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– Eso fue lo que pensé entonces, ¿sabe, Bodoni?

– Claro, lo entiendo, cómo no. Pero a todo esto, ¿qué hay de aquella invitación para cenar en Zalacain?

A Olsen le bastó golpear un par de veces con los nudillos a la puerta de la habitación 303 del hotel Reina Sofía. Con suavidad golpeó.

Ana abrió, pero no del todo. Tras la hoja entornada se dejó observar. Le sostuvo -inexpresiva- la mirada. Así un instante, luego puso una ligera sonrisa en la cara y le dejó paso. En la habitación 311 estaba el Caribeño, quizá dormía ya. Aníbal Iturralde ocupaba la 315, bebía whisky y hablaba por el teléfono móvil. Víctor, en la habitación 308, que era la que supuestamente compartía con Olsen, se había acostado vestido y se preguntaba qué estaría pasando en aquel instante entre su custodio y la secretaria de papá.

Se hallaban de pie, muy cercanos entre sí, pero sin juntarse todavía. Y tampoco se habían dicho nada. Hasta entonces casi no habían hablado entre ellos, sólo habían intercambiado algunas frases formales. Lo cierto es que se demoraban, puede que no supieran cómo empezar ni qué decir. Olsen sabía que ella lo esperaba, y ella sabía que él sabía.

Y también estaba claro que la muchacha se había vestido para la ocasión: prendas vaporosas y previsibles. Al principio ni se rozaron, y después de unos momentos ella abatió la cabeza y dejó que su vista se perdiera en la planicie de la moqueta. Pasiva, disponible. Olsen la contemplaba con demora mientras sentía que una incesante e incontrolada corriente venía desde todo su cuerpo para concentrarse entre las piernas, y, de paso, para remover un caos de dolorosos deseos, insatisfechos durante diez años de mirar mujeres desnudas en las páginas de las revistas. Por fin, con las manos rígidas a fuerza de intentar que no temblaran, comenzó a destrabar botones.

Tenía que ser él quien hiciera todo, ella se limitaba a sonreír con cierta indolencia. Apenas movía un poco uno y otro brazo, por facilitarle la tarea, y cuando estuvo desnuda permaneció igualmente laxa, dejando que el hombre la estrechara contra su cuerpo aún sin desvestir. Entreabrió blandamente los labios, es cierto, para recibir los besos atropellados. Se dejó llevar hasta la cama (pesaba tan poco), y esperó con tranquilidad a que Olsen se despojara de su propia ropa y después se echara a su lado.

Ana acariciaba blandamente. Rozaba con las yemas y era como el tenue toque de una tierna pluma. Y era como para volverlo loco, a él, que repasaba la piel de la muchacha con manos convulsas. Olsen le introducía la lengua en la boca, y ella se limitaba a separar los dientes. Después, cuando él lo quiso, ella separó las piernas y su voz sólo entonces se dejó oír por primera vez con un gemido débil, al ser penetrada. «La tienes muy grande, me haces daño», susurró. Fue sólo un instante, pues enseguida llegaron los espasmos del hombre. Rápidos, violentos e incontenidos. Se quebraba un muro contenedor de aguas estancadas, sintió el ex presidiario. Y sintió que se desangraba dulcemente, y que un tropel de demonios aullantes rompía el cerco que los aprisionaba.

Después siguió un rato largo de entrecortadas respiraciones y silencio. Olsen lo quebró con una pregunta:

– ¿Por qué?

Oyó su propia voz como ajena, también oyó en su interior las otras preguntas que no formuló.

– Yo soy así -dijo Ana, con voz apagada. Y no dijo me dejo llevar, dejo que me tomen, y nunca lucho ni me opongo. Pero eso fue lo que entendió Olsen, aunque quizá la muchacha había querido decir cualquier otra cosa al decir «Yo soy así».

