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– Sabe, Bodoni -dice Víctor Iturralde-, al principio me era muy incómodo estar todo el tiempo con él. Por la mañana me llevaba con el coche hasta el instituto y volvía a buscarme por la tarde, para llevarme a casa, pero no nos hablábamos. Después de la primera vez, cuando discutimos de mal modo, pareció que ya no teníamos nada más que decirnos.

»Pero es que, entiéndalo, Bodoni, ese hombre era la personificación de lo que yo más odiaba. Era un hombre de mi padre, ¿se da cuenta? Bueno, es que yo no sentía mucho cariño por mi padre: un tipo brutal que me despreciaba y se burlaba de mí. Detestaba sobre todo mi aspecto delicado. Usted ve, ahora soy un hombre fuerte, pero entonces era debilucho… Es la pura verdad, Bodoni. ¡Ja! ¡Si mi padre pudiera verme ahora!… ¡Y si me viera Olsen!… Creo que tardaría en recoñocerme. ¿Sabe que paso cada día dos horas en el gimnasio? ¡Dos horas! Ya veo que sonríe. Quizá le parezca ridículo. No, no diga nada. Déjeme hablar. Siempre estoy preguntándole cosas, sobre todo acerca de Olsen, pero nunca le hablé de mí. Sé que fue, que todavía es, el mejor amigo de Olsen. Usted sabe que él fue mi gran amigo… Bueno, cómo le diré: me gustaría que nosotros dos también fuésemos grandes amigos… de verdad, Bodoni, le soy sincero. Desde el día que él nos presentó supe que usted es un hombre inteligente y sabio. ¿Tomamos otra copa de esa grapa? Está muy buena.

Este chico hoy ha venido con ánimo sentimental; y zalamero también, piensa Bodoni. Pero al parecer se ha olvidado de la invitación a Zalacain, lamenta.

– Muchas veces pensé… sigo pensándolo, que los sentimientos entre mi padre y yo eran recíprocos. El me odiaba porque no era entonces el hijo que le hubiera gustado tener. A veces decía que quería lo mejor para mi, y eso significaba que deseaba que fuera como él, que adquiriera su brutalidad, que para él era dureza. Puro egoísmo: el muy canalla pretendía sobrevivirse a través de mi persona. Bueno, supongo que no sería una excepción, lo mismo deben de querer la mayoría de los padres. Por eso yo no tendré descendencia.

»Es cierto que no me faltó nada material. ¿Cómo hubiera podido ser de otro modo?, yo era un objeto valioso, un cuerpo que había que cuidar. Ese es el motivo de que me hiciera vigilar. No, por supuesto que a papá en el fondo no le importaba que me secuestraran o me asesinaran, pero dado que era de su propiedad, si sus enemigos se apoderaban de mí tendrían con qué presionarlo. Una situación muy retorcida, desde luego, como lo era el alma de mi padre.

»No puedo recordarlo sin recordar también sus burlas. Ya desde que era un crío se mofaba de mí. Y de mi madre también. Especialmente de los mimos que ella me brindaba. Mi recuerdo de ella es borroso, la evoco como a una mujer de grandes tetas y labios carnosos con la que pasaba mucho tiempo en la cama. Era una delicia estar tendido a su lado y sentirle la piel, tan suave y cálida. Me decía cosas increíbles, aún hoy me sonroja repetirlas: "Pimpollito, pimpollito mío", me llamaba. "Pimpollito pequeño de mamá." Un par de veces entró el viejo y la escuchó. "¡Vaya, con la florecita delicada!", decía con feroz desprecio. No sé si habrá sido por sus mimos que la quitó de mi lado, aunque él me dijo que se había ido por propia iniciativa. Nos había abandonado porque era mala y no nos amaba, me dijo. Pero yo supe que mentía, no podía ser cierto que mi madre me hubiera abandonado porque sí.

"Deseé morir. Imagínese qué puede sentir un niño de cinco años que de la noche a la mañana se queda sin madre. Creo que lloré sin parar dos o tres días; después separé esa parte de mí del resto de mis pensamientos, como si pertenecieran a un planeta lejano. Hasta que unos años más tarde papá me comunicó que había muerto en otro país. Pero aun entonces tardé en renunciar a ella.

»Se llamaba Victoria, ¿sabe. Bodoni? A mí me pusieron Víctor por ella. Es extraño-que me hayan llamado así, y no Aníbal, como mi padre. Todavía no lo entiendo. Pero es mejor de ese modo, no me hubiera gustado tener el mismo nombre que el del gran cabrón.

