– Así que durmiendo, chico. Tienes un sueño muy activo. Quizá seas sonámbulo.
Creyó Víctor que debía decir algo, y, sobrecogido como estaba, sólo atinó a preguntar por la hora con voz simuladamente soñolienta.
– Son las seis y treinta y seis minutos de la mañana del once de junio. La hora de los fisgones y los espías descarados, la hora de los husmeadores y los cotillas indiscretos -continuó Olsen, con furia creciente, y sin apartar la vista de la esfera del reloj.
– Fue un impulso tonto, perdona… quería saber qué leías -se excusó Víctor, con torpeza. Consternado.
– Claro, claro. Me hago cargo, -Tomó la pistola y sustrajo el cargador, después accionó la recámara, iodo para constatar que continuaba descargada, claro que no hubiera podido ser de otro modo. A continuación volvió a ponerla en el interior del maletín-. Estas herramientas son algo peligrosas; no están hechas para las manos delicadas de los niños -anunció. No se preguntó por qué se sentía tan irritado. Aunque nunca le había gustado que hurgaran en su intimidad, tampoco era para tanto.
– Es que has estado toda la noche fuera -alegó Víctor, a cada momento más torpe-. No sabía dónde estabas y había comenzado a inquietarme.
– ¡Vamos! Sabes muy bien que estuve con Ana, en su habitación. No disimules. La hemos pasado de maravilla ¿te enteras? Me he tirado a la secre de papito. Quizá tú habrías preferido que te hiciera compañía… para eso me pagan, ¿verdad? Deberías quejarte al patrón. Lo siento, nene, en mis horas libres prefiero a las mujeres. Para que lo sepas, nos hemos echado un centenar de polvos, por lo menos. ¿Quieres saber los detalles?
En ese momento tuvo conciencia de que estaba hablando de más; llevado por el enojo había mezclado a la chica en e) asunto.
– ¿Y a mí qué me cuentas? -protestó Víctor, compungido-. Es tu vida. A mí no me interesa.
– Pues eso es lo que deberías haberte dicho antes de abrir el maletín, ¡joder! -Y entonces Olsen advirtió que el chico había iniciado un llanto espasmódíco y teatral. Encendió un cigarrillo y murmuró-: ¡Lo que faltaba! Bueno, está bien, dejémoslo así. A ver si dormimos un poco.
Pero no durmieron demasiado, a las ocho y media los llamó Aníbal Iturralde por la línea interna. Que bajaran a desayunar a las nueve, ordenó. El hombre se hallaba impaciente por comenzar el día y poner en marcha sus planes.
A las nueve y cinco Olsen y Víctor llegaron al bar del hotel. Don Aníbal y Godoy ya estaban sentados a la mesa.
– Una hermosa mañana de primavera -sentenció el jefe. Hablaba con la boca llena y al mismo tiempo mojaba un cruasán en el tazón de café con leche-. No parece que hayas dormido muy bien, Olsen -comentó (¿con ironía?), sin, considerar que su hijo parecía aún más soñoliento-. En todo caso tendrás que espabilarte, nos aguarda un día muy movido.
Al llegar Ana al bar hubo un breve cruce de miradas entre ella y Olsen. Quizás Aníbal Iturralde se dio cuenta, en codo caso lo disimuló.
Partieron en el Mercedes Benz, a las diez, hacia Sant Cugat del Valles por la ruta de la Arrabassada. Godoy iba al volante.
– Conduce tranquilo, Caribeño, No vaya a ser que nos despeñemos por la montaña -advertía Iturralde en cada curva del camino-. Esto estará mejor cuando construyan el túnel de Vallvidrera, y todavía serán más valiosos los terrenos. Llegaron a la localidad a las diez y media. -Bueno, ahora empieza la faena -anunció don Aníbal-.; Ya está todo bastante discutido con los propietarios actuales, pero todavía falta cerrar el trato. Mira, Olsen, aquél es el monasterio real, vete con Víctor a dar un paseo y disfrutad. Ana y el Caribeño vendrán conmigo.