Volvieron a besarse. Él volvió a iniciar el ritual de las caricias y ella correspondió con sus modos laxos. Olsen actuaba con sus manos y al mismo tiempo metía la boca entre los pechos de la mujer y después descendió a la zona del pubis para besar y besar. Un pensamiento crecía en la imaginación de Olsen: ésta es la chica que quiero para mí. Después volvió a penetrarla, ahora con menor urgencia.

Más tarde encendieron cigarrillos, y entre el humo continuaron besándose y se dijeron pocas cosas. Eso fue al principio, después él empezó a hablar y siguió hablando hasta la llegada del alba.

Le dijo que durante casi toda su vida había resistido las tentaciones del amor. Ni siquiera admitía los más tibios afectos. Así, con rienda corta, gobernó su corazón y se sintió siempre libre. Tenía un solo amigo, al que había coñocido en la prisión. Casualmente, ambos pensaban del mismo modo sobre el tema de las querencias. Esa similitud de caracteres, esa coincidencia de pareceres, les hacía tenerse, mutuo aprecio. Era una contradicción que los unía y al mismo tiempo les permitía guardar cierta distancia entre sí, como dos planetas que. separadamente giran en la misma órbita. Pero había llegado el momento en el que percibía la enloquecedora soledad de rodar sin sentido en un espacio vacío; lo había comprendido esa misma noche, cuando también acababa de comprender que podía amarla, que deseaba hacerlo, y que si no incorporaba su vida a la de la humanidad por medio de una mujer habría vivido inútilmente. Ella asentía en silencio, con breves gestos de comprensión que lo incitaron a continuar y lo llevaron a referirle su vida anterior. Finalmente, llegó a confiarle de donde venia, pidiéndole que guardara el secreto.

– ¿Por qué esa insistencia en ocultar tu procedencia?

– No sé si lo comprenderás. Mientras los otros no coñozcan tu origen no acabarán de tenerte. La gente que te acompaña en los momentos de tu vida va coñociéndote, aunque sea por encima, pero nunca sabrán definitivamente quién eres mientras ignoren tu marca de fábrica… ¿Me guardarás el secreto, verdad?

– Será como si nunca me lo hubieses dicho.

– Eres la única que lo sabe -insistió.

– Para que te sientas más tranquilo, te diré que lo he olvidado, va no lo sé.;Dc acuerdo?

Víctor Iturralde sí que hubiera querido saberlo. Aún despierto, no cesaba de pensar en Olsen. Se preguntaba cuándo volvería a la habitación. Se preguntaba si revisando sus pertenencias podría averiguar algo más acerca de él, pero temía meter las manos en esos objetos tentadores. Por último se decidió, y, sin dejar de lado la aprensión, tanteó el cierre de un maletín pequeño y compacto, de cuero negro. Supuso que estaría cerrado con llave; para su sorpresa, se abrió al primer intento. Antes que nada se encontró con la pistola. Apartó la mano, como si se tratara de un objeto ardiente, después la tomó con dos dedos y la puso a un lado. Un par de camisas, ropa interior, calcetines y pañuelos, y debajo de este pequeño ajuar, libros: una antología poética de Fernando Pessoa y otra de Giacomo Leopardi. Por último, una novela: La aventara equinoccial de Lope de Aguirre de Ramón J. Sender. Ningún documento, ni siquiera papeles con anotaciones.

Creyó sentir unos pasos que se acercaban, amortiguados por la moqueta del pasillo exterior. Con premura introdujo los objetos en el maletín y lo cerró. Alcanzó a meterse entre las sábanas en el momento que Olsen accionaba con su llave en la cerradura. "Traía en su espíritu una proporcionada mezcla de paz y euforia, y el propósito de tratar amigablemente, en el futuro, al hijo de su ¡efe. Pero al encender la luz su mirada tropezó con la pistola sobre la mesita de noche contigua a la cama del muchacho, y exactamente en ese instante, Víctor, que simulaba dormir, con pavor cayó en la cuenta de su descuido.