»Le decía que mi padre quería hacerme como él, por esa causa, aunque me detestaba, cuando no tenía que estudiar me obligaba a estar todo el tiempo a su lado, en su ambiente, metido entre su tropa… ¡Un hato de bestias! Por suerte ellos me ignoraban. Quizás el Caribeño no me ignoraba. Él, que era el más bruto de todos, simplemente me miraba con desprecio. Ahora está viejo el Caribeño, y aunque sigue fuerte no se me compara. ¡Pobre Caribeño!, podría voltearlo en dos segundos. ¡Si Olsen me viera! Estaría contento, seguro que sí. que estaría contento de mí. El hizo lo posible para que me endureciera… jCómo me gustaría que me viera ahora!

»Pero por entonces, como ya creo habérselo dicho. Bodoni, yo era un niñato escuchimizado. A escondidas leía poesía. Bueno, eso usted ya lo sabe. No sé si sabe que también escribía poemas… Claro, claro que lo sabe, si recuerdo haberle leído algunos hace años. En aquella época los ocultaba bien ocultos, y, sin embargo, hasta hace muy poco pensé en publicarlos… pero ahora ya no… ¿para qué?

»Así que al principio supuse que Olsen era como todos ellos, o todavía peor. Sabía que él y mi padre se coñocieron muchos años antes, en Argentina, que después vino a España a trabajar para papá y que al poco tiempo mató un hombre para defenderlo y que le dieron diez años de cárcel. Un tipo duro, no cabía duda, y era especialmente a su lado como más menguado me senda. Para colmo, la primera vez que discutimos me dijo que hubiera podido ser mi padre porque desde joven se había tirado a muchas putas. ¡Imagínese qué pude sentir! ¡Me estaba llamando hijo de puta! Y lo peor: por un momento pasó por mi cabeza la absurda idea de que realmente fuese mi padre. Creí que me volvería loco.

«Cierto día me sorprendió cuando leía las rimas de Bécquer, no dijo nada, pero no se me escapó su sonrisa irónica. Entonces, como un estúpido, me puse a darle explicaciones: le dije que era un libro de estudio: literatura castellana y todo eso. El se encogió de hombros, como queriendo decir que le importaba un pimiento.

Del cuaderno de Olsen:

El chico interpretó mi sonrisa como un gesto desdeñoso, pero estaba equivocado. Al principio le había tomado fastidio, pero al poco tiempo ya me dalia pena. Sin embargo, no podía olvidar que era hijo de su padre: había un fondo de rencor en mis relaciones con Aníbal Iturralde. Pasé por alto que me hubiera dejado en la estacada en Buenos Aires, pero me falló por segunda vez el día que maté por defenderlo. Sí, porque Marcelino Medina estaba esperando en la playa de estacionamiento para liquidarlo a él; contra mi no tenía nada. Creo que el tipo ese actuó sin consultar con la familia; los Medina mayores no lo hubiesen autorizado, ellos pretendían ser más sutiles. Sí, seguro que debió de hacerlo para despuntar. Puede que, al ser el menor de los hermanos, se sintiera siempre relegado, de modo que recluta por su cuenta a otros dos hombres y se quedaron a esperar a Iturralde. Yo me puse en medio, haciéndome el héroe, que para eso me pagaban. Así que lo que en realidad hice fue cubrir la retirada de humilde. Sí, porque él y el Caribeño subieron al coche y me dejaron solo. Y solos quedamos al final, yo y el muerto. Sus compinches también, se rajaron con los primeros disparos. En fin, todos muy valientes y leales. Yo sé que moviendo dinero e influencias Iturralde podía haberme evitado tantos años de cárcel, pues estaba claro quién había sido elatacante. Los Medina sí que movieron dinero e influencias, y así fue como me consiguieron una buena condena. Pero mi patrón no se aplicó a fondo. Creo que él quería tenerme un tiempo lejos, yo era el tipo que presenció su estampida en el momento de apuro, yo era quien sabía que cerraba los ojos al disparar al blanco. Para él yo resultaba un tipo incómodo. Y, sin embargo, evitó que me mataran en la prisión, y después me aceptó de nuevo entre sus hombres. Un hombre contradictorio era Iturralde, y así es que su relación conmigo era ambigua: a veces se mostraba amable y paternal, otras hiriente. En todo momento procuraba aparentar superioridad. Lo cierto es que por mi parte también había un permanente sí y no en mis sentimientos hacia él, quien finalmente me había puesto de niñera de su hijito, que era como bajarme de categoría. Yo había sabido de la existencia del muchacho, el hijo del matrimonio de Aníbal Iturralde y Victoria (a la que al parecer se la había tragado la tierra), pero nunca lo había visto hasta que salí de la cárcel. Lo que no sabía es que fuera un chico tan raro y tan diferente de su padre, y, mira por dónde, vengo a enterarme de que leía poesías… de Gustavo Adolfo Bécquer, nada menos.