De modo que descendieron del vehículo y, sumisos, Olsen y Víctor se dirigieron hacia la fachada del claustro roma-iónico cruzando el parque que rodea los viejos e imponentes muros: después, en silencio, caminaron alrededor del conjunto monumental. Víctor respetó el mutismo de su acompañante, aunque ansiaba que éste dijera algo, cualquier comentario que disipara el mal momento de la madrugada. Pero Olsen sólo pensaba en Ana.
Como a la una, el patrón reapareció con el guardaespaldas y la secretaria. Comentó, entusiasmado, que las cosas habían resultado según sus deseos. Dijo que ya no se le podía sacar más jugo a la mañana, de modo que lo mejor sería tomar un aperitivo por allí y después ir a un restaurante que él coñocía, en el que servían unas maravillosas manos de cerdo con uvas y ciruela, especialidad del lugar.
– ¡Noventa millones! -exclamó Aníbal Iturralde, e insistió-: He puesto noventa kilos, uno encima de otro. Bueno, es un decir, porque pagué con un cheque. Parece mucho dinero, pero está bien invertido. Dentro de cinco años esto costará diez veces más. Se pueden hacer chalets adosados, pero que construya otro; yo me limitaré a revender. -Y no paraba de hablar, y de beber, y de comer con auténtica fruición-: Os preguntaréis por qué me ocupo de estos asuntos personalmente, pudiendo dejarlo en manos de intermediarios; por qué me desplazo más de seiscientos kilómetros, cuando podría arreglar las cosas desde mi despacho. No sé ú podréis entenderlo: soy como un general de los de antes, de aquellos a los que siempre les gusta estar en la primera línea del trente. Disfruto con la guerra, ¡coño! -Y dirigiéndose a Víctor-: Cuando tengas un par de añitos más, pimpollito, te llevaré conmigo al combate, para que te foguees, que buena falta te hace, hijo mío… Nunca podrás igualarme, por cierto, ya que apenas tienes la mitad de mi sangre, pero al menos intentaré prepararte para que a mi muerte no se venga todo abajo, jcoño!
Al salir dejó una excelente propina, y no pudo evitar el comentario de que le gustaba compensar generosamente a aquellos que sabían complacerlo y atenderlo como era debido.
Antes de las cuatro de la tarde emprendieron el regreso a Barcelona, el objetivo ahora se hallaba en el barrio de Pedralbes. Olsen y Víctor se apearon en el hotel.
– Por la noche celebraremos este nuevo negocio con una buena cena -amenazó don Aníbal.
Pero al caer la tarde el jefe regresó malhumorado: algún otro comprador se había anticipado, ya no había nada que hacer.
– Al menos lo de Sitges es seguro. He dejado paga y señal -dijo para consolarse.
Cenaron frugalmente en el comedor del hotel. A las once de la noche Olsen volvió a la habitación de Ana. Poco después de las doce ambos dormían abrazados. En la 308, y pese a no haber dormido la noche anterior, Víctor permaneció desvelado durante un par de horas.
A las seis de la mañana Aníbal Iturralde los despertó por la línea interna instándolos a reunirse en el vestíbulo del hotel. El viejo, que tenía sus rarezas, como tantas otras veces, cuando se le ocurría cualquier cosa arrastraba con él a sus seguidores. Esta vez quería salir muy temprano para hacer un poco de vida natural, dijo.
No quiso correr más riesgos, por 3o que prefirió que condujera Olsen. Temía que la temeraria conducción de Godoy los hiciera desbarrancar en las cuestas del Garraf.
Durante el trayecto, Iturralde no paraba de hablar. Decía que la zona se valorizaría muy mucho en cuanto se construyera una autopista con túneles que atravesarían la montaña, para llegar hasta el Vendrell y más allá. Decía que eso él lo veía venir y que los buenos negocios los hacen aquellos que saben anticiparse al futuro. El era de los que sabían anticiparse al futuro, como los profetas. Bueno, la verdad es que era bastante profeta, coño, decía Aníbal Iturralde.