– Nunca hubiera podido imaginar, Bodoni, que Olsen leyera poesía -dice Víctor Iturralde-. Una tarde, al entrar al coche, a la salida del instituto, vi que caraba un libro de poemas de Dylan Thomas y lo guardaba en la guantera. Como no sabía qué decirle le pregunté como un estúpido: «¿Lees poesías?». «Qué va, es la lista de la compra», respondió Olsen. «¿Son poemas de Dylan Thomas?» «Ya te he dicho que es la lista de la compra.»
Víctor ahora estaba confundido. Hasta un momento antes tenía al gorila perfectamente clasificado, y he aquí que había puesto la ficha en la casilla equivocada. Trató de romper el hielo: -Olsen es tu apellido, todos te llaman así, pero debes de tener un nombre de pila, supongo.
– Víctor.
– Sí? Dime,
– Quiero decir que mi nombre es Víctor. Víctor Olsen.
– ¿De verdad te llamas Víctor, como yo?
– Y también como el rey de Italia. ¿Crees que iba a mentirte con semejante chorrada?
– No, claro. Para qué ibas a mentirme… ¿Por qué nadie te llama Víctor?
– Porque me llaman por mi apellido, Olsen, eso es todo.
– ¿Y yo? ¿Yo puedo llamarte Víctor?
– Me gusta que me llamen Olsen.
– Ah, claro -susurró Víctor Iturralde. Y sobrevino un nuevo silencio.
Días más tarde Aníbal Iturralde anunció que irían a Barcelona por negocios, se llevarían a Víctor con ellos, y también a Ana, la secretaria. Harían el trayecto por carretera, en el Mercedes Benz.
A las cuatro de la tarde Olsen esperaba sentado al volante. De acuerdo con la rutina establecida, había sido el primero en bajar a la playa de estacionamiento, para constatar que no existía ningún peligro para el patrón. Como siempre, llevaba el arma en su pistolera, bajo la chaqueta, pero sólo él sabía que estaba descargada. Minutos después llegaron juntos Aníbal Iturralde, Víctor, Ana y también Godoy, cuya compañía en principio no estaba prevista.
– Conducirá el Caribeño -anunció Aníbal Iturralde.
Olsen se encogió de hombros y, en silencio, se trasladó al asiento del acompañante. De soslayo alcanzó a ver la sonrisa ladina en los labios de Godoy.
– Iré yo delante -dijo Aníbal Iturralde, y con tono sarcástico añadió-: Vosotros, los niños, viajad detrás.
De modo que Olsen se apeó y volvió a entrar por k puerta trasera. Godoy abrió la puerta de la derecha para que subieran Víctor y Ana. Ella entró en primer lugar, por lo que quedó sentada entre el hijo del patrón y su guardaespaldas.
– Endavant, Caribeño; anem cap allà. Barcelona és nostra -dijo Iturralde, remedando el acento catalán.
Salieron con dirección a la nacional dos por la avenida de América; Godoy iba conduciendo con bruscas aceleradas y quebrados golpes de volante para intentar adelantar a los demás coches.
– Tranquilo, Caribeño. No te hagas el valiente, ya sabemos que sabes conducir-le amonestó Aníbal iturralde.
– Creí que teníamos prisa, don Aníbal.
– De eso nada, que vamos de paseo. Hasta mañana tenemos mucho tiempo. Esta noche dormiremos en un hotel, y por la mañana empezará sí trabajo. ¿Sabes qué haré en Barcelona, Olsen?
– Hum -respondió Olsen. Su pensamiento estaba puesto en Ana, quien se mantenía callada, encajada en medio del asiento trasero entre él y Víctor. La chica permanecía inmóvil, aparentemente tranquila y floja como una muñeca confeccionada con silicona y piel de látex, así le pareció a Olsen, y a once días de estrenar la libertad y sin haber estado aún con una mujer, la idea de que realmente ella fuese una muñeca lo excitó. Del otro lado de la muchacha Víctor percibió la situación, de igual modo que había percibido la humillación que un momento antes su padre había tratado de infligir a Olsen.
– Voy a comprar un trozo de país -dijo Aníbal Iturralde-. Son terrenos para construir; pienso hacer una buena oferta, pero es una zona que progresa, se valorizarán rápidamente. Olsen rozó con la suya la mano de la muchacha y ella permaneció quieta. Al cabo de un momento le tomó el dedo meñique. Ana lo dejó hacer, de modo que le aferró la mano. En el rostro de la chica apareció una sonrisa tenue, del estilo de la Mona Lisa. Aníbal Iturralde continuaba con su parloteo. Explicaba sus proyectos: edificios de apartamentos de bajo coste e» el barrio de Sant Andreu, pisos de lujo en Pedralbes, casas adosadas en Cerdanyola, Sant Just Desvern y Sant Cugat, y más pisos en Sitges, junto al mar. Todos estaban al tanto de la expansionista política comercial del patrón; hacía años que habían quedado en segundo lugar los prostíbulos y los bares de chicas. Si alguno de sus asociados movía el negocio de las drogas, él no quería enterarse. Su tema era la construcción y la propiedad inmobiliaria, alguna vez también tendría un club de-fútbol, por qué no. Y todo iría sobre ruedas, si no fuera que en los mismos sectores también solían incursionar los hermanos Medina. «¡Malditos sean esos cabrones hijos de puta que siempre me los tropiezo en el camino!» Ana ya dejaba que Olsen palpara por la zona de sus muslos y sintiera el calor de la piel y se asombrara de tanta condescendencia. Quizás a ella le sea indiferente lo que haga con mis manos, pensó él. En todo el tiempo que llevaban viajando la chica no había abierto la boca, si hasta daba la impresión de ser algo asténica. ¡Qué maravilla, tanta laxitud!
Víctor, por su parte, no perdía detalle. Le costaba admitir para sí que ahora admiraba las maneras astutas de Olsen. Debía recoñocer que era un hombre fuerte y seguro, que se mantenía imperturbable frente a las groserías de su padre y aprovechaba el cambio de situación para hacerse con su secretaria. Cómo le gustaría ser como él, pensó, y también pensó en aquel momento que le gustaría ser su amigo, pero suponía que el otro desdeñaría su amistad. Años más tarde se lo contaría a Bodoni: