Llegaron a Sitges antes de las siete y media y dieron una vuelta por el puerto y los alrededores de Aiguadolç, después volvieron a atravesar la carretera y penetraron en la urbanización coñocida como Levantina. Pero no era el sitio que buscaba don Aníbal, de modo que retornaron a la carretera y siguieron hasta un barrio llamado Poblé Sec. desde allí ascendieron por una calle que desembocaba en un camino de tierra. El Mercedes avanzó con lentitud, dando tumbos en los desniveles del terreno. Finalmente, llegaron a un paraje por completo deshabitado. Ahí mismo, según Iturralde, estaba el corazón de la sierra del Garraf. Eso es importante, dijo con énfasis, todo lugar tiene su propio corazón, igual que el cuerpo humano. Si quieres coñocer a fondo un lugar debes coñocer bien su corazón. Esa mañana Aníbal Iturralde estaba muy parlanchín.
Hizo detener el vehículo y obligó a todos a salir al camino. Llevaba un bolso deportivo del que, de improviso, sacó un revólver de largo caño y buen peso. Se separó del conjunto y les apuntó desde una distancia de diez metros.
– ¡Ahora voy a acabar con todos vosotros, cabrones hijos de puta!
Menos Ana, que desorbitó la mirada y la piel de sus mejillas adquirió color del yeso nuevo, los demás no se dejaron impresionar. Estaban acostumbrados a esa ciase de bromas por parte del viejo.
– Tranquilos, no os asustéis, gallinas. Hoy no os voy a liquidar; es un día muy bonito para tener que matar a nadie. Vamos a tirar al blanco… ¿Te acuerdas. Olsen, de aquellos buenos tiempos, en Argentina? Entonces éramos jóvenes, ¡qué maravilla!
Olsen se dijo que el Gallego ya no era joven en aquella época; tal vez nunca había sido joven. Olsen pensaba que Aníbal Iturralde nació para ser toda su vida un viejo carcamal y ridículo.
– Empieza tú, Garibeño. Mira, allí hay unos pájaros.
Revoloteaban por los alrededores un grupo de mirlos, pardillos y gorriones comunes. Godoy tomó el arma y disparó seis veces, hasta vaciar el tambor. Abatió un mirlo y un gorrión.
– No está del todo mal, Caribeño, pero Olsen te ganaría. Claro que a ti no te gusta matar pajaritos, ¿no es así, Olsen?
Olsen se encogió de hombros y dijo que no se sentía con buen pulso, prefería no disparar. Godoy lo miró de soslayo y torció la boca.
– No importa, a mí me consta que tiras muy bien; eres el mejor en esto, Olsen, y lo has demostrado cuando se necesitó que lo hicieras. Estás fuera de concurso. Bueno, yo tampoco dispararé… dónde se ha visto un general que dispare. Los estrategas están siempre en el puesto de mando.
Por un momento pasó por la imaginación de Olsen la idea de aceptar el arma y dispararle a su insoportable patrón un tiro a la cabeza, aunque sólo tuera para que de una vez dejara de hablar idioteces.
– Bueno, ahora el siguiente: tú misma. Ana -dijo Iturralde, mientras volvía a cargar el revólver.
Ana se tensó de repente, espantada ante la perspectiva de tener que aferrar un arma. Intentó negarse, pero lturralde se había obstinado.
– Déjala, lturralde -terció Olsen-. Si no le gusta disparar, es seguro que lo hará mal, nunca aprenderá.
– Que no, Olsen -porfió Aníbal lturralde-. Mi gente ha de saber tirar, todos deben saber. Nunca se sabe qué puede pasar. Vivimos en un mundo peligroso. Muy peligroso. Mira, ayúdala tú mismo, muéstrale cómo se hace.
Olsen se puso al lado de Ana y le enseñó a sostener el arma. Tomó con su mano la de ella; se la sostuvo y resistió la tentación de acariciarla. Le indicó cómo apuntar con la mira y sostuvo su brazo antes de cada disparo. Ana tiró en dirección a un grueso tronco, y en seis disparos acertó una vez.
