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Nick la observó mientras acababa el champán. Al instante, Griswold apareció para rellenarle la copa.

– No debería… -dijo Rose.

– Yo me mantendré alerta -dijo Nick-. Relájate.

– No sé si me puedo fiar de ti.

– ¿No somos medio primos?

– Seríamos primos si mi madre no hubiera hecho lo que hizo. Pero aunque lo fuéramos, ser de la misma familia no implica ser de fiar. Fíjate en mí y en mi hermanastra.

– Sí, me cuesta entenderlo. ¿Estabais muy unidas de pequeñas?

– De muy pequeñas, sí. Pero mi padre adoraba a Julianna y solía llevarla con él en sus viajes mientras mi madre y yo nos quedábamos en el palacio. Hasta que nos echó -Rose alzó la babilla, desafiante y añadió-: En realidad no me importó. Después de dejar el palacio lo pasamos muy bien. Mi madre, mi tía y yo solíamos inventar aventuras. Pero la enfermedad de mi madre y los seis gatos de mi tía nos impedían vivirlas.

– ¿Cuándo murió tu madre?

– Cuando yo tenía veinte años. Dos años después que la tía Cath.

– Y entonces conociste a Max.

– Así es -dijo Rose con gesto serio-. Era maravilloso.

– ¿Ya estaba enfermo?

– No. La enfermedad remitió durante un año. Creímos que se había curado.

– ¿Te casaste con él porque lo amabas? -pregunto Nick irreflexivamente-, ¿o porque te daba pena?

Para su sorpresa, Rose, en lugar de molestarse -contestó con calma.

– Supongo que un poco de todo. Max tenía veintiséis años, pero su enfermedad le hacía parecer mayor. Estaba tan contento de volver a sentirse bien… Era encantador. Quería probarlo todo, experimentarlo todo. Y su familia… Después de la muerte de mi madre y mi tía, yo me había quedado sola. Las primeras navidades que pasamos juntos fuimos a Yorkshire y todo el pueblo nos recibió como si fueran una gran familia. Fue como volver a casa. Sólo más tarde me di cuenta de que…

– ¿De qué?

– Si Max hubiera sobrevivido todo habría ido bien -dijo Rose, poniéndose a la defensiva-, pero todo el pueblos se volcó en él y en conseguir que superara la enfermedad. Y cuando murió, transfirieron todo su amor a mí.

– ¿Y te agobia?

– Un poco -admitió Rose. Y dio un sorbo al champán-. Por eso necesito cambiar de aires. Y Hoppy también -añadió, sonriendo con melancolía.

Nick le devolvió la sonrisa. Aun cuando estuviera teñida de tristeza, la sonrisa de Rose era contagiosa.

– ¿Y tú? -preguntó ella-, Erhard me ha dicho que adorabas a tu madre adoptiva.

– Ruby es maravillosa -se limitó a decir Nick. No le gustaba hablar de su pasado.

– Oye, si vamos a casarnos, debo conocerte -dijo Rose-. Además tú has preguntado primero.

– ¿Qué quieres saber? ¿Si me gusta que me pongan mantequilla en las tostadas?

– Espero que te la pongas tú mismo -Rose rió-. Ya sabes a lo que me refiero. No me gustaría enterarme de que tienes una novia y doce hijos.

– No tengo ni novia ni hijos -dijo él bruscamente-. ¿Y tú y Max? ¿Tuvisteis hijos?

El rostro de Rose se ensombreció.

– No.

– Perdona -se disculpó Nick-. No pretendía ser indiscreto.

– Es la tercera vez que me pides disculpas -dijo ella, fingiéndose asombrada.

Nick intuyó que quería cambiar de tema y la secundó.

– Será porque quiero ponerme a tus pies.

– Estoy segura de que no es así -Rose sonrió distraídamente y miró por la ventanilla. La conversación había concluido.

Nick se concentró en la revisión de unos documentos. Aunque estaba de vacaciones, había algunos asuntos que requerían su atención personal. Así que intentó trabajar… pero Rose constituía una distracción demasiado tentadora.

– ¿Qué miras? -preguntó.

– Las montañas -dijo ella sin mirarlo.

– ¿Has viajado mucho?

