– Bueno, lo que me has prometido antes va en serio, supongo. Me refiero a que te ocuparás de hacer un macho de mi hijo.
– Que sí, ya te dije que así lo haré. Al menos intentaré hacer lo que pueda, tú déjalo a mi cuidado.
– Muy bien, pero otra cosa importante: llévatelo de putas, ¡que aprenda a follar! Y, eso sí, que no se me enamore de ninguna -rió.
– Quizá podríamos hacerlo debutar con Ana -dijo Olsen.
– ¿Por qué no? -dijo Iturralde, riendo-. Asi todo quedará en familia.
Por la mañana, muy temprano, regresaron todos a Madrid. Iba Olsen al volante, junto al patrón, corno si eso significara un ascenso jerárquico.
Desnudo frente a la luna de cristal azogado, Víctor Iturralde acecha los ángulos de su torso. Saca pecho y contempla los pectorales, estira los brazos y después los contrae para resaltar la musculatura, que no acaba de hacerse perfecta. Pero va en camino, se dice. La imagen que tiene frente a sí refleja el bien que más aprecia. Se desplaza con movimientos elásticos hacia la mitad del salón, de cuyo techo cuelga una bolsa rellena de arena. Golpea una y otra vez con el puño descubierto. Golpea con fuerza y velocidad, hasta que siente dolor en los nudillos enrojecidos. De inmediato vuelve a encararse al espejo y vuelve a pasear la mirada por los contornos de su cuerpo. Una pátina de sudor le abrillanta la piel. Acaso ahora recuerda otra imagen, que fue suya también: diez años atrás, esos brazos musculados que ahora contempla con gusto eran como las ramitas quebradizas de un matojo. Qué ridículos solían ser esos bracitos, sobre todo con las manos metidas en enormes guantes de boxeo, sobre todo cuando intentaba en vano parar los ágiles movimientos de los brazos de Olsen, dirigidos a su torso. Puro aspaviento de golpes, los de Olsen, que casi nunca llegaban hasta su cuerpo y que a él se le antojaban terribles y demoledores martillazos. «¡Atención a la guardia, Víctor! ¡Bloquea este gancho! ¡Cuidado, que ahora te sirvo un uppercut ¡Juego de cintura, pedazo de inútil! ¡Pero muévete, gilipollas!»
Desde la ventana avista la casa principal. En ese momento los sirvientes estarán poniendo la mesa para la cena. En la cocina, la cocinera le habrá preparado sus platos predilectos v los invitados llegarán en menos de una hora. Todos ellos hombres de empresa, asociados suyos en algunos negocios. También vendrán su contable y su abogado. Pero todavía se estará un rato más allí, y si se le antoja los hará esperar.
Está en el pequeño pabellón situado a setenta metros de la casa principal. Cuando su padre compró la propiedad era un alojamiento de palomas y ratas, una construcción sólida, pero abandonada, que se utilizaba para guardar tractos. Él solía observarlo desde la ventana de su habitación. Cuando lo arreglaron, a instancias de Olsen, y para destinarlo a su «educación viril», se lo representaba como el recinto de las torturas. Quién lo habría dicho: ahora pasa en su interior buena parte del tiempo libre. Desde sus ventanas mira la casa grande como un lugar en el que no termina de hallarse. Siente que éste es su territorio más íntimo; bajo este tedio fue donde creció su odio hacia Olsen antes de que ese sentimiento se transformara. Este es el lugar donde su ángel guardián lo martirizaba pretendiendo que se transformara en una suerte de gladiador. «No puedes descansar, niñato -le decía, obligándolo a realizar fatigosos ejercicios-. Tu padre me ha encargado que te haga macho, así que mueve el culo, ¡carajo!»
Me cuesta contener el llanto -escribía Víctor Iturralde en las hojas de su diario-, pero el monstruo no debe verme llorando. Él posee un cuerpo fuerte, debo demostrarle que mi fortaleza reside en el espíritu. Así que aguantaré todo. Sí es necesario aguantaré hasta ¡a muerte.
