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Tal vez debería meterle un tiro a Iturralde. Un tiro entre los ojos para contemplar el corto gesto de pasmo que acompaña a la muerte repentina, para ver el chorro de sangre que surge bajo la frente, teniendo en cuenta que la sangre de la cabeza sale con máxima presión. Así pensaba Olsen por la mañana.

Pero no iba a hacerlo. Se sentía incapaz de matar a nadie a sangre fría, ni siquiera a Iturralde, y menos cuando eso lo llevaría de nuevo a la cárcel. Víctor bajaba con él en el ascensor. ¿Podría imaginar el chico los pensamientos de su custodio? Tal vez a este muchacho no le importaría quedarse huérfano, puede que hasta se lo agradeciera. Pero no; no mataría a Iturralde, no. Quizá sólo haría las maletas para largarse a cualquier parte, acaso de vuelta a Argentina.

Ya llegaban a la planta baja. Al abrirse la puerta del ascensor se dirigieron al bar. Allí estaban Aníbal Iturralde, Godoy y Ana. Los tres desayunaban café con leche, tostadas, cruasanes y jugo de naranja.

– ¡Ya era hora, dormilones! -El viejo parecía estar muy alegre. Ana mantenía la vista fija en la taza de café con leche. Ni siquiera dijo buenos días.

Bueno, no iría a ningún sitio y tampoco mataría a nadie, decidió Olsen. Se limitaría a seguir con su trabajo, como si nada hubiera ocurrido. Algún día las circunstancias, o el simple azar, quizá pondrían a su alcance una venganza menos sangrienta y más inteligente, aunque pudiese ser que con el correr del tiempo su furia iría aplacándose. Sabia por experiencia que el tiempo acaba por barrer con el odio y con el amor. Hacía ya algún tiempo que coñocía las humillaciones que inflige el tiempo.

Aníbal Iturralde tenía hecho el plan de la jornada. En el programa otra vez se dejaba de lado a Olsen y Víctor. Explicó que iría con Ana y el Caribeño a cerrar unos tratos en la parte céntrica de la ciudad. En las primeras horas de la tarde, siempre acompañado de su secretaria y su guardaespaldas, haría algunas averiguaciones sobre asuntos de su interés. Volverían antes de k noche a fin de pernoctar en el hotel. La idea era que todos juntos regresaran a Madrid la mañana siguiente. En cuanto a Víctor y Olsen, que eran tan cultos y tan finolis, acaso podrían pasar el día recorriendo los museos. Aconsejó, con una amplia sonrisa, que hicieran una visita al zoológico de la ciudad.

Olsen no prestaba demasiada atención al discurso de Iturralde, sólo trataba de mirar los ojos de Ana, pero ésta rehuyó el encuentro de miradas. El patrón, mientras tanto, había suspendido el parloteo para ponerse a mojar un cruasán en el café con leche.

Cuando todos se hubieron levantado de la mesa, Olsen, aprovechando que la chica se hallaba un tanto apartada, se acercó a ella y susurró:

– ¿Qué pasa con mi secreto?

– No dije nada- Ya te he dicho que es como si no lo supiera -contestó Ana con otro susurro. Seguía manteniendo la cabeza baja.

En ese momento él pensó que ya nunca más rozaría su piel. Tuvo la desolada certeza de que jamás olvidaría algunos detalles.

