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Olsen volvió a ¡amentar el hecho de haberle salvado la vida años atrás. Sacudió la cabeza y pateó un pedrusco.

Igual que el día anterior, Iturralde se hizo acompañar por Ana y Godoy. Olsen y Víctor, mientras tanto, dieron un paseo por la orilla del mar.

Antes de que pasara una hora estaban de vuelta. Iturralde, en el colmo del entusiasmo, comentó que había cerrado el mejor trato de toda su carrera empresarial. «¡Una ganga!», dijo. Había adquirido grandes y maravillosas parcelas a precio de regalo. Comentó que nunca antes le había tocado tratar con vendedores tan incautos.

– ¡Unos imbéciles, sí! ¡Unos verdaderos imbéciles! -decía-. Herederos ineptos que despilfarran la fortuna que hicieron sus mayores y que malgastarán el dinero en cuatro días.

»Por aquí hay muchos capullos de esta clase. Nunca han tenido que luchar, les ha venido todo rodado. Les gusta figurar: coches nuevos, viajes al Caribe y la Polinesia… Al final terminan quejándose de la gente emprendedora que sabe sacar partido de lo que ellos no han sabido cómo aprovechar.

Toma nota, Víctor. Ojalá tú no hagas otro tanto cuando llegue tu día.

Al mediodía comieron pescado y marisco en un restaurante de Vilanova, después regresaron a Barcelona.

Durante la tarde, Olsen y Víctor volvieron a quedarse solos en el hotel mientras don Aníbal y sus auxiliares emprendían nuevas campañas, esta vez en Cerdanyola y Sant Just Pesvetn. Regresaron al anochecer, y otra vez Iturralde se hallaba de mal talante: no había alcanzado a cerrar el trato, comentó, y al final quedaron con los vendedores en continuar las tratativas a la mañana siguiente.

– Mejor así. Parece que las tardes no nos son propicias. Para colmo, estos tíos son unos cicateros codiciosos. Se creen que lo que poseen vale oro, ¡coño! ¡Dan asco! Es difícil tratar con gente de semejante calaña. Me temo que tienen alguna otra oferta… trataré de averiguarlo.

Olsen no tuvo más remedio que oír sus quejas durante una media hora. Pero el viejo estaba cansado. Pidió que le subieran una botella de whisky a la habitación y se despidió hasta la mañana siguiente. A las diez y media de la noche Olsen entró en la habitación de Ana.

A la mañana siguiente el patrón volvió a salir con la secretaria y el guardaespaldas, Olsen y Víctor se quedaron en el hotel. Iturralde volvió antes del mediodía. Venía echando chispas: los vendedores habían cerrado el trato con otros, y por nada del mundo aceptaron revelar de quiénes se trataba.

– Pero ya me enteraré, ya me enteraré, no tengáis cuidado. ¡Vamos a ver quién es el que me anda tocando las pelotas!

"Bien, Olsen, tómate la tarde libre. Nos toca un descanso. El chico se queda conmigo; Ana y yo sacaremos algunas cuentas y.quiero que él vaya entrando en materia. Puedes dar un paseo; si quieres puedes irte de putas al barrio Chino. AL y si necesitas dinero, dímelo. Como dicen por aquí: Barcelona és bono, si la bossa sona.

Olsen pasó gran parte de la tarde dando vueltas por el barrio Gótico, después subió por el paseo de Gracia hasta la Diago nal, deteniéndose en un par de librerías. Al anochecer comió un bocadillo y bebió una cerveza en las inmediaciones de la plaza Francesc Maciá. Al llegar al hotel se entretuvo en el bar, con una copa de coñac y un café: no deseaba ver a su patrón al menos hasta el día siguiente. Al acabar el segundo cigarrillo subió a la habitación. Víctor se hallaba aparentemente enfrascado en un programa de televisión. Se saludaron con un «Hola» escueto. Después Olsen entró al baño para meterse bajo la ducha. Veinte minutos más tarde, vestido con ropas de recambio, volvió a salir y se dirigió a la habitación de Ana.

Con suavidad, golpeó un par de veces a la puerta antes de hacerlo con mayor energía y llamaría desde el pasillo, por su nombre. Al no obtener respuesta, Olsen se dijo que Ana debía de haber salido a dar un paseo. Bajó al bar y se bebió otro coñac. A la media hora volvió a subir y de nuevo llamó a la puerta, con idéntico resultado.

Salió a la calle y caminó por la Diagonal hasta el punto en el que la avenida se convierte en autopista, entonces regresó al hotel y volvió a entrar en el bar. Al acabar la según da copa consultó la hora: las once y media. Se dijo que Ana ya habría regresado.

De nuevo, ante la habitación 303, reiteró los golpes suaves en la puerta, y los golpes enérgicos. Decidió llamarla por el teléfono interno, de modo que volvió a la habitación donde Víctor seguía sin apartar los ojos del televisor. Descolgó el auricular y pulsó las teclas que debían ponerlo en comunicación con Ana. Escuchó unas veinte veces cómo el teléfono hacía ring, antes de colgar y pedir a la telefonista que lo comunicara con la 303; después volvió a oír más rings en el aparato de la 303. Muchos, pero muchos años después, cada vez que trataba de comunicarse con alguien por teléfono, le volvían a la memoria aquellos momentos de vana espera.

Por último colgó el auricular y encendió un cigarrillo. Se preguntó si Ana estaría indispuesta. Decidió esperar un poco más antes de dirigirse a la conserjería para dar la alarma, y en eso estaba cuando Víctor apagó el televisor con el mando a distancia y se sentó en la cama, mirándolo a la cara. El chico quería decirle algo.

– No sigas, Olsen. Ana no está en su cuarto.

Se sobresaltó.

– Y tú, ¿cómo lo sabes?

– Lo se.

– Te pregunté cómo lo sabes.

– Porque se pasó toda la tarde en la habitación de mi padre.

– Claro, y tú también.

– ¡Qué va! Eso es lo que te quiso hacer creer el viejo -dijo Víctor, desafiante-. A mí me mandó para aquí con la orden de que no me moviera del cuarto. Todavía debe de estar con él… en la cama, seguro.

El chico sin duda deseaba ser explícito, y Olsen deseó abofetearlo, pero se contuvo. Un enorme abatimiento había ganado su cuerpo. Se sintió tonto y miserable, pero eso duró muy poco. Resolvió resistirse a la autocompasión. A fin de cuentas la chica era así, recordó. Ella se lo había dado a entender: se dejaba llevar, nunca se resistía. Seguramente se habría dado al patrón con la misma pasividad con la que se había entregado a él, sí. Lo más probable sería que llevara mucho tiempo haciéndolo, se dijo. Claro que él mismo jamás había sido lo que se dice muy listo. ¡Qué va! Era apenas un ex presidiario que servia a un facineroso y, después de tantos años de gayola, estaba muy a punto para ser seducido por cualquier mujer que le dejara hacer. Volvió a decirse que no debía complacerse en la autocompasión, así que para disiparates pensamientos volvió a salir a la calle.

Esa noche anduvo por las Ramblas y el barrio Chinó. Convidó con vino barato a un par de putas y a un macarra. En la plaza Real compró una tableta de hachís y la compartió con un descoñocido. La fumaron sentados en un banco de plaza, frente al templo de la Sagrada Familia.

Volvió al hotel, medio borracho y sombrío, cuando ya despuntaba el sol.

Ahora, en la villa miseria, desvelado, junto a Matilde, la chica que duerme el sueño de los que están exentos de culpa, recuerda aquellos momentos y se pregunta cuál fue el instante exacto que marcó el principio de sus desventuras.