Sus frases se enardecían a medida que avanzaba el texto. Procuraba hallar un tono que reflejara su martirio con tintes heroicos: Aguantaré hasta la muerte inexistente, ya que sobreviviré en forma de recuerdo para remorder las culpables memorias de mis verdugos de hoy. Así, me convertiré en espíritu reavivador de la culpa, y será tanto mi odio que en vida no podría soportarlo. Mi furia siempre será mayor que la de mis enemigos, y los sonidos de mi nombre retumbarán como la más terrible maldición.
Escondía los cuadernillos en un rincón de esa misma escancia, y escribía por la noche en su cuarto cuando lograba sobreponerse al agotamiento, antes de hundirse en el sueño. En las mañanas volvía a llevarlos al pabellón. Al cabo de un tiempo los ordenó en un anaquel, entre sus libros de poesía, pero no en el mismo estante en el que se hallaban los de Olsen.
En la barraca donde vive ahora, Olsen posee pocas cosas. Nunca tuvo la costumbre de atesorar objetos, y no echa de menos sus libros de aquel entonces, aunque a veces recuerda algún título. También recuerda los diarios de Víctor, que en más de una oportunidad él leyó a escondidas. Para su gusto, el muchacho tenía un estilo exagerado. Vamos, hasta un tanto macarrónico:
Odio a ese hombre, y, sin embargo, en ocasiones no puedo dejar de admirarlo. A veces me sorprendo intentando complacerlo y tratando de caerle bien. Me avergüenza este estado de sumisión, me hace sentir menoscabado. Se me ocurre que así es como deben de sentirse las personas secuestradas cuando están bajo los efectos del síndrome de Estocolmo, del que tanto se ha hablado. Sí, esa extraña mezcla de temor y afecto que experimentan las víctimas hacia sus raptores.
Al parecer, soy la víctima de alguna misteriosa componenda entre Olsen y mi padre. Este le ha encargado que me entrene con dureza, Pero ello no justifica la inexplicable inquina con que me trata mi entrenador. Un aborrecimiento que yo procuro corresponder con prodigalidad, y en aras de tal fin me esfuerzo en ver al patrón (mí padre) y a su esbirro (Olsen) como a un monstruo de dos cabezas.
Sin embargo, no es nada fáciclass="underline" a mi padre, además de odiarlo, es posible despreciarlo. Con Olsen no se puede. Tras la barrera de animosidad que intento establecer, reaparece de continuo la admiración, j ¡Esta contradicción es terrible!
Debo admitirlo: ¡cómo quisiera ser igual que tú, Olsen, monstruo maldito! ¡Qué daría por estar en tu piel, por ser dueño de tu fortaleza y tu desprecio! Si yo tuviera tus alas de ave de rapiña… si yo tuviera tus alas y tus garras de ave de rapiña volaría alto para caer de repente sobre mis verdugos y convertirlos en mis víctimas…
Ahora Olsen no recuerda detalladamente aquellos textos, pero sí recuerda que entonces sentía una extraña impresión al hojear el diario de Víctor Iturralde: Siempre es lo mismo, pensaba, inevitablemente acaba desvariando, y lo que comienza como una buena descripción acaba convertido en un chapurreo de adolescente. ¡El muy torpe me lo pone difícil! ¿Cómo se puede aborrecer a un chico así?
Pero necesitaba odiarlo, de otro modo, ¿cómo podría cumplir con su propósito?
Cierta tarde Olsen dijo que irían a dar un paseo en el Mercedes Benz. No le comunicó a Víctor adonde irían, dándole a entender que se trataba de una sorpresa. Durante la primera parte del trayecto, y antes de acercarse al centro, guardaron silencio. Víctor se dejaba llevar. A medio camino preguntó:
– ¿Sabe mi padre que hemos salido a esta hora?