.

– No es un impedimento para la boda -intervino Erhard.

– La cuestión es que yo no quiero casarme -dijo Nick. O al menos jamás había considerado la posibilidad de hacerlo. Al menos, no hasta conocer a Rose.

– Ni yo -dijo ella-. Pero nadie dice que tengamos que permanecer casados, ¿verdad, Erhard?

– Claro que no -dijo éste-. La idea es que os caséis enseguida y que os presentemos en Alp de Montez como la alternativa a Julianna y Jacques. Bastará con que los dos permanezcáis en el país durante un mes. En cuanto la situación se calme, tú, Nick, podrás volver a Londres. Una vez se estabilice el nuevo gobierno, podréis divorciaros.

– ¿Y dependeríais de Rose para estabilizar las cosas?

– Tú eres abogado internacional -dijo Erhard-. Estoy seguro de que sabes que hay que atar muchos cabos.

Erhard tenía razón. Nick llevaba toda la semana pensando en ello. «La posibilidad de contribuir al bien público…».

Él siempre se había sentido extraño. Su madre, Zia, había abandonado Alp de Montez durante la adolescencia y había acabado en Australia, adicta a las drogas y embarazada de él. Hasta los ocho años, la vida de Nick había sido una constante lucha por la supervivencia, viviendo intermitentemente con su madre y en casas de adopción. Hasta que Ruby lo encontró y lo sacó de las calles de Sydney para incorporarlo a su tribu de niños adoptados. Ella le había dado seguridad, pero no había podido proporcionarle raíces.

La proposición de Erhard removía algo muy profundo en su interior. Le había hecho pensar en su madre y en cuánto le hubiera gustado saber que contribuía al bien de su país. Ella siempre había sentido nostalgia por Alp de Montez, pero su familia jamás la hubiera dejado volver. En aquel momento se le ofrecía la oportunidad de volver en nombre de su madre, con Rose a su lado.

El matrimonio no parecía tan mala idea cuando se pensaba en él por razones altruistas. Pero, ¿por qué querría una mujer como Rose casarse con un completo desconocido?

Eran primos.

No, ni siquiera eso. Rose era producto de la infidelidad de su tía «política».

Fuera cual fuera la relación familiar que los vinculaba había una certeza: era una mujer espectacular.

– ¿Y Julianna? -preguntó para seguir buscando objeciones-. ¿No podéis convencerla de que actúe correctamente?

– Se niega a hablar conmigo -dijo Erhard.

– ¿Y contigo? Después de todo, sois hermanastras -preguntó Nick a Rose.

– Me temo que no quiere hablar conmigo -dijo ella con tristeza.

– Así que no hay otra salida.

– Así parece -dijo Rose, sonriendo con melancolía.

Nick reflexionó unos segundos.

– Y decís que yo no tendría que permanecer en Alp Montez -dijo finalmente.

– Bastaría con un mes -dijo Erhard-. ¿Por qué no te lo planteas como unas vacaciones?

– Es una posibilidad -dijo Nick, pensativo. Unas vacaciones con aquella extraordinaria mujer…-. ¿Y tú cuánto tiempo tendrías que quedarte? ¿Qué harías con tu clínica?

Erhard respondió por Rose.

– Como mínimo, un año.

– Tendría que cerrar la clínica, pero eso, por distintas razones, no es lo que más me preocupa -dijo ella.