El resto del día Olsen y Víctor permanecieron en la habitación, sin hablarse. Víctor intentaba concentrarse en la lectura de un libro, mientras su custodio se estaba todo el | tiempo echado en la cama, sobre los cobertores, completa- | mente vestido, pues ni siquiera se había despojado de la chaqueta ni de los zapatos; inmóvil, con la vista fija en el techo v encerrado en su mutismo. En algún momento el muchacho pensó hacer algún comentario sobre cualquier cosa, pero al encontrarse su mirada con la granítica expresión de Olsen desistió de inmediato. Cuando pasaron unas cuantas horas éste se levantó de repente y, después de quitarse parte de la ropa, se puso a hacer vehementes ejercicios con todo el cuerpo; al menos dos centenares de veces flexionó los brazos con las palmas en el suelo, bajando y elevando el tronco. Siguieron los ejercicios abdominales y las flexiones de cintura. Víctor pudo comprobar que su acompañante tenía un cuerpo fibroso y con músculos muy definidos. Lo miraba de reojo, con el absurdo intento de simular que era ajeno a su presencia. Al cabo de más de una hora, agotado y sudoroso, Olsen se despojó del resto de la ropa y entró al cuarto de baño para ponerse bajo la ducha. Al salir telefoneó al bar y; sin consultar con el muchacho, pidió cerveza y bocadillos para los dos. Después de que hubieron comido y bebido, siempre en silencio, Olsen encendió un cigarrillo y volvió a concentrar la mirada en la blancura del cielo raso.

Como lo había anunciado, Aníbal Iturralde estuvo de regreso con sus acompañantes antes de la caída de la noche. Refino, con satisfacción, que nuevamente había hecho un buen negocio, y para celebrarlo irían todos a cenar a Botafumeiro, un restaurante especializado en pescados y mariscos.

Durante la cena, Iturralde hizo comentarios burlones sobre las personas a quienes había comprado bienes inmuebles. El entusiasmo le encendía la voracidad, así que despacho en un par de minutos una docena de ostras y otro tanto degambas, después se abocó a una cigala y media langosta, siguió con los calamares y, seguidamente, un pulpo a la gallega. El solo trasegó un litro y medio de vino de Rjbeiro. Pero antes de empezar ya había bebido dos vasos de whisky, descartó el postre, pero no se privó del carajillo. Como de costumbre, bebió e ingirió sin dejar de hablar en ningún momento, haciéndolo con la boca llena de alimento, y sin preocuparse porque el proceso de masticación y el coincidente discurso resultasen una demostración sobre el trabajo de desmenuzar y triturar con los que se pone en marcha el proceso digestivo. Tampoco pareció preocuparle que sus comensales se mantuvieran en silencio.

Cuando volvieron al hotel, Iturralde aferró con presión paternal el brazo de Olsen y lo llevó hacia el bar. Dijo que quería comentarle algunas cosas importantes. A los demás les ordenó que fueran a dormir.

Sentados a una mesa, en un rincón del bar, y mientras esperaban la atención del camarero, don Aníbal hizo algunos comentarios de satisfacción con respecto a la cena. Encendió un puro e invitó con otro a Olsen, pero éste lo rehusó y prendió uno de sus cigarrillos. Un rato después, con un vaso de whisky en la mano, Iturralde le preguntó a su acompañante:

– ¿Sabes a qué has venido a Barcelona, Olsen? -Claro, para acompañar a Víctor. Lo que no entiendo es para qué lo has traído a él.

– Muy simple, quiero que vaya acostumbrándose a los negocios, que sepa cómo se hacen.

– En tal caso, debería haber estado presente durante las tratativas.

– Todavía no; es demasiado joven aún. Basta con que se entere de los pormenores y los resultados, y esos detalles se los refiero yo. Por otra parte, me inquietaba que os quedarais solos en Madrid… nunca dejo de temer que pase algo. -¿Te refieres a un atentado o un secuestro? -Eso es. Veo que me vas comprendiendo. -Me parece que exageras.

– Pues no lo creas. Te diré una cosa: los Medina están muy activos últimamente.

– ¡Los Medina, siempre los Medina! ¿No crees que ya se habrán cansado? No puedes pasarte la vida temiéndolos, quizás ellos ya no piensen más en ti.

– ¿Ah no? Pues te diré otra cosa: ¿sabes quiénes han sido los que me ganaron de mano en la compra de los terrenos en Pedralbes, en Sant Just y en Cerdanyola? Los Medina. Han sido los Medina, coño! Vienen pisándome los talones y me los encuentro hasta en la sopa, ¿no lo ves?.-¿Estás seguro de que fueron ellos?