El hecho es que lturralde no pudo dejar de advertir cómo su secretaria se confiaba al apoyo de Olsen. Tampoco a Olsen le pasó desapercibida la mirada del jefe. Todo sucedió de modo fugaz: un rápido encuentro de miradas, una chispa de sospecha en los ojos del otro. Puede que se haya dado cuenta ya, pensó Olsen. Pero ¿qué podría importarle?, se dijo.
Ahora que han pasado diez años desde ese día, Olsen recuerda aquel intercambio de miradas. Se dice que quizá fue el momento que inició la serie de conflictos posteriores. O tal ve? fuera el día anterior, durante el desayuno, cuando Ana se presentó en el bar y ya en aquel entonces pareció que el viejo había caído en la cuenta de que la chica no pasó la noche sola. Vaya uno a saber, se dice Olsen. Lo más probable es que hubiese ocurrido de cualquier modo. ¿Qué será de Ana ahora? Debe de ser una mujer madura, quizá se haya casado, quizás está trabajando para algún otro crápula. Siempre fue una mujer acostumbrada a dejarse llevar por otros.
– Olsen tenía razón, Ana; nunca aprenderás a tirar. Le tienes miedo al arma, y eso no puede ser. Jamás hay que cerrar los ojos en el momento de disparar. Hay que conservar el pulso, Ana; hay que ser valiente. Hasta las mujeres deben ser valientes. Sí, ellas también, coño.
A Olsen le hizo gracia el comentario; no olvidaba que el propio lturralde era incapaz de mantener los ojos abiertos mientras presionaba el gatillo. Estaba seguro de que si no participaba era justo por eso, para que no se notara su propia impericia.
– Bueno, está bien, ya sabemos que las mujeres no sirven para estas cosas. Ahora te toca a ti, Víctor. Vamos a ver cómo te portas.
El joven aferró el arma con pulso tembloroso y. siguiendo las indicaciones de su padre, cargó los seis proyectiles, después apuntó al mismo árbol al que disparó Ana y tiró repetidamente hasta vaciar el tambor. Acertó un par de veces, pero todos advirtieron cómo cerraba los párpados y contraía las facciones cada vez que hacía fuego.
– ¡Tú también cierras los ojos, coño! ¡Disparas como las mujeres, joder!
Víctor no trató de disimular su disgusto ante tales comentarios, lo que provocó un mayor ensañamiento por parte de don Aníbal, quien se despachó a gusto diciendo que era una flor delicada, y cuando en los ojos del chico aparecieron las primeras lágrimas lo trató de histérico y llorón. Tal vez, de los allí presentes, tan sólo Olsen sintió por el joven algo parecido a la compasión. Más tarde registraría Víctor esos terribles momentos en su diario, pero allí no figura qué pudo sentir Olsen.
– Bueno, por hoy basta de deporte -dijo al fin Iturralde-. Vamos ya; a los negocios.
A las diez volvieron a entrar a Sitges; se dirigieron a la zona del Vinyet, un barrio de residencias de lujo junco al mar. Algunos chalets habían sido construidos a principios de siglo por los «indianos». Por tales se coñocían a los emigrantes que entonces volvían de Cuba, enriquecidos. Eso fue lo que explicó Aníbal Iturralde. Comentó también que cuando él había estado en la isla ya no eran tan buenos tiempos. ¡Lástima!, le hubiera gustado ser alguno de esos indianos. Soltó un suspiro, se mantuvo silencioso por un instante, y acabó diciendo que era un sentimental y que si no lo fuera tanto habría hecho más fortuna en la vida.
– Lo que pasa es que yo nací demasiado tarde; tendría que haber vivido entre el siglo pasado y el principio de éste. Entonces la gente era más espiritual y más romántica… Ahora sólo les interesa el dinero. Ha triunfado el materialismo.