– Sólo cuando fui a Londres con mi madre. Luego nunca tuvimos dinero. Cuando murió la tía Cath, dejó estipulado en su testamento que usara el dinero de su seguro de vida para viajar. Por aquel entonces, mamá se encontraba bien e insistió en que me fuera. Iban a ser mis primeras vacaciones ya que desde los quince años había tenido que dedicar cada verano a ganar dinero. Así que me armé de valor y volé a Australia. Pero la compañía aérea me localizó antes de que llegara a Sydney. Mi madre había sufrido un ataque al corazón. Murió antes de que yo llegara, así que utilicé el dinero de la tía Cath para el entierro y volví a la universidad.

Nick sintió una opresión en el pecho.

– ¿Contaste con la ayuda de tu padre?

– Claro que no -dijo ella con amargura-. Ni él ni Julianna se pusieron en contacto conmigo -tomó aire antes de preguntar-. ¿Y tú? ¿Cómo llegaste a ser abogado?

– Con mucho esfuerzo.

– Si no tenías dinero, supongo que te importaba mucho llegar a serlo.

– Así es.

– ¿Por qué?

– No estoy seguro -Nick estaba desconcertado.

Nadie le había interrogado tan íntimamente desde que Ruby, cuando acabó los estudios de secundaria, le había mirado fijamente a los ojos y le había preguntado: «Dime que el dinero no es la razón de que quieras ser abogado».

– No lo sé -contestó en el mismo tono esquivo con el que había respondido a Ruby, aunque entonces tenía diecisiete años mientras que con treinta y seis años cumplidos había tenido tiempo para reflexionar la respuesta-. Creo que tiene que ver con mi infancia. De pequeño, cuando me llevaban de una casa de adopción a otra, me sentía como una marioneta y me obsesionaba la seguridad. Supongo que quise un trabajo en el que pudiera tener el control. Pero además, estaba fascinado por la idea de que mi madre perteneciera a la realeza. Creo que al estudiar derecho internacional obtuve algunas respuestas y logré que el mundo me resultara más abarcable.

– Me gusta esa respuesta -dijo Rose, sonriendo.

– ¿Y tú por qué te hiciste veterinaria?

– Siempre quise tener un perro. Puede que no sea una razón muy sólida para elegir una carrera, pero eso es todo. Nunca pensé en mantener lazos con Alp de Montez.

– Pero no olvidaste el idioma.

– Practiqué francés e italiano con cintas, pero sólo por diversión.

– ¿Y tú?

– Mi madre debió enseñármelo, aunque no lo recuerde. En la universidad también estudié francés e italiano. Y puesto que el idioma de Alp de Montez es una mezcla de los dos, tanto tú como yo, hemos mantenido un vínculo con nuestro pasado a través de la lengua.

– Y los dos somos de la familia real -dijo Rose, distraída-. Mira, hay nieve en las montañas. Y unas marcas de color. ¿Son pistas de esquí?

– Las mejores del mundo.

– ¿Tú esquías en estas montañas?

– Sí -dijo Nick. De hecho era uno de los sitios en los que se sellaban muchos acuerdos-. ¿Tú no has esquiado nunca?

– Hay muchas cosas que no he hecho nunca -dijo Rose. Y lo miró-. Como casarme con alguien que esquía en sitios así. Es un mundo nuevo para mí.

– ¿Eres consciente de lo que estás haciendo?

– No. Recuerdo a la gente y lo mucho que los quería. Pero no sé nada de la situación política. ¿Tú?

– He hecho algunas averiguaciones.

– Yo no. Lo mío ha sido una huida hacia adelante.

– Supongo que tiene cierto encanto poder hacer de princesa.

– No creo que tenga mucho margen -dijo Rose, pensativa-. Tenías razón con lo del caviar. Si tengo algo de autoridad, debería empezar por vender este ostentoso avión.

Aparentemente, había dicho las palabras equivocadas. Se abrió la mampara que los separaba del personal y Griswold la miró con consternación.

– No debe hacer eso -dijo en tono desesperado.

– ¿No debo vender el avión? -preguntó Rose, desconcertada.

– No. Al menos todavía no.

– Claro, se trata de tu puesto de trabajo -dijo Rose, tratando de demostrar que comprendía.

– No es eso -dijo el anciano-. Lo siento, no debería haber dicho nada. La cena está lista.